martes, 26 de marzo de 2019

¡Esto lo haría un niño de cuatro años!


Es obvio. No soy un crítico de arte ni lo pretendo y como a muchas otras personas a menudo me desconciertan —aunque no me soliviantan— ciertas formas del arte actual. La belleza en su sentido más convencional, sea éste cual sea, no es ya siempre el objetivo prioritario. Tampoco el representar modosamente escenas del presente. La abstracción y las derivas figurativas, además de todas las representaciones no pictóricas ni escultóricas, han acabado con eso. En definitiva, me gustan mucho Rembrandt, Velázquez, Goya, Degas y hasta, cuando se me afinó el gusto o el criterio, algunos artistas que en mi juventud menospreciaba como Rubens, que ahora me entusiasma. Pero también me gustan muchos de los representantes de las vanguardias históricas, como Miró o Picasso y gentes que podrían considerarse antimodernos, aunque lo son, y mucho, como el recientemente expuesto Balthus.


Decía que no me soliviantan, pero es frecuente entre muchas personas sentirse ofendidos o directamente agredidos por formas artísticas que consideran una tomadura de pelo. En ocasiones yo también incurro en ese enojo, cuando veo gigantescas urnas contendiendo tiburones en formol o excrementos primorosamente envasados en latas de conservas. Sin embargo, en general suelo detectar en el autor o bien un intento precisamente de provocar ese escándalo, o bien, un incentivo para reflexionar. Al fin y al cabo ni la ciencia ni la filosofía son las únicas formas de conocimientos válidos. Ahí tenemos la gran literatura y, por supuesto el arte, que prolongan a mi entender lo que ni la ciencia ni acaso la filosofía llegan a alcanzar ni lo pretenden.


Hace muchos años el biólogo Desmond Morris publicó un libro convenientemente ilustrado por dibujos y pinturas realizados por primates antropoides. Y no me refiero a ciertos artistas descerebrados, sino a gorilas, bonobos y especialmente chimpancés, nuestros tópica y certeramente señalados como nuestros parientes (no extinguidos) más próximos. No tengo el libro a mano, pero recuerdo perfectamente que no me importaría tener colgados en mis paredes algunos de ellos, que como es de suponer se componían de trazos y colores abstractos. Lo sorprendente hubiera sido que fueran figurativos. Porque algunos tenían una fuerza y una expresividad que para sí querrían muchos pintamonas mediocres.


Así que la enfadada expresión de “esto lo podría hacer mi hijo de cuatro años”, se puede retrotraer aún más recesivamente atrás, pero volvamos a los que hace un niño de cuatro años. Una reciente exposición de la Fundación Juan March en Madrid, El juego del arte, con un subtítulo a mi modo de ver superfluo: Pedagogías, arte y diseño, toma como fructífero hilo conductor esa frase de “eso lo hace mi hijo de cuatro años”. Vienen a decir que a diferencia del gran arte de siglos anteriores el actual parece caracterizado por una suerte de infantilismo. No obstante, si se le da una jamesiana vuelta de turca, podríamos decir que vale, esto lo puede hacer “cualquier” niño pequeño (cosa que dudo) sino que” sólo lo pueden hacer ellos”. ¿Es, por ejemplo, Miró un niño permanente en su edad adulta y creadora y por eso es ‘capaz’ de hacer lo que hace? Los responsables de la exposición utilizan la metáfora del arte como una casa construida a lo largo de la Historia secular en la que, en el siglo XX, mediante las vagamente llamadas vanguardias, el arte se hubiera trasladado de los salones y estancias nobles y principales a los cuartos de juegos (y añado yo: y así a ver si dejan de molestar los niños y de paso los artistas). Es una hipótesis sugerente, aunque quizás no explicativa de todas las manifestaciones. En cualquier caso, es una sugerencia muy pedagógica, en el sentido, de sugerir grandes preguntas sobre como educamos a nuestros niños, cómo fuimos educados nosotros y en definitiva como organizamos nuestras sociedades. Yo cada vez tengo más claro que la educación en su sentido más profundo es la forma de forjar individuos libres y no fácilmente manipulables y que el aprendizaje cuya motivación es conseguir pertinencia profesional, sobre todo a partir del fin de la infancia y en etapas posteriores, es una obsolescencia programada dada la celeridad de los cambios actuales en las formas de producción del mundo presente.


Las producciones del arte, la arquitectura y el diseño del pasado siglo XX adquiere así una perspectiva que se escapa de esa imagen enojada del artista como un niño maleducado, irrespetuoso y caprichoso. Las pedagogías basadas en el juego, como demuestran las crías y cachorros de nuestros más próximos parientes, son una forma eficacísima de aprendizaje, de formación, de adquisición de habilidades, de verdadera educación. La exposición busca en la infancia de sus protagonistas y en la educación que recibieron, y también en teorizaciones y practicas fructíferas como el sistema del kindergarten de Friedrich Froebel (1782- 1852) gérmenes del arte moderno.


Claro, la frasecita de marras de “eso lo hace mi hijo de cuatro años” tiene la inolvidable réplica de Groucho Marx en Sopa de ganso (1933). Groucho recibe un sesudo informe que sin más dice entender de un vistazo y afirma que “lo entendería un niño de cuatro años”, para a continuación añadir “¡Búsquenme un niño de cuatro años!”.


La exposición cosiste en confrontar preciosos y precisos materiales pedagógicos, juegos educativos , manuales de dibujo con las obras muy bien escogidas de artistas, arquitectos y diseñadores de la vanguardia del pasado siglo. Hay vasos muy comunicantes entre ambos tipos de materiales. Si se me permite la broma, esto lo entendería hasta un niño de cuatro años, pero jamás todos esos penosos adultos que ya no llevan a ese niño que fueron en su interior.


martes, 5 de marzo de 2019

De las braguitas de la niña de Balthus al uniforme de rey de Malasia




A un capo mexicano de la droga le preguntan si cree en Dios ya que está todo el santo día practicando diversas caridades y beneficencias con las que se gana voluntades y prestigio en el vertedero de la miseria que él mismo provoca. Contesta que no, pero añade que sí cree en el diablo. ¿Y eso?, le pregunta de nuevo su interlocutor. Mira a tu alrededor, le responde lacónicamente el narco. El mal que hacen los hombres les sobrevive, decía Shakespeare. Y es bien cierto, desde el cambio climático, ese ‘marrón’ que ya han detectado los jóvenes que se les va a legar, hasta el capitalismo salvaje o la incertidumbre del futuro. A mí el futuro no me debería interesar puesto que no voy a vivir ya mucho tiempo en él. Pero me interesa, como me interesa el pasado, incluso más el remoto. Del presente casi no me doy ni cuenta porque tiene la mala costumbre de ser apenas futuro cuando ya es pasado, y esa inconstancia me molesta un poco. Carpe Diem.


Voy a ver la exposición de Balthus en la Thyssen. No me sorprende que no me sorprenda. Ya lo dijo Julio Ramón (Rybeiro): una buena obra no tiene explicación, como una mala obra no tiene excusa y una obra mediocre no tiene interés. La obra de Balthus, por ejemplo esa adolescente enseñando las braguitas, tiene interés, y no hay que buscar más explicación al escándalo que en algunos provoca que el de las sucias mentes de los que se escandalizan, probablemente lo que buscaba el artista. O no.


En precampaña y casi en cualquier otra ocasión los líderes políticos aparentan que, salvo sus partidarios, el mundo está compuesto por personas fundamentalmente distintas de ellos, de modo que esos otros (el infierno son los demás, escribió Sartre) son tontos, malos y peligrosos porque ponen en peligro lo mejor de nuestro mundo. Ese fenómeno se llama “alterización”, o sea, el arte de aparentar, o incluso de creer en los casos más graves, que los demás son infernales, tontos, malos y estúpidos a la vez. Sin embargo, en la vecindad terminológica de la alterización tenemos la alteridad o la otredad, es decir, la capacidad de ponerse en el lugar del otro, de tener presente, al menos brevemente, el punto de vista del que opina diferente. A todos los candidatos los veo muy alterados, muy alterizados y nada de nada más. Si sólo ves el yo y nada del otro, difícilmente vas a crear un nosotros inclusivo, y de ahí la utilidad de las banderas, colgadas de las ventanas o usadas como capa de superhéroe, para distinguirnos de los otros, el enemigo, los otros. La existencia de los otros, por ejemplo de las mujeres si eres varón, de los viejos si eres joven, del nativo frente al inmigrante, del negro si eres blanco, del pobre si eres acomodado, o viceversas sucesivas etcétera.


A los chivos se les asesina por ser chivos, y se les llama chivos expiatorios y a su asesinato, sacrificio, rito. Igualmente, a las mujeres se les asesina por ser mujeres. A los judíos se les asesinó en masa (hubo que inventar la palabra y el delito de genocidio al final de la Segunda Guerra Mundial) por ser judíos, chivos expiatorios de haber cerrado en falso la Guerra Mundial anterior. Por ser negros se asesinan a negros, o por ser armenios a armenios o por ser homosexuales a homosexuales. Matamos al otro que no puede evitar ser lo que es. Pero no hay tigres o lobos expiatorios, al menos en el lenguaje, que tampoco pueden evitar ser lo que son. Porque son difíciles de matar y entraña bastante riesgo hacerlo. Cuando la derecha dice que los inmigrantes son un peligro lo dice, precisamente, porque son inofensivos, como los chivos. Las hordas linchadoras de cualquier pelaje demuestran que Nietzsche tenía razón cuando decía que el instinto de ser rebaño es anterior al de ser persona, con una intuición que en este caso superaba a Freud y hasta a Darwin.


Se me está ocurriendo una idea que en su absoluto cinismo me pone muy nervioso. En democracia parlamentaria, con sus partidos políticos y toda la pesca de separación de poderes y demás, se juega un juego de suma cero, o casi, conforme al cual cuando se producen beneficios para la mayoría de los ciudadanos es de forma inadvertida, sobrevenida, colateral como la víctimas civiles en las guerras, porque el verdadero propósito del jueguito, su finalidad es la prevalecer sobre los rivales, conseguir el poder por el poder, llegar a la meta. ¿Para hacer qué? Mantenerse, evitar que lo tengan los otros. Claro que este juego es mejor del de aquí se hace lo que yo digo o se rompe la baraja.


Desenchufo los informativos por mar, tierra y aire, televisión, radio y prensa escrita y digital, por la misma razón que me embozo con la bufanda si hace frío. Para protegerme de un mal aire. Entramos en campaña electoral. No obstante, me gustaría oír alguna vez mi programa electoral favorito (aunque insonorizado terminaría por oírlo). En realidad es una brevísima receta de obligado cumplimiento si quieres mejorar el mundo que te toca, pero de tan fácil enunciado como difícil aplicación: eficiencia económica, justicia social y libertad individual. Es la receta de John Maynard Keynes y tiene ya un siglo cumplido. Vivimos en un sistema capitalista, que muchos consideran el único posible, tan inevitable como la fuerza de la gravedad (conservadores) y otros necesariamente controlable y mejorable. Porque el capitalismo, por poner un ejemplo ansiado, no tuvo nunca entre sus objetivos conseguir el pleno empleo, pero a veces se da.


Frente a ese Sócrates algo impostado que confesaba sólo saber que no sabía nada, hay demasiada gente que realmente no sabe casi nada, pero cree saber, por ejemplo, los  comentaristas deportivos. O los políticos mayormente. Y sin embargo, el mundo es esencialmente paradójico. Así hay demasiados chinos, pero no nacen suficientes chinos, que es una forma de decir que está descendiendo su natalidad y envejeciendo su población. Para no ser racista, tengo que admitir que en menor grado pero en España pasa lo mismo.


El rey de Malasia va disfrazado de portero de hotel de lujo (y no a la inversa). Seguramente captó la idea en alguno de sus viajes al extranjero. Por eso el turismo de masas embrutece y el elitista da una visión sesgada del mundo.