miércoles, 29 de mayo de 2019

Comamos mierda


Imagen de un microbio fosilizado con un microstromatolito "coliflor" asociado, formado por bacterias que oxidan el hierro. Fue tomada en el Océano Pacífico. (Gentileza Magnus Ivarsson)

Las grandes preguntas humanas siempre han estado mal formuladas. Me parece. Así, no se trata de si hay vida después de la muerte, sino si la hay antes. O si hay vida inteligente ahí fuera, sino si la hay aquí y ahora. Quizás habréis leído la novela distópica El señor de las moscas de Willian Golding. Pues eso, los nuevos Lord of the Fly son Donald Trump, Bolsonaro, Salvini, Orban, los promotores del Brexit y multitud de agentes menores. Los han elegido millones de moscas (o boludos, como se verá) y desde mayo del 68 sabemos que millones de moscas no pueden equivocarse y por tanto hay que comer mierda. Como en la inmunoterapia y tantas otras cosas a veces es peor el remedio que la enfermedad. El principal defecto indeseado, e imprevisible en parte, de la democracia es que frecuentemente nos hace comer mierda.


Es más que probable que en Marte haya vida, pero no hay linces, pinos y lentiscos o bambú y osos panda, sino arqueas, bacterias muy elementales y otros microorganismos. Y se encontrarán en ambientes del subsuelo y entornos excéntricos muy particulares. La coherencia que tiene la ciencia no se da en cambio en la vida de los humanos y en concreto en la política. Se conocen, a menudo con gran detalle, las causas de nuestros males sociales, de la desigualdad y la pobreza, de la mala alimentación y la falta de oportunidades en excesivamente grandes sectores geopolíticos, pero la economía, una ciencia siempre lastrada por las ideologías, y la política, una actividad herida por los intereses de sus practicantes profesionales, hace que no se implanten las soluciones eficaces. De manera que en lugar de con causas se trabaja con pretextos o se intenta, ahora menos, aplicar utopías de efectos tan indeseados como imprevisibles. No hay bambú en Marte y sabemos por qué; hay graves problemas en la Tierra, pero no actuamos en consecuencia. Esos desafueros, inconsecuencias, arbitrariedades, desmanes e injusticias no sólo se explican por la ineficacia comparativa de nuestras autoridades y gestores políticos frente al rigor de los astrobiólogos, sino por la ignorancia masiva de los ciudadanos que los sostienen.

Eran en realidad más irrespetuosamente distintos de los más respetables trovadores. Los juglares, artistas ambulantes de la Edad Media, se ganaban la vida con un espectáculo que mezclaba música, canciones, teatro, sátiras, literatura (poesía) y mera charlatanería. Yo no sé si conocéis al artista argentino, un auténtico juglar sin anacronismos que valgan, el Indio Gasparino, pero será más probable que os suene, si tenéis unos años, cuando cambió su nombre artístico por el más conocido de Facundo Cabral. El juglar fue asesinado por sicarios en 2011 en Guatemala no por sus opiniones, sino por error al ser confundido con un narcotraficante. Y eso no es una ironía, sino una gran putada. No soy de aquí ni soy de allá fue su canción más conocida; igual os suena, nunca mejor dicho. No estoy seguro de si es el autor de una de mis máximas favoritas que ya he citado en otras ocasiones: “los boludos son jodidos porque son muchos mas que por ser boludos”, pero en cualquier caso he localizado una referencia en la que cita a un ancestro como su autor intelectual: “mi abuelo era un hombre muy valiente, sólo le tenía miedo a los boludos. Un día le pregunté por qué y me dijo: porque son muchos, ¡no hay forma de cubrir semejante frente!; por temprano que te levantes, adonde vayas, ¡ya está lleno de boludos! Y son peligrosos, porque al ser mayoría eligen hasta presidente”. 


Más que  misántropo soy huraño y agorafóbico. Es decir no odio al ser humano, yo soy uno y canto a mí mismo, como decía Walt Whitman, nada humano me es ajeno (más me vale). Me gustan algunas gentes, pero de pocos en pocos, mejor de uno en uno, y tengo un gran recelo a las masas, que son todo menos humanas en sus comportamientos, desde los linchamientos a las reuniones de gentes vengativas ante cualquier juzgado o los hooligans futboleros. Pero suscribo lo que decía Montaigne citando a un padre de la Iglesia, probablemente Agustín, es decir, estoy mejor en compañía de un perro conocido que de un hombre cuya lengua ignoro (y sus aspiraciones, su forma de sentir, sus obsesiones, sus deseos). Eso no significa para mí, añadía Plinio, que un extranjero no cuenta como un hombre para quien no le conoce. De hecho, siento más próximos a la mayoría de los inmigrantes que he podido conocer que a las autoridades electas que me conciernen que no conozco. No sé quiénes son esos cargos electos por las masas, ignoro sus anhelos, no los siento, aunque los presiento y los temo, recelo. Comparto poco con ellos. Es mi forma irrenunciable de elitismo.

Como la democracia es el menos malo de los sistemas políticos y a la vez un abuso de la estadística, como decía el genial reaccionario Borges, la gente, los votantes, y antes los partidos, los medios y la Red, es seguro que se terminará eligiendo a un boludo. Lo harán las moscas, esos insectos carroñeros que no polinizan nada más que la miseria. Pero si hay suerte será el menos boludo de los boludos; en el país de los ciegos el tuerto es el rey. Creo que es lo que ha pasado en algunos sitios donde hemos tenido esa fortuna. En otros no. En Marte no hay moscas ni boludos. Por ahora, pero si como me temo terminamos colonizando nuestro planeta vecino trasladaremos allí todos nuestros problemas no resueltos. Paradojas de este progreso cojo. 

Una reflexión final. Puede que la democracia sea el abuso de las mayorías que decía Borges, pero la calidad de una democracia se define mejor por el respeto a las minorías y también por el respeto no sólo a sus ciudadanos, los que están dentro, sino por el respeto a los que están fuera, aguardando en sus fronteras.



miércoles, 22 de mayo de 2019

Paseo





Me topo con un habitual. Es un saxofonista y su perro. El instrumento y los aullidos del perro están afinados a la par. El resultado es absolutamente irreal, insólito, genial. Hablamos sobre la edad de su perro; es más joven que el saxo. Voy de flâneur, bajo los auspicios de mi querido Baudelaire, de paseante divagante y vagabundo. Afinar la mirada, aprender a observar y luego preguntarse. A la altura de Atocha que pocos saben que es esparto en vascuence (Stipa tenacisssima).

Cuando paseo, como buen seguidor del Baudelaire del Spleen de París —esos maravillosos Pequeños poemas en prosa, que es cómo fueron titulados póstuma y originalmente al final de la edición de sus obras completas de los que se cumplen este año 150— miro y observo para ver, divago por mi itinerario, incurro en la melancolía, acecho la estupidez hipócrita, pero también atisbo la belleza, esa  otra forma de verdad. No noto como me atraviesan los neutrinos, esas insidiosas partículas tan elementales que no tienen carga ni masa. En cambio siento el paso, la sensación del paso del tiempo, sobre mí y sobre lo que me rodea. Donde había una tasca maravillosa ahora hay una tienda de telefonía móvil perfectamente prescindible: los esmarfones te dan respuestas a preguntas que no te haces, yo me hago preguntas que no me pueden responder esos trastos tan indispensables como prescindibles si nos paramos (o seguimos andando, no pasa nada) a pensar un poco, porque siguen al pie de la letra la señalización de Thackeray, tan visionario, en la Feria de las vanidades: la gente necesita una cosa, por consiguiente se le suministra, o bien, a la gente se la suministra una cosa para que termine necesitándola.   

A la puerta de una iglesia fea pero digna dos mendigos se arropan en sus escaleras, como si nunca hubiera concluido la Edad Media, y es que no ha acabado, al menos en lo que a religión y moral se refiere. Las cacas no recogidas de los perros me mantienen alerta por donde piso, pero la aversión me la despiertan otras cosas, incluidos los dueños de perros que no se molestan en recogerlas. Las robinias están en flor, los castaños de Indias también alzan sus panículas que en los tratados antiguos de botánica se llaman tirsos, y Tirso de Molina, su plaza, anda cerca; me pregunto si habrá una relación etimológica, siempre tan creativa y poco de fiar. 

Paseo vagamente. Lo hago vagando: vagandando. Procuro pensar globalmente y actuar localmente, como recomienda la máxima verde y que no sólo incumplen los políticos de toda laya, sino que practican la inversa: piensan localmente: las elecciones próximas, las buenas relaciones con los de “arriba” de su pesebre que les aseguran su pienso (luego no existen, pero se sienten, al revés que los neutrinos) y por consiguiente actúan dejándose llevar, pero fingen retóricamente y así lo proclaman que piensan globalmente, que el hambre en África es un tremendo problemón mientras votan a favor de las vallas asesinas y las devoluciones a ese hambre del que huyen los oriundos. Mientras, los poderes financieros (redundancia) piensan globalmente y actúan globalmente, pero también muy pero que muy localmente: en su exclusivo y propio ombligo, es decir, su buche y su repleta faltriquera. El feminismo, exitoso, y el ecologismo (abducido por modas verdes) son planteamientos globales aunque actúen a menudo localmente (y eso no basta, hay que actuar también globalmente). Por eso son tan detestados por los nacionalismos identitarios (redundancia), que son enfoques locales y ombliguistas, miopes egoistas. Ahí están, en todas partes, como los malvados dioses que son, Google, Facebook, Amazon y Microsoft. También Shell, Exxon, Chevron y BP, mientras desaparecen Mantequerías López y Zapatería Hermanos Hernando, no digamos la alpargatería La moderna (ironía) que elaboraba con ese esparto que da nombre a la plaza de Atocha cuya estación de metro ha sido cambiada de nombre sin piedad ni respeto por una superflua Estación de las Artes, para satisfacción del turismo de masas; otra actividad comercial expoliadora (llamarla ‘industria’ es un exceso) que deja casi todos los beneficios fuera del ámbito que destruye. Todo es capitalismo, economía de mercado, del mismo modo que Donald Trump o Bin Laden son tan seres humanos (aunque no 'tan humanos’) como Nelson Mandela o Niels Bohr. 

Frente a la libertad y la educación que nos hará libres, o el más modesto del que contamina paga, el que contamina se enriquece, como el que destruye la belleza, que es lo mismo que destruir la verdad. Ambas cosas se practican simultáneamente, y nos empobrecen a todos los demás no sin antes hacernos más bobos (y tomarnos por tales). Entro en la mantequería a comprar cuarto kilo de alubias de Tolosa. Donde comen dos comen cuatro, se decía antes. No, donde comen dos muy bien pasan hambre cuatrocientos.


lunes, 6 de mayo de 2019

No tirar papeles al suelo mientras se cultiva el huerto






Podemos usar una manifestación habitual de civismo como sinécdoque de nuestro comportamiento con el entorno inmediato. Están los que tiran papeles al suelo, y dentro de estos los que lo hacen siempre, mucho o sólo a veces o poco, y los que no lo hacen. Entre los primeros están los que lo hacen involuntariamente, sin darse cuenta, esos incultos, y los que lo hacen conscientemente, esos incívicos; son, por ejemplo, los que si les reprochas su actitud afirman sobrados que para eso están los barrenderos (Bueno, ellos son ‘los que les dan trabajo’, en sus varias acepciones, pero ¿y si no los hay, o sólo de tiempo en tiempo?). Al inicio de la andadura de los verdes alemanes, a comienzos de los años ochenta del pasado siglo, uno de los voluntariosos lemas que se usaban es el de que había que barrer la puerta de uno mismo (nueva metáfora hiperbólica) y así se conseguiría un planeta más limpio para todos. El fallo de esta consigna reside en el mismo error que el de considerar a la especie humana como un parásito de la Tierra y en especial de su Biosfera: diluir la responsabilidad de unos pocos, con capacidad suprema de alterar y dañar el medio, entre todos. A favor tenía el hecho incontestable de que solo con un cambio de los comportamientos individuales a nuestro alcance podíamos conseguir esos objetivos para mejorar la salud del medio. Los incultos de nuestro ejemplo que no se dan cuenta de su mala costumbre se pueden atraer al campo correcto con información y educación, pero los que confían sólo en los barrederos son de la misma estirpe de los negacionistas del cambio climático y de los que creen a pies juntillas que los problemas generados por nuestro modo tecnológico y consumista de vida se solucionan con más tecnología (y más consumo, sobre todo de más tecnología). Los humanos de a pie podemos aportar nuestro granito de arena de ese no tan humilde modo. Sobre todo tenemos en nuestras manos dos aparentemente modestos utensilios: el voto y el consumo. Este último es un instrumento poderoso, porque somos muchos, consumidores lo somos todos en mayor o menor medida; consumistas sólo los que pueden. Esto puede ser “reconducido” por los poderes económicos (redundancia) a una forma de consumo verde de élite, y de paso la lucha a favor del medio ambiente se convierte en una novedosa oportunidad de negocio, desde los paneles solares a los empleos de anticontaminadores o los fabricante de filtros. Sólo el concepto de huella ecológica (ecological footprint), es decir, del rastro que deja cualquier actividad o producto por inocuo que pueda parecer en el entorno, corrige ese maximalismo buenista y diluyente de responsabilidades. Los que afanosamente barren las puertas de sus casas no parecen percibir que tienen casa, escobas y tiempo para limpiar por el simple azaroso privilegio de haber nacido en un país rico que extrae de otras zonas pobres del planeta su propio bienestar. Por eso, mientras no se obligue de algún modo (no sé cómo) a los poderes a reconsiderar su forma de obtener beneficios (esa mezcla explosiva de codicia e ignorancia), es decir, dejemos de diluir sus responsabilidades entre todos, incluidas sus víctimas, el consumo responsable solo será una parte de la boyante economía del negocio ecologista. Nadie discute, supongo, que en una ciudad es mejor, al menos a primera vista, usar tranvías eléctricos como transporte público que vehículos individuales quemadores de derivados del petróleo. Pero a veces se olvida que para generar esa electricidad (sigamos el rastro de la huella ecológica de nuestro tranvía) a lo peor hay que inundar más o menos lejos de nuestra ciudad un fértil valle para construir un embalse que genere energía hidroeléctrica. Pensar globalmente y actuar localmente, otra consigna más afortunada de los Verdes. No tire papeles al suelo, pero tampoco olvide cómo se ha fabricado ese papel que deposita escrupulosamente en la papelera y, aún más importante, si era necesario fabricarlo, porque la austeridad sensata es un paso más allá del civismo. Mejor con menos (mejor para todos, no para ti)

En mi primera juventud, más rebelde que revolucionaría, era más urgente luchar contra la dictadura de Franco que contra el cambio climático, que ni siquiera se había divulgado como problema. Hablo de finales de los sesenta y principios de los setenta del siglo pasado. Por cierto, así como el término dictadura se ajusta bien al régimen franquista, por muchos eufemismos que algunos reaccionarios nostálgicos quieran poner en su lugar, lo de ‘cambio climático’ es una expresión tan desafortunada y redundante al menos como la de medio ambiente para traducir el environment. Porque el clima es cambio por definición y funciona como un osciloscopio de ondas amplias (periodos geológicos), medias (glaciaciones) y cortas, en el rango de millones de años, cientos de miles y siglos, respectivamente. Mejor sería emplear la de calentamiento global, incremento exponencial del efecto invernadero, aceleración del cambio climático o alguna otra menos intuitiva pero más exacta, como el aumento de energía en las cubiertas fluidas del planeta que explica mejor el incremento de fenómenos meteorológicos explosivos como los huracanes.

A tenor de lo anterior, algunos ‘rojos’ poco reciclados deducen hoy que esa prioridad de la lucha contra la dictadura frente a los problemas ambientales no se explicaba por razón de aquel tiempo, del contexto histórico, y con clara displicencia se nos decía a algunos irredentos que señalábamos los desmanes ecológicos que ya sufría la Península —como por ejemplo la cementación de nuestras costas con una línea de horrendos edificios, o la destrucción de los bosques —que “ya tendríamos tiempo de cultivar el huerto cuando hubiéramos solucionado lo político”. Como si una cosa excluyera a la otra o como si no fueran políticos también los problemas ambientales.

Muchos de los problemas ambientales que denunciábamos y que siguen tristemente vigentes, como el agotamiento de los recursos y la extinción de especies (Pobreza), la Contaminación (Pollution) y el incremento demográfico (Población), las tres P del ecólogo Edward J. Kormondy al que hoy casi nadie menciona, se situaban temporalmente en un futuro, aunque apremiante y cercano. Pero en realidad no hacía falta viajar en el tiempo para ver ya tales terribles realidades cumplidas. Bastaba con hacerlo en el espacio, hacia esas enormes zonas olvidadas por los opulentos (los que cultivaban sus huertos y  jardines) que se denominaban Tercer Mundo, Sur, o Periferia que ahora son presas de esa plaga moderna que es el turismo de masas. Porque la justicia, llamémosla así, o la solidaridad geopolítica, y la temporal (nuestra obligación hacia las siguientes generaciones de legarles un mundo no peor) están intrincadamente relacionadas, y la primera es condición de la segunda.

El sentimiento de aprecio por la naturaleza, tal como habitualmente se considera, es de raíz claramente urbana. El campesino con la sudada frente inclinada sobre la esteva del arado no tiene muchas ocasiones de deleitarse con la belleza de ese entorno que el mismo contribuye a mantener. O el pastor. Nadie que se busca el sustento en el medio natural lo hace, aunque eso no quiere decir, ni mucho menos que no lo aprecie, pero su estética es completamente distinta a la del visitante esporádico y ajeno. Una de las deficiencias más graves y relevantes del ecologismo habitual es la de promover una sensibilidad previa al conocimiento del entorno. En realidad y como tantos otros es un problema que radica en confundir la educación con el adoctrinamiento. Es a partir del conocimiento cuando puede surgir un aprecio y una valoración menos superficial. Lo contrario es, por así decirlo, colocar la carreta delante de los bueyes y, por eso la supuesta sensibilidad se torna superficial sensiblería. Es obvio que los campesinos no suelen tener un conocimiento científico de la naturaleza, pero lo tienen empírico, por prueba y error, y así saben, por ejemplo, que arar a favor de pendiente provoca la pérdida de suelo fértil por erosión.

Pese a eso, hoy en día me gustan infinitamente más esos jóvenes que reivindican poder "cultivar el huerto", por asumir la expresión del viejo rojo, que los que se adscriben a una ideología con su paquete de dogmas a cuestas. Pero me matizo a mí mismo: hace muchos años, cuando surgían en la entonces Alemania Federal los primeros “verdes”, un político bávaro hoy felizmente olvidado advertía que había que tener cuidado con ellos porque eran como las sandías: verdes por fuera y rojos por dentro. Yo, dentro de mis modestas posibilidades, le repliqué en un medio de prensa escrita hoy desaparecido que más bien los llamados verdes deberían aspirar a ser como los tomates: verdes primero y rojos cuando madurasen. Porque está suficientemente demostrado que el capitalismo como apropiador de la plusvalía, del sudor de tantos, es el mismo agente social y político que el que destruye el entorno. Caras de la misma moneda y, por tanto, de la misma lucha si queremos un futuro mejor y un planeta más habitable y justo. Parece que el feminismo lo ha entendido mejor y se ha dado cuenta hace tiempo que su lucha (que debería ser la de todos y no sólo la de ellas) no es contra los varones sino contra una cultura patriarcal y un sistema económico discriminatorio.

Ahora además tenemos menos catecismos ideológicos (confío), más información; plagada, eso sí, de ruido (falsedades, inexactitudes), como se señala en Teoría de la Información; más conocimientos (no suficientemente extendidos entre la población general: nuevamente la educación) y más medios, aunque lamentablemente también más urgencia. El osciloscopio climático, en su rango temporal más inmediato, está cambiando demasiado bruscamente, lo que implica mayores dificultades de adaptación de las sociedades humanas y de muchísimas otras especies. El Planeta, como se suele decir con otra expresión incorrecta, no está en peligro, como no lo estuvo ni en las glaciaciones ni en el Pérmico hace más de 250 millones de años (el momento de la mayor extinción masiva de especies en la historia de la Tierra), pero los humanos y nuestra forma de vida, basaba en una brutal balanza entre el despilfarro y la pobreza, y muchas miles de especies que nos acompañan sí. Los ricos y los poderosos, que son lo mismo, están en guerra contra los demás y contra este planeta como hogar de todos, y la están ganando, o sea, perdemos todos. La nave se hunde, aunque, por el momento, unos pocos viajen en las cubiertas y camarotes de lujo y una vergonzosa mayoría hacinados en sentinas y bodegas. Que siga tocando la orquesta. Los mansos, que no lo son en el fondo, esto es, las bacterias y muchos otros organismos supuestamente 'inferiores', heredarán la Tierra. Y el Planeta tan contento, nosotros no estaremos allí para lamentarnos.

Un antiguo amigo economista tenía siempre la mala costumbre de calificar a la especie humana como un parasito. Eso implica a mi juicio dos errores. El primero, diluir la responsabilidad de una numerosa minoría, que se guía por esa mezcla de codicia e ignorancia más explosiva que la dinamita entre todos, incluidas las víctimas. El segundo error es considerar el parasitismo similar a las plagas. El parasito está siempre obligado a adoptar una forma de vida extrema similar a la predación. Es como considerar malvado al león porque caza gacelas (que es por cierto lo que hacen los cazadores humanos con  las otras especies como el zorro o el meloncillo que, en inferioridad de condiciones, compiten con ellos y por eso las llaman ‘alimañas’). En cambio, una plaga puede estar constituida por cualquier especie "noble" —como los elefantes o nosotros— que por diversas circunstancias crece desmesuradamente provocando perjuicios al entorno y a sí misma en última instancia. En la plaga no existe un determinismo obligatorio, sino una alteración de las condiciones ambientales. Los humanos, en efecto, nos hemos convertido en una plaga (unos más que otros).