"La verdad es un tejido de interpretaciones y
no una suma de datos." Gianni Vattimo. Esta frase que soltó recientemente
en una entrevista el filósofo turinés expresa concisa y perfectamente la
confusión, que yo señalaba en un post anterior, entre información y
conocimiento. Confusión inadvertida por muchos e interesada por unos pocos. E implica más
cosas. Los omnipresentes algoritmos que ya organizan tantos aspectos de nuestra
actividad son algo más que una suma de datos, pero sólo son una organización
más o menos sofisticada de esos datos. Por eso es tan importante el lenguaje,
cada vez más simplista por otra parte y por lo general, para obtener una trama, un tejido, los dichosos matices.
Los algoritmos, a mi modo de ver no son inocuas fórmulas para detectar
tendencias. Son como inanimados "expertos". Y los expertos, lo he
dicho muchas veces, tienen el problema de traer pensadas las respuestas de
antemano (a partir de los datos que atesoran), cuando lo importante, siempre,
en la ciencia y en la vida, en el conocimiento y en la sabiduría, son las
preguntas. ¿Nos preguntamos suficientemente o sólo nos alarmamos por lo que
supuestamente nos dicen los datos, los algoritmos y los expertos? ¿No sería
mejor apartarse de tanto bullicio, tanto determinismo y buscar en la soledad y
en el silencio, esos dos elementos hoy tan difíciles de obtener y a los que
incluso dedicamos nuestros mayores temores?
Pero no todas las preguntas son equivalentes. Por
ejemplo, mí no me importa si existe Dios. De hecho, me parece una mala
pregunta, porque hay un axioma en ciencia que sin estar formulado explícitamente
viene a decir que las preguntas relevantes son las que tarde o temprano podemos responder, y en
el caso de Dios no sólo no me importa la pregunta sino tampoco la respuesta.
Puedo vivir perfectamente sin Dios, me parece prescindible, pero lo que sí puedo, y de hecho lo hago, es
entender su necesidad para tantos millones de personas. Al igual que puedo
entender a los millones de pobres que votan a líderes de derechas. Esas son a mi juicio las preguntas adecuadas: por qué tanta gente necesita creer en un dios, por qué tantos que no son interesados opulentos son reaccionarios y apoyan a las políticas de derechas.
En cambio, me interesa profundamente llegar a
atisbar, que no conocer, por qué el mundo actual es como es. En parte las
claves para la respuesta residen en la Historia, que señala las inercias y
derivas desde las que venimos. También me interesa la neurociencia, que va
desvelando no sólo las potencialidades del ser humano, sino sus deficiencias. Y
la psicopatología de unas masas que se comportan de forma mucho más alarmantes
que el mayor de los psicópatas individuales y al modo del mito de los lemmings
nos empujan hacia el abismo. Bien que lo sabían y lo saben todos los fascismos
y posfascismos. La tecnología y su aceleradísimo avance solo me interesan como
contexto, incluida la informática y el auge de lo digital, ni me fascinan ni me
aterran: el ser humano sigue siendo el mismo ángel y demonio que inventó la
bifaz de pedernal, la rueda y el chip. Pero sobre todo me preocupa el deterioro o la
insuficiencia del lenguaje, tanto oral como escrito, para aclararnos entre nosotros.
El mayor logro de la especie humana, mayor que el fuego (la tecnología) parece
olvidarse o utizarse públicamente para disfrazar la verdad o incluso engañar.
Las famosas fake news que han existido siempre pero ahora con un alcance y
difusión inéditas. Bien lo han sabido todos los fascismos, dictaduras,
publicistas y vendedores ambulantes, La máxima goebbeliana de que una mentira
repetida suficientemente suplanta a la verdad.
Alguien dijo que ojalá los dioses le libraran de vivir en un tiempo interesante. Vivimos en tiempos interesantes, como señalaba un
comentarista de este blog. Cambiantes a una velocidad inédita en la Historia;
exponencialmente cambiantes. En el transcurso de una vida individual (la mía, cuál
si no) el cambio ha sido exponencial. Cuando yo nací la ONU recién estrenada
estimaba la población humana en 2.600 millones. Ahora mismo se ha triplicado
casí. En 1950, cinco años después de la fundación de las Naciones Unidas, se
estimaba que la población mundial
era de 2.600 millones de personas. Se alcanzaron los 5.000 millones en 1987 y,
en 1999, los 6.000 millones. En octubre de 2011, se estimaba que la población mundial era de 7.000
millones de personas. Una plaga. ¿Moriremos de éxito? En todo caso algunos lo
están haciendo a millones también ya mismo, y no por el factor éxito, sino por
el de la desigualdad, un gradiente, una variante de potencial que parece ser el
verdadero motor de la economía capitalista. Otra pregunta que me interesa:
¿para qué sirve la economía al uso, para darnos respuestas o para imponérnoslas
desde la ideología? ¿Para señalar alternativas o para decirnos que no las hay?
Los niños y jóvenes corrientes y comunes juegan a
videojuegos con una habilidad pasmosa para sus mayores. Los más listos son
capaces de diseñarlos, pero sólo un mínima parte de esos jóvenes se preguntarán
sobre las implicaciones de todo tipo de esos artefactos de entretenimiento.
Siempre ha sido así. La Humanidad solo es una panda de borregos, ahora
convertida en plaga, de la que destacan solo unos pocos que son los que rompen
el tejido social de conformidad aplastante y rotunda. Gracias a esos pocos
estamos donde estamos para bien y para mal. ¿El resto? En resto, gente como tú y
yo, amable lector, uno entre miles de millones que sumados hoy y bien
manipulados contamos -nunca mejor dicho- más que esos escasos genios que surgen
entre la masa informe. Como en el cuento del flautista de Hamelin, lo
importante, lo decisivo, son las ratas. O las moscas, miles de millones de
ellas que comen mierda y, por tanto, no pueden equivocarse ¿O sí?