lunes, 27 de julio de 2020

Mi jardín amurallado





Los jardines. Un jardín. O los jardines y la jardinería como realidad, distinta, variada, diversa, y el jardín como metáfora. Metáfora de la conciliación entre opuestos como la ciudad y el campo o entre la naturaleza y la cultura, siendo la primera de esta última, no lo olvidemos, la agricultura. La jardinería es control y conquista de la naturaleza, pero con una obviedad liminar mencionada por Paracelso: a la naturaleza solo se la domina respetándola, algo que han olvidado todos los tecnócratas que en el mundo han sido. Lo mismo sucede al educar a un perro: se trata de mantener los hábitos maravillosos e innatos del can, pero sometiendo los indeseados. Tanto perro maleducado hay en las ciudades porque sus amos han conseguido justo lo contrario. Como casi todo, los jardines están sometidos a modas paisajísticas, no suelen ser interesantes. Pero también, como el jardín no sólo es un desafío a la naturaleza sino al tiempo, los más interesantes suelen estar sometidos al estilo de su época, los jardines históricos.


Yo también tengo un jardín, o algo parecido, lo que junto a un perro correctamente educado y una biblioteca, recursos para comer todos los días y viajar de vez en cuando sin coincidir con turistas, son los lujos más deseables para mí. Mi jardín en realidad es un patio emparrado con unos canteros con algunos árboles. La casa era una vieja casa de pastores en la que permanecen unos bebederos y un comedero tallados en granito de la vecina sierra que son tan hermosos en sus rotundas formas que cualquier escultura de Henry Moore. Las hijas de ese matrimonio de pastores que me vendieron la casa habían prolongado la modesta vivienda hacia adelante, a costa de parte de ese patio, para instalar un baño moderno y una cocina con chimenea. La antigua cocina, al fondo de la casa es mi dormitorio, la que tiene el techo más bajo y la más amplia, da a un pequeño, diminuto prado, donde sembré una cica, una adelfa que está enorme ya, una higuera, un laurel y un olivo. A la parte de la casa antigua la recorre una troje abuhardillada que se ha habilitado de biblioteca y mesas de trabajo.


El patio tiene algo más de cien metros cuadrados y está cubierto por un frondoso emparrado de uvas garnachas y palomino, son cuatro parras, pero solo una de ellas del grosor del muslo de un hombre fornido y probablemente de la edad original de la casa ya se encarga de cubrir, ella sola, la mitad del recinto. Porque es un recinto amurallado en linde con otras dos edificaciones, y en el extremo opuesto está el antiguo pajar también rehabilitado en salón. Por mi parte yo he sembrado en los canteros un jazmín, un granado, un acebuche y probablemente los mirlos, capaces de soportar las toxinas de sus frutos, se han encargado y me han cagado un hermoso laurel. En su día tuve también una hermosa y fragante mata de hierba luisa, pero una poda inexperta perpetrada por mí la mató. El granado tiene su historia en la que intervienen sus antiguos dueños y el viejo pregonero del pueblo. Había un granado que fue sacrificado al ampliar hacia adelante la vieja casa, pero el pregonero del pueblo se llevó un esqueje que sembró en su propio patio. En el mundo rural los frutales no son simples árboles genéricos, sino que hay individuos más apreciados, y el granado del tío Vidal y Mamerta daban las mejores granadas. Ese esqueje prosperó y de ese segundo árbol vino un nuevo esqueje, clon, que sustituyó al abuelo eliminado.


En mi patio hace siempre en verano entre cinco y diez grados menos que en la calle, lo que es muy de agradecer en la vertiente sur, de solana, de Gredos, y dentro de la casa de gruesos muros de piedra otros tantos menos que en el patio, echar la cuenta con relación a la calle. Así que la casa no tiene ni necesita aire acondicionado, está ya acondicionada. 


No he cambiado el suelo del patio de cemento con algunos cantos incrustados. La razón está en los vegetales más longevos del recinto: el musgo, probablemente centenario. Escoltando la fuente hay dos grandes tiestos con aspidistras y coloreando, cuando es época, los canteros, multitud de oxalis (vinagrillos) de flores rosas intensas.


Este patio emparrado, más verde que florido, es una realidad rural, pueblerina, campesina si se quiere. Nada que ver con los jardines de los chalés, por fortuna poco abundantes, de la zona. Pero también es una metáfora: recordad que es un patio amplio, cubierto de hojas que le dan cierto aspecto de mundo sumergido, de verde submarino, pero también está tapiado, confinado y aún así tiene un pozo medianero compartido con su vecino hortelano, el bueno de Sinfo que hace los tomates más sabrosos y olorosos del mundo. Sí, a mí me gusta pensar que soy como mi patio.


domingo, 19 de julio de 2020

Relato ateo para una Francia laica


Ojito con esta Francia laica que va a dejar como piojos tuertos a los quema conventos del inicio de nuestra Guerra Civil. Ya comprenderéis que si un monaguillo es capaz de quemar una catedral —la de Nantes, este verano, después de Notre Dame de Paris, y las casualidades no existen— puede que lo siguiente sea secuestrar al papa Francisco, el Anumérico, para volver a instalarlo en Aviñón. Están pasando cosas muy raras, y no me refiero sólo a la pandemia. Ahí están esos que se saludan tocándose los codos. Parecen pollitos educados, con sus alitas cortas, y como no miden bien las distancias se inclinan además patéticamente. El codo es un arma más letal que el puño cerrado y la mano, como saben muy bien los practicantes de ese arte marcial, que incluye la patada en los huevos y el cabezazo en la nariz y que se llama lucha callejera.

Pero bueno, a lo que iba. Se respira laicismo en el aire y los golosos compradores de pasteles los domingos van a tener que buscarse otra coartada que no sea la de salir de misa (o salir a misa, tanto da). Por eso yo me he puesto a escribir un cuento ateo. Como bien dice un judío jasidico rebotado, los antisemitas no saben nada de judaísmo, pero en cambio lo ateos sabemos un montón de religión. Al menos lo esencial, lo infumables que son todas a la luz de la razón, de ahí la necesidad de la fe, no les queda otra a los creyentes, con todos mis respetos a su fe y exigiendo la recíproca a mi razón.

El cuento va de Dios con Alzheimer. No un dios, sino Dios, el Creador, el Demiurgo. Los gnósticos, que iban de hilar fino, afirmaban la posibilidad de un demiurgo que había creado el mundo y a los humanos y luego se había ‘olvidado’ (pasado) de ellos. Ni prestaba atención a las plegarias ni se ocupaba ya de nosotros. Yo voy más allá, lo mío es distinto. Se trata de Dios con Alzheimer, o sea, que no recuerda quién es o quién ha sido y desde luego no se considera protagonista del Génesis. No sé como no se le ha ocurrido a nadie hacer un bolero bien sentimental con el Génesis: Él nos lo dio todo, paraíso incluido, animales y plantas, todo y nuestros padres, desagradecidos, van e incurren en la única prohibición explícita, la de comer del dichoso árbol. Y claro les ponen de patitas en la calle. Uno no puede dejar de pensar en la premeditación divina, en todo el tinglado creacionista total para largarnos a que nos las apañemos solos, como estaba previsto desde el principio, digo yo, divino sadismo.

Pero mi relato no va de eso. Dios no recuerda que es Dios mientras que el diablo se descojona del Pobre. Pero no, Dios no ha perdido sus poderes, sólo su memoria, de modo que cuando estornuda provoca una pandemia o un tsunami, una erupción volcánica o una sequía espantosa (le tiene manía a los negros, porque siempre les toca a ellos). Por supuesto el Diablo no hace nada por remediar todo eso, va de racionalista cartesiano y le convence a Dios una y otra vez, desastre tras desastre, que son fuerzas naturales, atracciones gravitatorias, alteraciones del eje terrestre, calentamiento global, deriva de los continentes, el capitalismo salvaje o el otro… las responsables, pero no ese inmenso poder divino; un Divino Maltratador sin saberlo, como tantos. Pobre Dios. Por eso algunos cretinos dicen que visto como va el mundo, como fue en el pasado y como irá en el futuro, es obvio que Dios no existe, pero el Diablo sí. No entienden nada. Cada vez que no os ponéis la mascarilla es porque sabéis por ciencia infusa que los virus no existen, que son un invento de las multinacionales, que en realidad es Dios estornudando. Pero no olvidéis que el diablo le susurra a Dios lecciones de virología mientras Este sigue estornudando.

martes, 14 de julio de 2020

hibakujumoku




La ciencia no es la única forma de conocimiento, pero sí la más exitosa; y no lo es por su capacidad de responder preguntas tanto como por la capacidad de formularse las adecuadas. Entre estas últimas no están las de si existe Dios o si estamos aquí para algo distinto a vivir y morir. Los humanos no siempre nos hacemos las preguntas adecuadas en nuestras vidas diarias; alguien se pregunta por qué le ha abandonado la mujer a la que ama, pero no se pregunta por qué no lo hizo antes, siendo como es él. Los analistas se preguntan por qué baja la bolsa, pero pocas veces por qué sube.



El genocidio perpetrado por Estados Unidos en la Segunda Guerra Mundial jamás juzgado, el lanzamiento de bombas nucleares sobre poblaciones civiles en Japón, provocó en Hiroshima una ruina total de la ciudad en un radio de kilómetro y medio desde donde explotó Little Boy con un calor de 1500 grados y una intensa radiación. Pero un eucalipto sobrevivió, y no fue el único, lo hicieron otros ciento setenta más. Los japoneses los llaman hibakujumoku, árboles supervivientes. Cada uno de ellos tiene una placa conmemorativa. Por qué sobrevivieron, esa es la pregunta. Hace sesenta y seis millones de años un meteorito, un asteroide de diez kilómetros de diámetro, impactó sobre la Tierra en lo que hoy es el Yucatán mexicano. Su potencia fue la de mil millones de bombas como la de Hiroshima, y sí, claro, extinguió a los dinosaurios tras el consiguiente invierno nuclear que ocultó la luz del sol durante siglos, pero… la mayoría de las plantas y árboles de entonces sobrevivieron. ¿Por qué? Por supuesto desaparecieron muchos bosques y especies vegetales, pero la mayoría de las familias resistieron y en el breve espacio de un millón de años casi todo volvió a ser lo que era; sin dinosaurios, salvo los pájaros, eso sí.



Si entras en la sabana y matas a todos los animales (¿poniendo a unos cientos de Borbones a ello?), los rebaños de cebras, gacelas y ñus, los leones y hienas, todo, pues desaparecen, pero si talas un bosque este vuelve a crecer, aunque de formas distintas. Cuando talas algunas especies de árboles, ellos no lo saben y siguen enviando agua y alimento desde sus raíces, y muy a menudo el tocón vuelve a renacer, del suelo saldrán brotes o germinarán semillas ocultas. También tras un incendio. O tras una inundación.



Puede que desaparezca el tigre o el lobo. Incluso puede que desaparezca la selva del Amazonas y las demás pluvisilvas ecuatoriales. Puede que desaparezca la mayor selva del mundo: el bosque boreal de coníferas, la taiga, que se extiende desde Escandinavia a Siberia, pero ¿desaparecerán los árboles, la hierba, los matorrales, los líquenes, las algas, las bacterias y las cianofíceas, es decir, el conjunto de los seres fotosintéticos que inician el girar sostenible de la vida en la Tierra? ¿No es una presunción tonta la de ese ecologismo que clama por salvar el planeta? ¿Y no es una presunción tonta el colocar a los animales, tan dependientes de todo y en especial del resto de la biosfera por encima de los humildes y resistentes vegetales? Una cosa sí está clara: los humanos no somos hibakujumokus. Nosotros sí necesitamos salvarnos, salvemos la humanidad de... los seres humanos, y de paso a muchos de los seres vivos que nos acompañan.

Hoy, al salir de paseo, me ha alegrado el día un descubrimiento humilde. Entre las grietas de unos ladrillos, en una calle atestada de automóviles, he visto las diminutas flores y las bonitas hojas rastreras de la Cymbalaria muralis, la picardia o hierba de campanario, mi modesto y particular hibakujumoku en medio de la ciudad hostil . Ahí estaba, como si nada. Como si todo diría yo.