lunes, 30 de noviembre de 2020

La nueva ley de educación y su fecha de caducidad

 



Como los yogures, cada nueva ley de educación no solo lleva la fecha de entrada en vigor en el BOE, sino también la de caducidad aunque no figure.

Pero antes, cuidado a que colegio le lleva. Le puede salir el niño polimata, francófono, pedagogo, filósofo, músico, botánico, naturalista, ilustrado heterodoxo, prerromántico y hasta suizo. Qué va a hacer con un niño así, qué va a ser de él.

Si no te llamas Emilio ni crees en la bondad natural (¡So buenista!) estás aviado. Una educación basada en la naturaleza (¿medioambiental?, no hombre, más y menos que eso) y en la experiencia, sin prejuicios ni caminos preconcebidos ni rutinas tediosas, pensada para una sociedad concreta. Vamos hombre, como si no nos hubiéramos cargado de una bendita vez (nunca mejor dicho) la malvada Institución Libre de Enseñanza, aquel nido de rojos tan viajados como poco españoles

¿Dónde va a poner la carcundia clerical el grito ante la nueva ley de educación? En el cielo, claro, dónde si no. Les gusta que sus hijos vayan a colegios de curas, donde va la gente bien, pero además quieren que se lo paguemos entre todos. Quizás no sepan que algunos de los mejores ateos, ateos convencidos, ateos practicantes, que no proselitistas como los clericales, hemos salido de colegios de curas. La educación cuando se convierte en adoctrinamiento es lo que tiene: te puede salir el tiro por la culata, en un cierto porcentaje.

La educación no es un problema de contenidos, sino de instrumentos. No hablo de ordenadores. Hablo de los instrumentos que nos permiten instruirnos a nosotros mismos, ya que en el fondo, y a menudo en la superficie, todos en mayor o menor medida somos autodidactas. No digo que los contenidos no sean importantes, sino que no son lo más importante. Por supuesto que ahora a veces se ha pasado al lado contrario y los niños saben una geografía localista, estrambótica, conocen —es un decir— el río de su comarca, pero no saben dónde está el Nilo. O una educación ambiental, ecologista que está muy bien, pero que es otro adoctrinamiento de signo opuesto: amar lo que se desconoce por decreto biempensante, no conocer primero para después amar y respetar, o sea, poner el carro delante de los bueyes. Cuidar el planeta. Valiente idiotez que al planeta se la suda. Cuidar nuestro futuro, de eso se trata, y That is the Question. Poco Hamlet y pocas nueces.

La religión no cuenta para la nota. Y cuando se habla de religión no se refieren a la budista, la musulmana o la zoroastrista, ni siquiera a esa tremenda variedad cristiana que va de los calvinistas o los luteranos a los anabaptistas, los presbiterianos, aquellos entrañables hugonotes y vaya usted  a saber. Se refieren naturalmente a la católica, apostólica y romana, la nuestra, la verdadera vaya. Y tampoco cuenta la educación sexual. Eso no entra para el examen. No se da y punto. Los embarazos juveniles son un mal menor y además para educarse ya está la pornografía tan accesible hoy. Que es un sexo sin amor y sin ternura, a menudo brutal, quizás no consentido. Bueno, pero es sexo, ¿no? Un gozo: como jugar al póker y perder. Dirás ganar. Bueno eso tiene que ser ya la hostia: como el sexo con amor. Y en cualquier caso y con la venia, si disfrutan todos los participantes basta y sobra.

Instrumentos para conocer por nuestra cuenta, para entender que educarse es una tarea personal y de por vida, que nos hará libres, si lo hacemos bien, o siervos de manipuladores—y hay tantos— si no. Así, ese ex ministro de Interior parpadeante y meapilas que se defiende de pertenecer a una fétida red parapolicial afirmando que el no escribe con k, porque piensa como los chicos alternativos de barrio que eso es marginal y poco español. Maleducado, ignora que la k es española, como es latina y griega. ¿Cuándo empezó a  maleducarse el mentado exministro?, y ¿cómo se fabrica una Díaz Ayuso? Porque las Diáz Ayuso nacen y se hacen, en determinadas familias y en determinados colegios de pago. ¿Cómo se extirpa la empatía y se desarrollan los anticuerpos de los escrúpulos? ¿Cómo se llega a ser un necio (nes cius: sin ciencia), un necio además ufano de serlo. Cuando yo era un chaval menos educado que ahora, porque he seguido mal que bien educándome, se contaba un chiste brutal: “señora, si tiene un aborto no lo tire, puede llegar a ministro”. O a presidenta de una Comunidad autónoma. De momento a esperar que se carguen esta ley de educación. Y ya llevamos nueve. Mientras tanto la religión no será ya el opio del pueblo, para eso ahora están las redes sociales; pero la educación seguirá siendo un negocio de curas.

lunes, 16 de noviembre de 2020

La verdadera mala noticia sobre el covid

 "Hay otro mundo, el mundo en su totalidad. Pero está plegado en el interior de este." Richard Powers, o quizás John  Cage

 

La ilusa noción de progreso, tan inaplicable a la ética entre otras cosas, parecía obvia al menos en los campos triunfantes y siempre en ascenso de la ciencia y la tecnología, pero no. La ciencia está en declive. Caída como la capa de la conocida expresión taurina. Desde hace un tiempo. No me refiero a los inventos perniciosos, como las bombas atómicas o los teléfonos móviles y las redes sociales. O de haber desalojado justicieramente a la especie humana del centro del Universo. Más bien hablo de la biotecnología al servicio de nuestra salud. El principio del fin fue cuando alguien decidió que mejor que publicar un descubrimiento era patentarlo, primando el negocio sobre el conocimiento. Y el final del fin —porque lo habrá, ya que hay principio— está aquí ya, ahora, cuando vuelve a estar el negocio por encima del conocimiento. Se trata no ya solo de patentar antes de divulgar, sino de anunciar algo, sin haber concluido la ratificación de los pares; para que suban las acciones de aquello que ya se da por hecho que está o estará patentado. Como los anuncios recientes de las vacunas del covid. Ya lo predijo Mary Shelley y su moderno Prometeo. La ciencia está de capa caída desde el momento que la mal llamada economía, esto es, los mercados, se ha apoderado de ella. La ciencia al servicio y salvaguarda de nuestra salud. Bueno, de la salud de los que puedan pagarla.  

Habrá quien me replique diciendo que esa ciencia antivírica es muy cara y debe financiarse. Ya lo está, al menos en países menos zopencos de sol y playa. Con los impuestos.

viernes, 13 de noviembre de 2020

Monarquía española, ¡hostias, qué fallo!

 

El anterior monarca con el presidente uzbeko que le acababa de regalar un abrigo de pieles de leopardo de las nieves (Panthera uncia) de la sierra de Altái, uno de los felinos más amenazados del planeta.


Conoceréis el chiste: un deslenguado está jugando al golf con un discreto obispo que le recrimina al primero para que deje de decir a cada rato ‘¡hostias, qué fallo!’. Finalmente le advierte que, si sigue blasfemando, se abrirán los cielos, de momento límpidos y diáfanos, y un rayo le fulminará. Pero la costumbre puede más que la prevención y al siguiente fallo exclama lo mismo. En ese momento se abren los cielos y un rayo fulmina… al obispo. A continuación se oye en lo alto una voz atronadora que suelta: “¡Hostias, qué fallo!”

Con la que está cayendo, entre pandemias, crisis económicas y sociales y muerte de toda una generación en morideros, los ancianos, y muerte de otra en vida con menos futuro que el hueco de una rosquilla, los jóvenes, hay gentes preocupadas por que el anterior monarca, padre del actual, haya resultado ser un sinvergüenza huido a una satrapía árabe. Nos lo venían vendiendo poco menos que como un héroe nacional y además capicúa, porque habiendo sido consagrado rey por el anterior dictador, evitó más tarde una nueva dictadura, el Rey León, vamos. Pero si algo bueno tiene esta época es que cuando llegue el apocalipsis estaremos acostumbrados a todo.

Fallos y fallidos. Hay los consabidos Estados fallidos, desde la mafiosa Rusia actual al Sudán de la guerra de religión partido en dos o ese Israel que se comporta más como una milicia armada que como la nación moderna que debería ser. Pero más acá que allá hay democracias fallidas. unas más que otras; en realidad todas lo son en mayor o menor grado, porque la democracia es una aspiración siempre en marcha, no una meta de llegada estática para instalarse a dormir la siesta. Las hay sencillamente anacrónicas, que necesitan ponerse al día, una puesta a punto para pasar la revisión de los primeros dos siglos, como la estadounidense, a cuyas normas electorales les pasa lo que a las reglas del beisbol, que no hay quien las entienda y además estaban inicialmente pensadas para plantadores con esclavos. Y hay monarquías fallidas, como la española. O si se quiere, monarquías poco asentadas (compárese con la británica, tan llena de chanchullos como la que más, pero que forma parte intrínseca del paisaje british tanto como el detestable fish and chips). Monarquías españolas fallidas desde siempre, en mi opinión; no veo por qué va a ser mejor la de Juan Carlos I que la de Fernando VII, tan deseados ambos, tan decepcionantes finalmente. En cambio, las republicas españolas no han sido fallidas, sino traicionadas; no sólo por dictadores y monarcas más o menos absolutistas, sino por la misma parte del pueblo, en nada pequeña, aunque sí despreciable, que en otros lares vota a Trump y aquí también lo hacen fatal unos cuantos millones. Votar contra tus propios intereses es tan frecuente como hacerlo a favor. Tampoco es que haya a veces muchas opciones si te dan a elegir entre una patada en los huevos o en el cielo de la boca.

Mi amigo Pérez, que no es sospechoso desde luego de monárquico acérrimo, ni siquiera de monárquico inconsecuente, como esos que en los lejanos tiempos de la transición se definían ufanos como juancarlistas, defiende (¿defiende?, no: matiza, precisa) a Isabel la Católica como supuesta ninfómana, puesto que alguien absolutamente poderoso no está sometido a ningún capricho sexual, sino que todos los demás estamos sometidos a su capricho si se tercia. Análogamente, esos que antes eran juancarlistas, aunque no estrictamente monárquicos, son, sospecho, los mismos que ahora dicen que este don Juan Carlos, que  antaño tanto hizo por la democracia, hogaño se ha vuelto un bribón descarado, evadiendo dineros y al fisco, cazando hermosos animales en peligro de extinción en plena crisis económica y evidentemente lo más disculpable son sus amantes, no así que les regale millones que no son ahorrados de su nómina, por lo demás jugosa, aunque no le baste. Son los mismos, digo, sospecho, que ahora incoherentemente dicen que este emérito ha hecho cosas muy feas a título personal, pero no a título de rey, por lo que la monarquía no está en solfa y los que a tal institución atacan y atacamos (me apunto) no deberíamos. Pues no señor, al igual que La Católica no era propiamente ninfómana, sino que hacía su real capricho, este señor ha sido un chorizo estrictamente amparándose en sus reales prebendas: ha robado a título de rey y con el título de rey por delante: es a la institución que representó a la que daña. Cambiémosla. 

Yo no sé si el rey actual, hijo del anterior que es lo que caracteriza el tinglado: su heredabilidad, como la hemofilia o la propensión al tumor de mamas, es un santo varón (qué tal parece), pero comprenderán que eso en el fondo da igual. Trump dijo que podía disparar a alguien en la Quinta Avenida y no le pasaría nada. Es de suponer, pero en negro sobre blanco eso exactamente es ser inimputable, si eres rey en este país nuestro.

El novelista Isaac Rosa sugería genialmente procesar al emérito por graves injurias a la corona. Y tan graves. No sé si eso sería excesivo, creo que no, pero lo que sí estoy seguro es que esta última Restauración monárquica, que nunca me convenció aunque nadie me preguntó ( y quiero que me pregunten ya de una vez, a mí y al resto de mis compatriotas), debería hacer exclamar al pueblo, allá en los cielos de la democracia, "¡Hostias, qué fallo!