viernes, 29 de enero de 2021

Escribir o no escribir, de eso se trata

 

Ursula K. Le Guin, una de mis escritoras favoritas en cualquier género, aunque a ella la han encasillado en el de la Ciencia Ficción y la Fantasía, lo que es tan absurdo como decir que el Mío Cid es bélico o El Quijote un libro de caballerías— escribió “Prefiero escribir a hacer cualquier otra cosa”; lo cual es muy fuerte si tenemos encuenta que existe el sexo, la buena comida o el sol. Pero a continuación matizó que escribir es una tarea ardua que no sume al cuerpo en una actividad satisfactoria ni un alivio. Lo que pasa es que para algunas personas, entre las que modestamente me cuento, no escribir es aún peor. Es como el viejo chiste del tipo que dice que le gusta mucho jugar al póker y perder. Dirás ganar, le contesta uno; bueno, eso tiene que ser ya la hostia, replica. Podría decir que lo hago porque es lo que mejor sé hacer, pero no estoy seguro de que sea cierto. Lo cierto es que yo necesito escribir y lo suelo hacer todos los días. Comencé a escribir de encargo para viejas revistas hoy desparecidas de naturaleza, me pagaban, descubrí que me gustaba y completaba mis ingresos entonces exiguos de profe no numerario (PNN el argot de entonces). Al principio escribía a mano y mi ex mujer me lo pasaba a máquina con una copia al carbón. Un día se plantó y entonces yo empecé a escribir con dos dedos a máquina. Fue satisfactorio. Luego llegó el ordenador, y el portátil, y llevar pequeños cuadernos donde apuntar ideas y observaciones.

Hace décadas que no publico un libro, pero casi siempre escribo uno en la cabeza y muchos fragmentos de otros. Este blog es una vía de escape, como una válvula de una olla a presión. Otro de mis escritores favoritos, este no encasillado salvo en lo de ser un autor para lectores cultos y de culto, Robert Walser, escribía sus famosos microgramas en pequeños billetitos de papel de liar tabaco que muchas veces perdía o tiraba (y yo me imagino siguiendo esas preciosas miguitas detrás de él), auténticos papeles volanderos como los que recogía Cervantes en las calles para satisfacer su pasión lectora. A veces lo que leo me sirve para escribir; a veces lo que escribo me sirve para leer, para buscar un dato o para confirmarme o refutarme. Hay una simetría. A veces escribo para no leer. A veces, claro, leo para no escribir. Escribo para escapar, para aclararme, para aprender, para remediar. Y sé que la verdadera creación, de la que estoy lastimosamente alejado,  es más satisfactoria que todo lo que conozco, salvo leer algo realmente bueno.

Así que cuando no tengo nada que escribir no tengo donde escapar, ningún remedio, ninguna satisfacción. Por eso escribo. Y, como decía García Márquez, para que mis amigos me quiéran, me digan, oye qué bueno y tal. Escribo y atravieso horas y días, el laberinto de los años. En tiempos escribí poemas, que no poesía. Vidrios rotos y nalgas en la noche. Era malísimo. A favor de mi criterio lector debo decir que notaba de inmediato lo malos que eran. Algunos afamados narradores son pésimos columnistas, y a la inversa, así que dar con  el tipo de escritura no es solo cuestión de estilo, sino de lugar, de sitio literario. No tengo talento tampoco para la narrativa, para idear personajes ni urdir historias, algo más para los ambientes y los paisajes, pero con eso no basta. Bastante tengo con vivir día y noche en mí mismo como para poder hacerlo dentro de un personaje, ni me lo creo ni lo creo (ambigua semántica). Soy demasiado consciente de mi cuerpo para serlo de otros que ni siquiera llegarán a existir. Norman Mailer decía que hacía falta huevos para ser escritor; pues los míos sólo me bastan para ser yo. Y además Virginia  Woolf decía lo contrario, que lo importante sucede con independencia del género, como demuestra su Orlando, y lo siento por algunas feministas. Yo creo que el reduccionismo sexual, como el científico, no es buena cosa. Como los ensayos, o lo que sea lo que yo hago, no tienen cuerpo como las historias, y residen en la cabeza, no tengo ese problema y con o sin huevos persisto en escribir. Y también me resulta más fácil escribir contra algo que a favor, aunque finalmente he descubierto que en ambos casos escribo a favor de algo. Cuando me bloqueo, rara vez, es como cuando me estriño o no puedo orinar, atragantado, me añusgo (bonita palabra en desuso). Es lógico que lo considere una limpieza. Y lo maravilloso de la escritura es su versatilidad. Si escribo: “ahora mismo no estoy escribiendo”, estoy escribiendo, estoy mintiendo, pero también estoy diciendo la verdad. Pués eso.

martes, 26 de enero de 2021

El espejo y la luz

 


No todo es negativo. En estos días de pandemia para visitar El Prado hay que solicitar día y hora. Eso implica menos gente y la posibilidad de estar ante Las Meninas solo. Así me he dado cuenta—y cuántos antes que yo— que también aquí los árboles no dejan ver el bosque; o sea, que las figuras de los reyes, de la Infanta y su pequeña corte y el propio pintor y hasta el bufón y el mastín, todos prodigiosos, ocultan los milagros del cuadro: la luz y el espejo. El espejo no es el pretexto para que Velázquez se representara noblemente; el espejo es el verdadero tema. Y la luz. La luz es solar, nada de anacrónica electricidad, luz sabiamente dispuesta por el pintor. Y el espejo es resultado de la obsesión de artista por la Catóptrica, durante años atribuida incorrectamente a Euclides, la ciencia de los espejos. El espejo se había ya descubierto en Anatolia, de piedra pulida, hace 6.000 años. Y antes estaban las aguas limpias y claras, tranquilas de Narciso y sus émulos. Los antiguos griegos los fabricaban de bronce pulido y otros metales.

La luz solar de Las meninas resalta un cuadro sobre un espejo; en cierto sentido, ‘es’ un espejo. Es un cuadro sobre una imagen reflejada, una reflexión sobre la realidad. Velázquez está en el cuadro pintando un cuadro, el cuadro reflejo de un cuadro. Y en sus aposentos privados, donde fue originalmente la pintura, Felipe IV vería al pintor, paleta y pincel en mano, y su propio retrato reflejado en el espejo.

Por un inventario tras su muerte sabemos que Velázquez poseía diez espejos grandes, algo raro para su época y hasta para la nuestra. Los utilizaba, seguro, para dirigir la luz. Caravaggio también tenía uno, y Lorenzo Lotto se gastó una fortuna en transportar uno grande de cristal desde Venecia a Ancona.

Una habitación amplia, de techos altos, seguramente fría y en penumbra a menudo.  Es el cuarto del príncipe  en el Real Alcázar de Madrid.  Cerca de las habitaciones del propio Velázquez donde se guardaba su impresionante colección de grandes espejos. Los cuadros de las paredes son de Rubens. Los personajes son aparte del propio pintor, la pareja real, de visita sorpresa, la infanta Margarita de María, de cinco años, y su sequito humano y canino. La princesa recibe la luz principal, pero el propio Velázquez surge de las sombras. Y en espejo resplandece en el fondo, junto al hombre de la puerta, el cortesano José Nieto, en contraluz.

La luz pinta, con la luz se pinta. El pelo brillante de la infanta, los bordados de las capas cortesanas.

Es tan moderno, porque no es un cuadro sobre la infanta, ni los reyes, incluso ni el propio pintor ni su actividad. Es un cuadro sobre un cuadro, sobre un espejo (y otros ocultos), sobre la realidad, siempre engañosa. Es un cuadro para mirarlo como se lee un libro, para meditarlo. Sin hordas de japoneses alrededor. Un lujo, como los espejos.

sábado, 23 de enero de 2021

La fe del lobo

 

Impenitente lector, hay dos expresiones que me quitan las ganas de explorar un libro. Cuando dicen que es entretenido, rebajando el goce supremo de la lectura a matar el tiempo, y cuando se dice que está bien escrito; hombre eso debería ser lo mínimo, como la buena educación y los modales, una deferencia al lector que no pierde el tiempo, sino que lo emplea en la lectura de ese libro concreto y no de otro. Curiosamente, ambas son alabanzas que han recibido algunos de mis libros, por lo que recomiendo no perder el tiempo con ellos y ganarlo con los de otros, como hago yo. Pero quiero a mis libros; los quiero como el padre que quiere a sus hijos no a pesar de sus defectos, sino debido a ellos. Lo que hace entrañable los juegos de un cachorro no es su habilidad, sino su torpeza.

Yo me regalo los libros de otros, por la misma razón que un hombre no regala a su mujer un abrigo de pieles, sino que la lleva a contemplar al animal que lo lleva puesto. Nadie lo luciría mejor. El humanismo, tan alabado, es solo un sindicalismo de nuestra especie. Somos humanistas como somos gregarios desde el neolítico, por eso alabamos el rebaño en nuestra religión y detestamos al lobo solitario, cuyo dios no quiere mutitudes. La lectura es un vicio, una virtud solitaria que requiere una doctrina de la soledad. Una fe de lobo. Lo más creativo de las religiones son los herejes. Dios hizo al lobo a su imagen y semejanza y al hombre como su despiadada caricatura. Las llamadas religiones del libro tienen una gran virtud y un horrendo defecto. La virtud es situar al libro, al verbo en el centro de la adoración. El defecto es situar a un único libro excluyendo a los demás.Y de los libros excluyo el Corán, no me gustan los códigos penales.

Los cazadores suelen soltar una conocida boutade: que matan animales porque aman la naturaleza. Si tienen autoestima eso les debería conducir inexorablemente al suicidio. Y siguendo su lógica, por llamarla algo, deberían ir a los museos provistos de cuchillos para rajar los Velázquez; algunos lo hacen. Si la naturaleza es un libro abierto, el gran error es intentar solo leerlo en lugar de dejar que él te lea a tí. Los libros que más me gustan son los que me leen a mí a la vez que yo los leo a ellos, de esa reciprocidad nace un gozo inefable.

Hay algo peor que covertir un río en una cloaca a cielo abierto: convertirlo en una frontera.

viernes, 22 de enero de 2021

Antimodernos



Alguien que lo tiene todo se caracteriza porque quiere más. Le preguntaron una vez a Rockefeller cuánto era suficiente y no dudó: un poco más. Eso describe la codicia, pero también una cierta forma de estupidez, la del triunfador social.

Me viene a la mente la horrenda foto del anterior monarca posando con un hermoso elefante muerto. ¿Qué motiva a alguien que lo tiene todo a acabar con un animal como ese? Probablemente no hay una única respuesta, pero parte de todas ellas tiene que ser la de la envidia. El cazador que no caza para subsistir mata y destruye a otro ser y a la vez mata en sí mismo el resentimiento de no ser tan airoso, tan bello, tan fuerte como él. Al igual que la modernidad miserabiliza al pasado.

¿Cuál es la recompensa de observar? La aparición de un animal. La máxima recompensa que la vida puede brindar al amor a la vida. Inicialmente yo hacía transectos, recorridos observando lo que surgía a mi paso. Luego aprendí que era mucho mejor el aguardo, el rececho, permanecer quieto, en absoluto silencio, con el viento a favor, armado de paciencia, hasta hacerse invisible. Entonces los animales no te ven o te ven como una parte del paisaje, no como una amenaza bípeda semoviente. Así he logrado que las currucas salgan de la maraña de los matorrales para mostrarse o que los pinzones se posen en mis botas. Silencio e inmovilidad, conceptos contrarios a la modernidad representada por el selfie, que consiste en viajar miles de kilómetros para al final solo verse a uno mismo y no lo que te rodea. Paradigma del turista. Todos los que en diversa medida luchamos por proteger la naturaleza somos esencialmente antimodernos.

La ciencia esconde sus insuficiencias, que las tiene, en los datos numéricos; véase al respecto la avalancha de porcentajes en la actual pandemia. Ni siquiera se preguntan del dato para qué.es; una numerología supersticiosa, una cábala. Poner el mundo en números es pretencioso, no es eso lo que hace avanzar el conocimiento. De la misma forma que los biólogos hablan en latín en presencia de los animales: Podiceps ruficollis. Un grabado menos conocido del Bosco representa unos globos oculares en el suelo y orejas humanas en los troncos de los árboles; se titula El bosque tiene oídos, el campo tiene ojos. Y es así, el salvaje te mira sin que tú lo veas, indios de las praderas o negros del África. A la naturaleza le gusta esconderse, decía Heráclito. Por eso cuando dejamos de movernos y permanecemos quietos y en silencio, como un milagro, nos volvemos no sólo invisibles, sino parte de lo mismo que contemplamos.