Evidentemente, si Dios existiese —cosa que dudo por Su bien y por el mío— y fuese el creador de este desdichado mundo, no habría motivos para adorarle. Y sin embargo hay millones de adoradores de Dios, o de sus respectivas versiones, en el mundo, lo que prueba que el instinto de servidumbre voluntaria es innato en el ser humano. Luego está la libertad en internet, que es mucho más evidente que en la calle, porque en internet la gente se ahorra tener que pensar. Por eso el paraíso de las religiones está hoy en Internet y no en las semivacías iglesias occidentales. No olvidemos que los humanos más despotas actualmente son seminaristas: los taliban (es plural) ya que talib significa estudiante, pero estudiante exclusivamente del Corán, el resto les sobra. Y seminaristas han sido muchos de los terroristas y nacionalistas vesánicos desde las prerevoluciones rusas hasta las vascas.
Es posible que la anunciada muerte de Dios de Nietzsche fuera prematura, pero como dice Woody Allen, no debe encontrarse muy bien. En cualquier caso construir una imagen del mundo al margen de Dios es un empeño a mi parecer loable, aunque a menudo inútil. Porque hay fenómenos que no son sino el resurgir de la religión, como el auge del ocultismo hasta el absurdo ateismo 'científico' de la Rusia soviética, sin olvidar la actual idealización y deificación de la naturaleza, más proxima a un cierto consumismo elitista que a la sutileza del antiguo panteismo. Los hay más radicales que aseguran que la autoconciencia y el lenguaje han supuesto la ruptura con la naturaleza, y lógicamente propugnan un regreso al estado preconsciente, prelógico, primordial e inerte. A saber como se logra eso, aunque algo de tufo nietzschiano hay en todo eso. Retazos de eso los podemos reconocer en el nazismo pero también en la Contracultura estadounidense de los años cincuenta del pasado siglo, en el expresionismo y hasta en gente tan valiosa como Cézanne.
Hoy en día la experiencia de la soledad se ha transformado en un negocio de masas, como lo evidencia ese turismo de masas que, como el principio de incertidumbre cuántico, destruye inmediatamente lo que supuestamente valora. Nietzsche, figura tan adorada de los adolescentes semicultos, se ha convertido en un fenómenos Kitsch. Ya desde sus inicios, cuando el filósofo escribía el Zaratustra en el pristino aire de los montes del valle de Engadina, un pintor, Giovanni Segantini, entusiasta de esa obra, se propuso retratar esos paisajes alpinos y su obra alcanzó tanta popularidad, hoy justamente ovidada, que peregrinos y turistas empezaron a inundar esos montes antaño solitarios.
No debemos olvidar que la indudable potencia de la prosa de Nietzsche no se debe a ningún rigor intelectual, sino a su lirismo; de ahí a vulgarizarle solo hay un paso que implica siempre cursilería. Y los adolescentes, con su tosca máscara ruda, son muy cursis.
En todo caso, a mí todos esos resurgimientos, desde los diversos esoterismos al ecologismo ñoño, me parecen acciones de retaguardia sobre una secularización indudable y pujante, en la que además la ciencia no pretende usurpar a ninguna religión salvo excepciones mediocres. La ciencia es un recurso insuficiente para darle una sentido a la vida; de hecho, esa búsqueda no puede ser un objetivo científico. Por el contrario, en esta época de desaforado consumismo, el único precepto religioso es que desear algo implica merecerlo. Que se lo pregunten a la mayoría de los jóvenes. Ni siquiera se lo plantean, les parece evidente.