viernes, 27 de agosto de 2021

La cursilería de los nietzschianos

 



Evidentemente, si Dios existiese —cosa que dudo por Su bien y por el mío— y fuese el creador de este desdichado mundo, no habría motivos para adorarle. Y sin embargo hay millones de adoradores de Dios, o de sus respectivas versiones, en el mundo, lo que prueba que el instinto de servidumbre voluntaria es innato en el ser humano. Luego está la libertad en internet, que es mucho más evidente que en la calle, porque en internet la gente se ahorra tener que pensar. Por eso el paraíso de las religiones está hoy en Internet y no en las semivacías iglesias occidentales. No olvidemos que los humanos más despotas actualmente son seminaristas: los taliban (es plural) ya que talib significa estudiante, pero estudiante exclusivamente del Corán, el resto les sobra. Y seminaristas han sido muchos de los terroristas y nacionalistas vesánicos desde las prerevoluciones rusas hasta las vascas. 

Es posible que la anunciada muerte de Dios de Nietzsche fuera prematura, pero como dice Woody Allen, no debe encontrarse muy bien. En cualquier caso construir una imagen del mundo al margen de Dios es un empeño a mi parecer loable, aunque a menudo inútil. Porque hay fenómenos que no son sino el resurgir de la religión, como el auge del ocultismo hasta el absurdo ateismo 'científico' de la Rusia soviética, sin olvidar la actual idealización y deificación de la naturaleza, más proxima a un cierto consumismo elitista que a la sutileza del antiguo panteismo. Los hay más radicales que aseguran que la autoconciencia y el lenguaje han supuesto la ruptura con la naturaleza, y lógicamente propugnan un regreso al estado preconsciente, prelógico, primordial e inerte. A saber como se logra eso, aunque algo de tufo nietzschiano hay en todo eso. Retazos de eso los podemos reconocer en el nazismo pero también en la Contracultura estadounidense de los años cincuenta del pasado siglo, en el expresionismo y hasta en gente tan valiosa como Cézanne.

Hoy en día la experiencia de la soledad se ha transformado en un negocio de masas, como lo evidencia ese turismo de masas que, como el principio de incertidumbre cuántico, destruye inmediatamente lo que supuestamente valora. Nietzsche, figura tan adorada de los adolescentes semicultos, se ha convertido en un fenómenos Kitsch. Ya desde sus inicios, cuando el filósofo escribía el Zaratustra en el pristino aire de los montes del valle de Engadina, un pintor, Giovanni Segantini, entusiasta de esa obra, se propuso retratar esos paisajes alpinos y su obra alcanzó tanta popularidad, hoy justamente ovidada, que peregrinos y turistas empezaron a inundar esos montes antaño solitarios.

No debemos olvidar que la indudable potencia de la prosa de Nietzsche no se debe a ningún rigor intelectual, sino a su lirismo; de ahí a vulgarizarle solo hay un paso que implica siempre cursilería. Y los adolescentes, con su tosca máscara ruda, son muy cursis.

En todo caso, a mí todos esos resurgimientos, desde los diversos esoterismos al ecologismo ñoño, me parecen acciones de retaguardia sobre una secularización indudable y pujante, en la que además la ciencia no pretende usurpar a ninguna religión salvo excepciones mediocres. La ciencia es un recurso insuficiente para darle una sentido a la vida; de hecho, esa búsqueda no puede ser un objetivo científico. Por el contrario, en esta época de desaforado consumismo, el único precepto religioso es que desear algo implica merecerlo. Que se lo pregunten a la mayoría de los jóvenes. Ni siquiera se lo plantean, les parece evidente.


viernes, 20 de agosto de 2021

Los turistas desnudos

 

 

No creo que la televisión sea un reflejo exacto de la sociedad que parasita, sino más bien un espejo deformante, su esperpento. Basta ver esos horribles programas neocolonialistas del tipo Españoles por el mundo en los que normalmente una pareja de compatriota de los de aquí, los que está viendo el programa, instalada allá comenta divertida las extrañas peculliaridades de sus actuales vecinos. A partir de esos paraísos mostrados por la lente deformante de personas que viven 'en' pero no 'entre', se dan pistas para nuevos destinos exóticos y a partir de ahí a ahorrar, buscar el hueco en el calendario y luego todos con sus maletas con ruedines —una metáfora visual de lo que arrastran tras ellos—, o los que van de alternativos con sus mochilas, y en ese caso la metáfora es lo que cargan a sus espaldas. Cuando los occidentales viajamos (eso creemos) a otros países que llamamos ‘el extranjero’ (como la novela de Camus) llevamos con nosotros, en nuestras burbujas, las mentiras, las contradicciones, los tópicos y prejuicios, los que rigen nuestras propias vidas en nuestros sustratos sedentarios. Claro que este turismo actual es todo menos viajar y el escritor actual que mejor lo ha reflejado (en El turista desnudo, Los perdonados, etc.) es Lawrence Osborne, ese Graham Greene de nuestra época. 

Pero es lógico; es un mito antiguo que se repite en todas las culturas, actuales y pasadas, redescubiertas por antropólogos, psicoanalistas, cineastas (road movies) y mitólogos comparativos, como el gran  Joseph Campbell que el año de mi nacimiento publicó el maravilloso El héroe de las mil caras. Se trata del viaje iniciático del héroe. Su partida, iniciación, culminación y regreso. Naturalmente Ulises, pero no sólo. Encontramos esos viajes esforzados en la Grecia clásica —varios de ellos, no sólo la Odisea—, pero también en la antigua Mesopotamia, en Egipto, en la India, en el Japón y en China, en África y en Oceanía, hasta en los cuentos de hadas tradicionales de Occidente. Al fin y al cabo solo llevamos sedentarios unos pocos miles de años, antes durante cientos de miles de años fuimos migrantes (y aún hoy todos esos desposeídos), nómadas, trashumantes. Sin embargo, ahora esas hordas de turistas son los héroes de una sola cara, la que traen de casa y con la que volverán a casa. No hay nada iniciatico en sus periplos, sólo selfies.

Es justo lo opuesto, o quizás no, de ese aforismo que unos atribuyen a Pascal y otros a De Maistre, de que todos los males humanos se deben a no saber estar quietos en un sitio; la habitación propia de las mujeres independizadas de Virginia Woolf en el mejor de los casos. Lo que Campbell hizo fue buscar ese común denominador de mitos tan aparentemente dispares y aplicar la psicología de los arquetipos de Jung.

Bajo ese punto de vista, y bajo el imperativo de Campbell y Jung, veo todas esas hordas estivales en aeropuertos y estaciones; todos buscando el poder balsámico del viaje. Claro que para encontrarlo lo primero que deberían de hacer es viajar, pero ya somos irremediablemente sedentarios y hemos olvidado que antes nuestra verdadera patria estaba en nuestros pies en movimiento.

Entre tanto, el murmullo de las maletas con ruedas viola el triste adoquinado de lugares 'con encanto'  y  los desproveen inmediatamente de tal encanto. Lo dijo muy bien el poeta y su Tierra baldía:

ni sentado ni tumbado ni de pie se puede, 

no hay silencio siquiera en las montañas,

sino el seco y esteril trueno sin lluvia,

no hay soledad siquiera en las montañas,

solo huraños rostros de mofa y queja

en los umbrales de casas de adobe agrietado


 


jueves, 19 de agosto de 2021

Pensar en hopi

 

Leo que la lengua de los indios hopi, un idioma de Arizona que supongo que apenas se hablará ya allí, no tiene una palabra, ni por tanto concepto, para ‘tiempo’ ni para ‘espacio’. Así que difícilmente podrán hablar de relatividad o incluso de la Crítica de la razón pura. Podríamos imaginar un relato de ciencia ficción el que repentinamente se nos impusiera o sustituyera ese idioma. Inmediatamente todo nuestro sistema de pensamiento se desorganizaría. También para los que no saben nada de Kant o de Einstein. Porque cambiar de lengua es cambiar de pensar o de su tonalidad en términos musicales. Los límites de nuestra lengua son los de nuestro pensamiento. Por eso admiro tanto a los buenos traductores, esos navegantes entre mundos distintos. Pero no es nada nuevo. no se puede imaginar un color fuera del espectro electromagnético, pero las abejas ven el ultravioleta; ni oír un sonido fuera de nuestra escala auditiva, pero los perros pueden, etcétera. Tampoco se puede pensar fuera de las posibilidades de la lengua en que se piensa.

Lo que sí se puede es ser imbécil en tu propia lengua. Así, esos manifestantes en contra de los métodos de control de la pandemia; lo que reclaman es… su libertad. Pero ser libre frente a todo equivale a serlo frente a nada, porque ser libre no justifica nada. Como los hopi, no deben tener ese concepto en su jerga, pero aún así lo gritan.

viernes, 6 de agosto de 2021

Que el bosque nos deje ver un árbol

 

Tengo un amigo —bueno, un ex amigo por decisión suya— que colecciona países. Durante el año laboral ahorra metódicamente y luego se marcha un mes a un país o a un recorrido por varios. Después de tantos años, tiene el mundo prácticamente cubierto. Conociéndole sé que apenas se relaciona con nadie en esos viajes, pero hace muchísimas fotos. Para mí esa forma de pretender conocer el mundo es absolutamente inviable y hasta inapropiada, radicalmente errónea, aunque la comprendo. Es lo opuesto al planteamiento de la mística Juliana de Norwich que consideraba que en una minúscula avellana se podía experimentar la realidad primordial del mundo, sea lo que sea eso.

Se dice siempre que los árboles no dejan ver el bosque, o sea, la síntesis, el conjunto. Sin embargo, cuando yo empecé a hacer ecología de campo ayudando a dos compañeros del departamento en sus tesis doctorales, utilizábamos unos cuadrados de alambre de 20 por 20 centímetros para realizar transeptos, recorridos, por pastizales de la sierra madrileña. Luego se reunía la información reunida en esos cuadrados, básicamente la composición de especies vegetales en su interior, su presencia o ausencia, para tratar esos datos con análisis multifactoriales, entonces aún en pañales, y relacionar esas nubes de especies ausentes o presentes con otras variables del medio. No obstante, yo captaba en cada cuadrado un mundo entero, pleno en sí mismo, una avellana de Juliana. Siempre me ha pasado eso. Frente a ese frenético recorrer de cabo a rabo el mundo de mi ex amigo, mi ensimismamiento con un pedacito de ese mismo mundo.

Lo que propongo es un paso más allá (en realidad más acá) de lo que recomendaba en mi anterior post de aguardar quietos y en silencio (dos actitudes no muy de moda en este momento histórico frenético y ruidoso) y observar la llegada de otros seres silvestres. Lo que propongo es escoger un espacio de un metro o así de diámetro en ese mismo bosque y lugar o en otro, pero con un asiento cómodo, una piedra plana cercana, y observar durante un año, yendo y viniendo. No propongo ningún ejercicio ascético, aunque en cierta manera este lo es; y durante ese año observar todo lo que ocurre en ese círculo del bosque. Aquí se trata, al revés que en el aforismo, a que el bosque nos deje ver sólo eso, ese pequeño pedazo. Las reglas son sencillas, una regla de san Benito de lo más simple: visitarlo a menudo, no alterar nada en su interior, guardar silencio, molestar lo mínimo, no matar, no retirar ningún organismo, no mover de sitio los animales, no cavar, no añadir ni quitar nada.

Lo primero es el olor. Nuestra obsesión lógica con la corteza cerebral no nos debe hacer olvidar que la base del encéfalo que recubren nuestras orgullosas circunvoluciones de primate listo, es el cerebro reptiliano, básicamente un bulbo olfativo. Así que lo primero que hacemos en ese pedacito de mundo es olerlo. Huele a tierra húmeda, a hojas en descomposición, huele a bosque, quizás a pasos de gnomos, porque un bosque maduro, un ecosistema climácico poco o nada modificado supongo que tiene gnomos y hadas, aunque estas no se posen en el suelo, solo lo sobrevuelan, quizás se trata de los odonatos, libélulas y caballitos del diablo, moscas de fuego como dicen los anglos (firefly). Pero los gnomos seguro que forman parte de la fauna edáfica y están asociados a la increíble masa de hifas de los hongos, que también huelen porque estamos en otoño.

Ahora, quietos y en silencio, más silenciosos que quietos, debemos mantener la actitud del viejo chiste campesino francés. Tres campesinos están sentados en el pretil de un viejo puente de piedra. Pasa un mocito con una vaca del ronzal y pasados quince minutos uno de los campesinos dice "era la vaca de Emil". Pasan otros quince minutos y el segundo rústico dice "No, era la vaca de Fernand". Tras otros quince minutos se levanta el tercero que no había hablado hasta entonces y dice "Me voy. Estoy harto de vuestras discusiones". Puede que sea la vaca de cualquiera, pero no os levantéis por muchas discusiones que en vuestra mente se planteen en ese metro cuadrado de tierra. Ese es su objetivo y este un ejercio de paciencia pertinaz, de sosiego y de silencio.

Continuará, o como dicen al final de las historietas y comics franceses "A suivre..."