viernes, 15 de octubre de 2021

Somos más listos que los lobos, bueno... algunos

 Para mi amigo Antonio Pérez

Cuando el pájaro canta, seca la tierra y hace que las raíces sean buenas para comer. Pero una mujer le replica que no, que está equivocado: no es el pájaro, sino el sol el que seca la tierra; el pájaro sólo les está diciendo que la tierra se va a secar en los meses siguientes y entonces será la época del año en la que las raíces serán buenas para comer.

Los indígenas. Una vez les desenraizaron sus creencias —absurdas a ojos de sus nuevos amos— y las sustituyeron por las no menos ilusas del cristianismo, forjaron un encantador sincretismo en el que la Virgen María era también la Pachamama o bien la señora del mar o la Orizia y concibieron cruces adornadas con flores y pájaros de la selva. Quedaron no obstante al margen grupos humanos tan apartados de los recursos extractivos y habitantes de zonas tan duras y hostiles.

Por ejemplo los san. Y aún así, no se les permitió de puertas afuera conservar su nombre y se les bautizó bosquimanos. En el desierto del Kalahari los sans son verdaderos sapiens sin luz eléctrica ni automóviles, sin verdaderas casas y en movimiento perpetuo. Porque los recursos cognitivos para entender el mundo y someterlo a nuestras necesidades y deseos, a nuestra voluntad no son un logro exclusivo de esa civilización occidental que ha potenciado nuestro florecimiento hasta el punto de estar en límite de morir de éxito. Los sans del Kalahari  uno de los pueblos más antiguos del mundo, con un estilo de vida basado en la caza y la recolección, estrictamente paleolítico y milagrosamente mantenido hasta fechas recientes, en realidad nos muestran como ha sido la vida de nuestra especie la mayoría del tiempo en que esta ha existido; cientos de miles de años frente a solo unos pocos miles.

Los cazadores recolectores no se limitan a lanzar sus lanzas a todo lo que se mueva y a recoger los frutos de alrededor. Tienen una mentalidad que podría calificarse perfectamente de científica; razonan a partir de indicios fragmentarios para llegar a conclusiones remotas, manejan intuitivamente la lógica, el pensamiento crítico, como se señala en el primer párrafo de un diálogo real recogido por un antropólogo; el razonamiento estadístico, la inferencia causal y la teoría de juegos. Incluso realizan una distinción entre correlación y causalidad —nuevamente se muestra en el primer párrafo— que suele estar ausente en muchos humanos del mundo desarrollado.

Como somos bípedos sin apenas pelo -monos desnudos en la acertada definición de Desmond Morris- podemos practicar la caza por persistencia o agotamiento de las presas. Como los lobos, también sociales y astutos. Como bípedos no somos grandes velocistas, pero si corredores de larga distancia, que se multiplica por un sistema de relevos. Por otra parte, al poder sudar sin una capa espesa de pelo, no nos recalentamos, al contrario que las presas perseguidas. Se crea o no, pues es una maravilla, así cazan los sans velocísimos antílopes que terminan cayendo agotados tras una larga, persistente persecución. Vale, eso sólo demuestra que somos tan listos como los lobos y que sabemos sacar partido a nuestras condiciones físicas. Pero durante la persecución se suele perder de vista a la presa y entonces la siguen a distancia a partir de rastrear las indicaciones y señales que va dejando.

Sin estar pendientes de sus inexistentes smartphones; de hecho, sin estar limitadamente atontados por esas pantallas, los sans funcionan de maravilla, aunque los más tontos, que de todo hay, crean que el pájaro es el que seca el suelo. Si en su caza de relevos de fondo pierden el rastro, trazan a partir de ese punto círculos concéntricos hasta volver a encontrarlo. También distinguen cientos de especies por sus huellas, y cuando dos se parecen no sacan conslusiones precipitadas. Son capaces de determinar el sexo de la presa y su condición física. Usan categorías para establecer distinciones silogísticas. Y no solo clasifican los animales: hacen distinciones más sutiles, características de cada individuo, el tiempo transcurrido y la edad del animal.

También practican el pensamiento crítico tan ausente en nuestras redes sociales. Saben no fiarse de las primeras impresiones que les haga ver solo lo que desean ver. Y no aceptan la autoridad sin más, y ese argumento de autoridad, tan invocado entre los ‘civilizados’ es sustituido por la discusión en grupo y el consenso. Las hipótesis son confirmadas o rechazadas por la probabilidad estadística o condicional. Y no sólo son milagrosos ecólogos que conocen su entorno, sino cómo podría ser en futuros establecidos, pensando varios pasos por delante de sus presas, tendiendo trampas en sus pasos probables, etcétera. Han sobrevivido en un desierto implacable sin GPS ni kit de supervivencia (bueno, tienen los suyos). Son conservacionistas en la medida que no cazan las presas más raras cuando perciben que están disminuyendo. Y altruistas cuando comparten la carne con otros grupos vecinos que han sufrido cambios y hambrunas (¿Y nosotros con los migrantes huidos y llegados a  nuestras costas?)

La obvia racionalidad de los sans contrasta con este mundo nuestro lleno de falacias y fake news. Merece la pena meditar sobre ello. En recientes encuestas el 55% de los estadounidenses creen en la sanación psíquica, el 45% en la percepción extrasensorial, el 37% en las casas encantadas y el 32% en los fantasmas, lo cual significa además que algunas personas creen en las casas encantadas por fantasmas... sin creer en fantasmas, no siendo coherentes ni consigo mismos.

Algunos concluirán que prefieren ser un san que un estadounidense. Yo personalmente pienso que fracasaría en ambas opciones, pero por diferentes motivos. Por cierto, una vez me encontré un joven san -son inconfundibles por la forma de su cabeza y las gráciles extremidades- en una tienda de discos de segunda mano en el centro de Madrid donde yo estaba cazando Coltranes. Se le veía espabilado y sabía bastante de jazz clásico.

 

 

sábado, 9 de octubre de 2021

La imaginación del científico y la precisión del poeta

 

Lamento no recordar de quien es esta frase paradójicamente inversa: “la imaginación del científico y la precisión del poeta” como fórmula de conocimiento, pero la suscribo plenamente hasta el punto de hacerla mía. Reconcilia las dos culturas, irreconciliadas, que no irreconciliables, de las que hablaba Snow en un famoso ensayo, la humanística y la científica. 

Todo proviene de un penoso malentendido. Los románticos reaccionaron ante la Ilustración denunciando que la ciencia acababa con la belleza y la poesía del mundo. No es cierto. Eso supone confundir el reduccionismo —que es el que mayor éxito ha tenido para descifrar el mundo: analizar y descomponer un problema, un fenómeno o un objeto en sus componentes para comprenderlo— con el mal reduccionismo, que es pensar que esa descomposición lo explica “todo”. Pero la ciencia no es sólo analítica sino sintética. De hecho se sirve de intuiciones semejantes a las que operan en el arte. Y los análisis, tan denostados por los malos humanistas, crean esquemas sutiles y ricos a niveles de organización superiores a los utilizados, en propiedades holísticas que son las que alteran nuestra percepción y nuestras emociones. De hecho, que yo comprenda mejor como funciona un bosque a nivel de la composición de sus organismos no me impide mostrar una sensibilidad mayor hacia el conjunto que la de un profano. Al contrario: el profano simplemente sensible está colocando el carro delante de los caballos, como ocurre con muchos defensores sentimentales de la naturaleza.

El científico, en su búsqueda de la verdadera esencia material, confluye en una respuesta similar a la del cazador y el buscador de tesoros, en definitiva, al poeta. En realidad con cada nueva fase de síntesis (tras las de análisis) en la investigación se amplía el alcance de las humanidades. Y paralelamente, con cada reorientación de las humanidades, la ciencia añadirá nuevas dimensiones de la ciencia. Sólo los mediocres de ambos bandos se consideran antagonistas.

En realidad los científicos, contra lo que se cree, no descubren para saber: saben para descubrir. No importa tanto lo que ya saben como lo que descubren que antes se ignoraba. Por eso en ciencia son más importantes las preguntas que las respuestas. Los científicos son los exploradores, los cazadores de nuestra tribu. En tanto que los humanistas crecen a medida que su conocimiento aumenta. Son sus albaceas, sus tesoreros. En ciencia, las ramas más vivas son las que ofrecen más problemas sin resolver.

También, la elegancia; en una teoría, una explicación o la resolución de un problema matemático. La simplicidad y su consiguiente poder latente. Por supuesto que la elegancia es más un producto de la mente humana que algo intrínseco al objeto estudiado. Se trata de producir la máxima cantidad de información con el mínimo gasto de energía y así descifrar una experiencia sensorial caótica. Simetría, congruencia, sencillez, en definitiva, belleza. Tampoco olvidemos que la inmensa mayoría de los científicos son picapedreros que extraen datos diariamente con su esfuerzo, a la espera que unos pocos elegidos los sinteticen, como Darwin, como Einstein. Según Edward O. Wilson, probablemente el mayor científico natural de los últimos dos siglos, el científico ideal piensa como un poeta, trabaja como un oficinista y escribe como un periodista. ¿Y el poeta? Pues piensa como un poeta, trabaja como un poeta y escribe como un poeta. Porque el poeta, o el artista,  no busca cómo ni por qué se produce determinado efecto (eso es tarea de la ciencia), sino producirlo.

En realidad ciencia y arte son sinécdoques: una parte que elegida con cuidado representa la totalidad. Parece increíble cuando se mira la zafiedad que nos rodea a veces, pero la humana es esencialmente una especie poética.

viernes, 8 de octubre de 2021

Diputados y polillas

 

Los señores diputados. Los hay de varias clases, y no hablo de su filiación política, como los peluqueros o los fontaneros. Los hay que trabajan, en diversas comisiones, proyectos de ley y controles; los hay que se limitan a asistir a las sesiones y a votar lo que les dictan desde sus partidos, y los hay que, absentistas impunes, ni siquiera suelen molestarse en asistir a sus sesiones, pero se benefician de sueldos, dietas, subalternos e información privilegiada y se ocupan de sus negocios privados. Estos últimos me recuerdan a los perezosos (nunca mejor visto) tridáctilos. Mejor dicho a las polillas que viven en el pelo de esos parsimoniosos mamíferos. Los perezosos viven en la parte superior del dosel arbóreo amazónico, alimentándose de las hojas de los árboles más altos. El perezoso es un estreñido que sólo baja al suelo para cagar una vez por semana. En ese momento las polillas aprovechan para poner sus huevos en los excrementos y asegurar el alimento a sus larvas de forma preferencial frente a otros coprófagos. Cuando han completado su desarrollo como polillas adultas, vuelan hacia arriba y buscan a un nuevo perezoso para vivir en su pelambrera y asegurarse así su prioridad sobre el alimento de sus excrementos. Es una interrelación estrecha, una coevolución entre dos especies tan distintas, un mínimo ciclo que se completa una y otra vez.

Por supuesto no quiero insinuar que los señores diputados sean coprófagos, mucho menos necrófagos —no todos—; sólo insinúo que al estar habitando un nicho ecológico favorable, como el pelo del perezoso, el ámbito del Congreso, obtienen beneficios sin apenas trabajo; les basta con estar en el sitio adecuado en el momento oportuno. 

Las polillas del perezoso pertenecen al género Cryptoses. En cambio, los nombres de los aprovechados absentistas de nuestra democracia no suelen conocerse dada su preclara inactividad. Se ocultan entre los pelos o terciopelos del Congreso sin asomar mucho sus jetas. Hasta que les nombran vicepresidentes de una compañía energética, por ejemplo.