domingo, 30 de enero de 2022

Arquitectos y demás amigos (o, sin embargo, amigos)

 



De los expertos asumo que saben de lo suyo, y eso es muy útil; también que suelen traer sus conclusiones pensadas de antemano y eso no es muy enriquecedor, incluso puede ser desesperante. Sin alabar la ignorancia profana, a mí me gusta meterme en jardines ajenos y como no soy arquitecto hablaré de arquitectura, siquiera sea como pretexto, al fin y al cabo tengo amigos arquitectos y hasta una ex cuñada, y a todos se lo tengo perdonado. Porque a estas alturas del planeta enladrillado, yo quiero ser un buen desenladrillador, y para mí, a estas alturas, insisto, la arquitectura más sostenible, y por tanto indudablemente mejor, es la que no se construye. No quiero cargar a este gremio con toda la responsabilidad de acrecentar la fealdad del mundo, pero algo, bastante, ha contribuido. También a su belleza, pero no sé si compensa una cosa y la otra. La idiotez de moda que más me subleva es obviamente la de salvar el planeta, cuando lo que está en precario es la habitabilidad del mismo para nuestras sociedades y de paso la de multitud de especies que nos acompañan. Se nos da fatal compartir. Una forma de salvarnos nosotros y disminuir o no acrecentar el problema de nuestra actitud de plaga planetaria es dejar de cementar, enladrillar, asfaltar, construir, impermeabilizar, alterando con prisas y sin pausas el ciclo del agua, de la atmósfera (calentamiento global, mal llamado cambio climático) y el de materiales.

Como disciplina artística, la arquitectura, quizás a la inversa de otras, no sólo tiene que ser bella, sino útil. Vitrubio, una autoridad del tema, señalaba cuales eran las características de la buena arquitectura (aparte, insisto, de la que no se edifica). Eran tres condiciones: firmeza, comodidad y encanto. La primera vez que leí esto, recuerdo que pensé, hombre, también son las cualidades que yo buscaría en mi pareja y hasta si me apuran en los amigos. La arquitectura firme y cómoda, como un buen amigo, o sea, útil, y además bella sin necesidad de que sea convencional, incluso mejor que no. En esto último entramos en el espinoso campo de la percepción (prefiero llamarla así, y no ‘gusto’). La percepción es asunto resbaladizo porque es subjetiva. Un barrio puede ser percibido como peligroso y no serlo más que otro que no lo está. Los políticos detectan instintivamente eso y lo aprovechan. Hay reglas, claro, como la famosa proporción aurea; criterios si se quiere, pero al final prima el contexto, que tal barrio parezca más peligroso que otro igual, porque lo que importa es que sea percibido como peligroso, lo sea más o menos. Yo, como habitante de Madrid, considero mucho más bonita la Puerta de Alcalá que el Arco del Triunfo, pero independientemente de que la primera está junto al parque de El Retiro y la segunda al comienzo de una atronadora autopista, e incluso independientemente de que una se deba al arquitecto Sabatini (y otros dos, casi uno por arco) del alcalde-rey Carlos III y el otro al muy mussoliniano contratista del Franco victorioso y vengativo, a pesar de todo eso, incluso del hecho de que un año venturoso en la clave del arco haya nidificado una osada pareja de cernícalos, a pesar de todo, es que el arco es feo, incluso cuando el Che se hizo una foto delante. Pero hablando de contextos (o entornos), la muy neoclásica e ilustrada Puerta no se debe contemplar en ningún caso desde el oeste, porque entonces se atisbará la alta torre de Valencia que rompe la perspectiva a través de sus tres arcos y dos puertas. Es esta costumbre muy arraigada de los arquitectos, digamos de algunos, dadles una plaza con cierta discreta armonía y en seguida buscan un solar anejo para apropiársela con su bodrio. No digamos si hablamos de un hermoso paisaje rural y de una urbanización al completo. Eso sin mencionar, que ya es callarse mucho, la enorme huella ecológica, in situ y diferida, que tiene cualquier nueva edificación.

Tengo un amigo que no es arquitecto, pero se ha construido un chozo de pastor en un campo aledaño a su casa del pueblo. Es bello y útil. el chozo y el amigo.

 


miércoles, 12 de enero de 2022

Filosofía para covidcontagiosos

 

Según recogen informes dignos de crédito, como Panorama de la edición española, el año pasado se editaron casi cien mil títulos. Algo desmesurado en relación con el número de lectores de esos u otros libros en España. Pero aún así no es de extrañar que en cualquier momento alguien escriba un libro de autoayuda por llamarlo algo para afrontar la pandemia de Covid. Algo así como filosofía para infectados o similar. Yo podría hacerlo, no tendría más que tirar de un buen manual de historia de la filosofía y empezar a expurgar citas que pudieran venir al caso. No debemos olvidar que la filosofía entre los clásicos venía a ser una suerte de auxiliar de la teología, como la geografía de la Historia, antes de que una y otra se independizaran con todo el derecho. De forma, que la filosofía se entendía como los saberes para vivir, en tanto que las elucubraciones sobre el mundo, la protociencia, se denominaba filosofía natural. Naturalmente.

El primer despiste grave es considerar al ser humano como animal racional. Lo es, lo somos, claro, pero a ratos, sólo a ratos. La extensión y duración de esos ratos depende de múltiples factores, la mayoría ambientales y epigenéticos. En cuanto a los innatos o genéticos son dudosos. Por ejemplo, el alemán está considerado casi un epítome de racionalidad, supongo que por la cantidad de filósofos profesionales que ha producido. Sin embargo, su historia reciente, sin salirnos del siglo pasado, contradice palmariamente tal presunción.

En realidad, el ser humano es un animal emocional que a ratos es también racional, lógico o cómo se quiera decir, pero nunca la inversa: un animal racional con emociones; de ahí tantos equívocos sobre nuestras motivaciones. Sin ir más lejos en el tiempo no sólo así se entienden fenómenos como las airadas polémicas en las redes sociales, el éxito de Trump, el Brexit en Reino Unido (y el aspecto entre pollito mojado y matón de patio de colegio de Boris Johnson) o el auge de partidos de ultraderecha entre las clases trabajadoras, sino incluso la pervivencia de las religiones, el culto a las patrias, las xenofobias o el amor romántico. Necesitamos nuestra pequeña (esperemos) o gran cuota de irracionalismos, fake news, fabulas, relatos míticos y teorías conspiranoicas. En el fondo es más irracional creer en el parto de una virgen y la resurrección de los muertos que en la Tierra plana. 

Pero no quiero alejarme más del tema con esta digresión. Como decía, yo podría escribir este libro de filosofía en la pandemia, una suerte de versión más erudita del género de autoayuda. Mi pereza y cierta vergüenza torera para no añadir otro libro perfectamente prescindible como la inmensa mayoría (pero si sólo hay un uno por ciento necesarios, eso hacen mil, ¡mil libros indispensables cada año y año tras año! Imposible abarcarlos, ay) me impiden hacerlo. A cambio os ofrezco este modesto post en este aún más modesto blog de este modesto plumífero, etcétera, etcétera.

Como señala uno de mis filósofos actuales favorito, la felicidad no es una meta del ser humano. No es un proyecto. Si lo fuera eso supondría aplazarlo al futuro, contradiciendo el sabio Carpe Diem de los clásicos y de la juventud desenfrenada. Estar a gusto, no sufrir es un propósito más sensato y asequible. Si entendemos la filosofía como un remedio (como el psicoanálisis) ya la estamos pervirtiendo. Y como decía Ambrose Bierce en su magnífico Diccionario del diablo, confundiendo causas y efectos. Porque la filosofía así entendida es un síntoma del trastorno que pretende ayudar a curar, una terapia, un pilates del alma. Con o sin pandemias el ser humano está muy predispuesto a sufrir, como bien saben todos los fundadores y organizadores de religiones. Cualquier animal menos nosotros es probablemente feliz, porque no sabe que va a morir (hasta que se está muriendo, entonces, brevemente, sí lo sabe, pero el resto de su vida no). Nosotros sabemos eso y ahí se jodió el asunto.

Venga, tiremos de manual de filosofía que lo prometido es deuda (refrán harto optimista que evidentemente ignora cualquier político en campaña electoral). Epicuro, claro. Pobre tipo sistemáticamente mal entendido además de ocultado, censurado y destruido en sus obras. El malentendido es que epicúreo se ha convertido en sinónimo de hedonista, cuando los discípulos de este santo varón lo que propugnaban era eliminar todos los gozos menos los indispensables, es decir, lo que es posible y fácil satisfacer. Por ejemplo, una dieta de pan, queso y aceitunas (Ah, pero qué pan, qué queso, qué aceitunas y en entorno de un vergel, el famoso jardín, con agradable compañía). Traté hace años a un naturalista de mucho éxito que se reivindicaba epicúreo. Y un cuerno. Puro y duro hedonismo.

Ahora debería seguir con los estoicos, desde Seneca a Marco Aurelio, sin olvidar  en el otro extremo del mundo a ese otro Epicuro aún más drástico y contemporáneo de Sócrates que fue Buda. Luego seguiría con los medievales, porque Agustín de Hipona y Tomás de Aquino dan mucho juego, como Thomas Moro y... pero ¿sabéis qué?... ya me vence la pereza, siento como si este post ya estuviera concluido y hasta el hipotético libro. Así que aquí lo dejo. Además quiero hacerme la prueba de antígenos. Una manía que he adquirido hace poco.

 

 

sábado, 1 de enero de 2022

2022, un año estadísticamente estupendo

 

Cuidado con las estadísticas. El brutalista culto al dato no es siempre la mejor receta contra la falsedad. De hecho, con un manejo hábil de la estadística se miente muy bien. Por eso, la principal causa de muerte entre adolescentes no es el covid, ni los accidentes de patinete. Es el suicidio.

Ahora contemplemos eso del asunto de la salud. Y la enfermedad. Con un rotulador, a ser posible negro, pintamos un cuadrado y lo dividimos por una diagonal en dos triángulos iguales. Empezamos a rellenar de negro uno de esos triángulos hasta llegar al borde del otro triángulo que todavía es blanco. Si seguimos rellenando, terminaremos teniendo un cuadrado completamente negro. ¿Lo negro es la enfermedad y lo que era blanco pero acabó también siendo negro la salud?, ¿el cuadrado completamente negro, la muerte? No. No se trata de salud, o no solo. Ni de enfermedad. Se trata de lo que se puede y no se puede hacer. En plena pandemia (el cuadrado), un triángulo, da igual cual, es lo que está prohibido, y el otro triángulo lo que es obligatorio. Finalmente, todo lo que no es obligatorio está prohibido. Claro, los neoliberales, esos que toman el nombre de la Libertad de los demás en vano, lo ven más facil: todo lo que a mí personalmente me de la gana, este prohibido o no, lo hago, aunque se lo prohiba a los demás.

Una excepción: no es obligatorio que Cataluña sea independiente, pero… sí que está prohibido. Claro que en este caso no se trata de un tema sanitario. ¿O sí? Menos mal que en Cataluña no se ha descubierto petróleo porque si no esas ansias duraderas de secesión (como las de Texas) se habrían visto colmadas. Y entonces apañados estaríamos porque el resto de España sólo tiene dos vías aceptables por tierra para salir al resto de Europa, si exceptuamos el amigable Portugal, por el País Vasco y por Cataluña, como bien me señaló en su día mi amigo Valeriano. Taladrar el Pirineo por Aragón es poco viable y bastante indigno; algo así como salir por la ventana si se te estropea el pestillo de la puerta.

Ya veréis como 2022, este falso capicúa, será mejor; el horrendo 2021 se lo ha puesto muy fácil.