sábado, 23 de abril de 2022

Oír a los bosques

 Para Paola, a la que no pude enseñar mi paraíso

De niño mi campo de juegos era un bosque de hermosos árboles salpicados de bloques de granito que tenían nombres propios, el elefante, la cabra, la casa y la ardilla. Los árboles eran pinos piñoneros (Pinus pinea), la conífera frutal más importante de Eurasia, propia del ámbito mediterráneo, bien arraigada sobre los suelos ácidos de la arenización in situ de la roca cristalina del macizo oriental de Gredos, en la cuenca del río Alberche. Ahí estaba mi paraíso que compartía con mi pandilla, las ardillas y las garduñas, el águila imperial y el buitre negro. Si cierro los ojos, aunque me encuentre en una habitación cerrada de una ciudad de cemento y cristal de millones de habitantes, siento como camino por los senderos cubiertos de agujas de pino y restos de las cortezas que usabamos para construir barquitos de vela que botabamos en los regatos. y que adelantaban a los cachuelos y las bermejuelas que pululaban en sus cristalinas aguas. No pude tener mejor infancia aunque me hubieran concendido una mansión con piscina y campos de tenis. Mi infancia son esos recuerdos adánicos. Hoy ese paraiso está asfaltado y cementado por banales urbanizaciones que atraidas por sus belleza la han destruido paradójicamente. Yo pago mi antigua deuda infantil sumergiéndome en los pavorosos y fiables informes que leo en Internet, Es una tarea aterradora.

La biología, la ciencia de la vida —una noción difícil de definir pero fácil de identificar, salvo en esos seres intermedios que tanto dan que hablar últimamente, los virus— tiene muchos niveles de organización, desde el nivel atómico de la biofísica hasta el nivel más holístico del conjunto de la biosfera. El descubrimiento reciente más importante, oculto tras los de la genómica y los niveles más ínfimos, en los niveles más altos, es el realizado por Suzanne Simard, una ecóloga forestal de la Universidad de la Columbia Británica, según el cual los bosques no están formados por árboles aislados, sino que estos están comunicados, realmente unidos, compartiendo recursos e información a través de intrincadas redes subterráneas que recorren todos los ecosistemas, aupados en las redes fúngicas que a través de las raíces conectan físicamente todos los árboles entre sí, hasta el punto de que el daño producido por un parasito, un rayo o un hacha en un solo ejemplar es comunicado al resto de individuos que así se preparan para evitarlo. Estos supraorganismos, los bosques son esenciales para nuestra supervivencia, no sólo como ‘pulmones’ que suministran oxigeno y absorben CO2, sino como hábitats de numerosas especies, su biodiversidad que es el colchón que aún sentimos ajeno pero que es propio. En un planeta que se calienta aceleradamente son nuestra mejor oportunidad.

Sin embargo, los bosques están en peligro. En todas partes, de muchas formas, pero en general todas por causas humanas. Es un mal momento para los árboles, quizás el peor desde hace cientos de millones de años. El planeta ha perdido una tercera parte de sus bosques en los últimos 10.000 años, desde el Neolítico, cuando el hombre dejó de ser una especie peculiar de primate para convertirse en la hegemónica en la tierra, con una capacidad de transformación inédita. No sólo los talamos para conseguir madera, un recurso que deberíamos abandonar totalmente, sino para hacer sitio a cultivos, pastos para el ganado y para construir nuestras ciudades. El propio cambio climático esta acabando con ellos, aunque detrás de ese cambio seguimos estando nosotros con la quema inmoderada de combustibles fósiles, es decir, los restos reducidos de las biosferas del pasado.

En California están desapareciendo vetustos gigantes de cinco siglos de antigüedad y más de 60 metros de altura, las secuoyas y los abetos de Douglas. Solo los incendios de los últimos dos años han acabado con el 20% de las mayores secuoyas, algunas milenarias. Y los incendios, incentivados por el calentamiento global, no hacen más que aumentar.

En Australia, 39 millones de mangles, esos árboles a medio camino entre el mar y la tierra, capaces de soportar la sal y proteger de los embates marinos, han desaparecido. Han muerto de sed en medio del calentamiento global y fenómenos climáticos como El Niño les han dado el golpe de gracia al provocar descensos temporales de casi medio metro del nivel del mar que secaron sus raíces. En Rusia, en 2021, ardieron 8,4 millones de hectáreas de bosque boreal, la taiga; una superficie que duplica la de Alaska. Liberó de paso el carbono antiguo del permafrost, la capa permanentemente helada del subsuelo. Ese bosque son ahora praderas. En Brasil primero llegó la sequía, luego el granizo devastador, junto a los intereses madereros y mineros, el mayor pulmón del planeta, junto a los océanos, fue herido mortalmente. Desde 1990 se han talado en el mundo más bosques que toda la superficie forestal de Estados Unidos. Y es probable que todas las mortandades y pérdidas de bosques boreales y tropicales estén infracuantificados. Su carbono antes retenido está ahora en la atmósfera, incrementando el efecto invernadero, el calentamiento y generando una retroalimentación positiva, un efecto bola de nieve que parece ya imparable. Cada región del mundo se enfrenta a problemas específicos, como la mortandad de encinas y alcornoques en España, pero la amenaza forestal es general y planetaria.

La Tierra ha perdido un tercio de sus bosques en los últimos 10.000 años, pero la mitad de ellos solo desde 1900. Sin embargo, en todo el mundo la deforestación ha disminuido hasta tocar techo en 1980. Hay muchos proyectos para mejorar la situación, desde las obvias pantaciones a la ingeniería genética para crear individuos resistentes al calor e incluso al fuego, pero la medida más eficaz es dejar a los bosques en paz. Ellos saben como actuar mejor y se lo cuentan unos a otros y a nosotros si sabemos escucharlos y si sabemos actuar en consecuencia y atajamos ese explosivo que es la mezcla de codicia extrema e ignorancia no percibida. ¿Los oímos?

miércoles, 20 de abril de 2022

Volver a la tierra

 

La España rural se vacía o la vacían —antes de hablaba de desertización demográfica, modas del lenguaje— salvo los fines de semana, puentes y fiestas de guardar que se llena de urbanícolas. Y es que el campo, la “naturaleza” como dicen los bucófilos, está tan de moda que en cuanto te descuidas la ponen una urbanización encima. Ya se sabe, huir del mundanal ruido, jalear la descansada vida, buscar la ‘senda escondida’ son todos hábitos cortesanos. Se trata de buscar la tranquilidad del ánimo, descansar de las intrigas y celeridades urbanas, pero sin labrar, sin inclinar la frente sudada en la esteva del arado, sin barbechar, escardar, escolimar, amelgar, cohechar, cosechar o apacentar. Todo lo más cultivar un jardín o un huerto.  Retornar a la tierra, un poco, donde florecen los jaramagos y las virtudes ancestrales. El típico menosprecio de corte y alabanza del aldea. Si además aprendemos a diferenciar un bledo de un simple hierbajo, y un nogal de un olmo tanto mejor.

El campo, donde cesa el artificio, donde huyen los sábados los villanos a los prostíbulos de carretera, donde se consumen más drogas que en muchos barrios de la ciudad, donde todo lo que no se caza son bichos y alimañas, donde lo sencillo y espontáneo es mortal aburrimiento, donde la naturaleza pica y provoca alergías y costras, donde no se lee a Rousseau ni falta que hace, porque aunque buen botánico era más hipócrita que los jueces suizos. Ese campo tan apetecible, esa naturaleza tan benevolente, madre que vela por nosotros y que nosotros maltratamos a beneficio de inventario. Cada cierto tiempo se predica el retorno a la tierra, pero a la vez se eliminan servicios e infraestructuras. En mi mismo pueblo se ha reducido el horario de autobuses y se ha cerrado otra escuela. Además los que predican eso, desengañemonos, no suelen ser ya románticos, ni siquiera conservadores, sino simples reaccionarios, desde aquel Petain entonces en el país vecino a VOX ahora en el nuestro. Se trata de controlar las turbas revolucionarias, contrarrestar las amenazas ciudadanas con el retorno a la tierra.

“Volver a la naturaleza”, como si fuera viable vivir fuera de ella, como si no fuéramos un producto de la naturaleza, como lo es el maiz de las palomitas, pero también el coltán de nuestros sofisticados esmarfones.

En realidad, se suele tratar de huir de la modernidad en lo que tiene de descreimiento (ciencia) y perversión (falta de control en el anonimato urbano), frente a la provincia donde todos se conocen y se vigilan (aunque no sus pensamientos). El caso es que en los países ricos hay desde hace décadas un movimiento de retorno a la naturaleza (que es como se suele denominar pomposamente el campo, al menos el que no está aparentemente cultivado). Aún más ambicioso es el ideal de restaurar un equilibrio ecológico supuesta o realmente roto, y no digamos si se trata de salvar el Planeta, ambición pretenciosa donde las haya, bien retornando al campito, bien quedándose en la casita ciudadana pero con bombillas de bajo consumo y cuatro cubos para separar la basura. Todo esto está muy bien, hay que hacerlo, pero se basa en una presunción excesivamente ambiciosa sino vana; la de que si cada uno barre su puerta, el planeta en su totalidad quedará limpio. No es así, claro, los que más contaminan no barren nada, en todo caso hacen negocio para que barran otros, y de paso diluyen su clara responsabilidad entre los demás, los damnificados. De paso, algunos desprevenidos le echan la culpa al uso y abuso de la tecnología, mientras otros confían en las oportunidades de negocio de lo verde y en emplear más tecnología para corregir la tecnología destructora. Como dice un personaje de La Vía láctea de Buñuel “es tanto mi disgusto por la ciencia y mi horror a la tecnología, que acabaré por caer en el absurdo de creer en Dios.” Todos esos panteístas de nuevo cuño que proclaman su preocupación por el planeta agredido sospecho que sienten ese mismo horror aunque no se despeguen de sus teléfonos móviles ni con agua caliente. Y evidentemente puedo caer en la caricatura de tantas buenas intenciones, pero toda caricatura no es más que resaltar las características más típicas.

Están los hechos, claro. Y ahí nos podemos poner serios. Al calentamiento global, mal llamado cambio climático, ya hemos llegado tarde, hay que pensar en no agravarlo más y aprender a convivir en adelante con fenómenos y temperaturas más extremos cuando no catastróficos. Sin embargo, el principal problema no es exactamente ese, sino la destrucción acelerada de la biodiversidad, es decir, en la extinción masiva de especies y en la alteración drástica de espacios. Nuestros planeta viviente es un milagro que no hemos sabido replicar en el famoso gran experimento de Biosfera II, recreado en dos grandes cúpulas que intentaban reproducir siete ecosistemas típicos en Oracle, Arizona y que fracasó estrepitosamente al disminuir al cabo de un breve tiempo el oxigeno disponile de un saludable 21% a un angustioso 14%, aumentando el CO2 y desapareciendo la mayoría de las especies animales y vegetales acompañantes. Los seis terranautas dibiosféricos salieron por pies en cuanto les abrieron las puertas.

Hoy somos, no un parasito, para eso hay que ser muy especialista, sino una plaga que representa el 96% de toda la biomasa de mamíferos del mundo con nuestros ganados; el resto, ese exiguo 4% son los bisontes, los elefantes, los ratoncillos, los tigres…

Y no se trata solo de eso. No es que nada humano nos sea ajeno, sino que el resto de lo supuestamente ajeno nos es imprescindible a los humanos, desde el aire al agua potable o los suelos fértiles. Seguiremos informando.