domingo, 29 de mayo de 2022

Las distintas 'suertes' de Jansen y Petrov

 

Como decía Borges en Fervor de Buenos Aires, antes buscaba los atardeceres, los arrabales y la desdicha; ahora, las mañanas, el centro y la serenidad. Me hago viejo. Pero la desdicha puede llegar sin buscarla, como demuestran las pandemias y las guerras. Existió un tal Petrov que nos ahorró la desdicha definitiva, la que acaba con todas las desdichas y aunque este relato ha sido refutado en ocasiones, es perfectamente pausible. El 26 de septiembre de 1983 Stanislav Petrov estaba de guardia en el centro de alerta de antimisiles nucleares,  cuando se detectó una salva de misiles nucleares desde Estados Unidos hacia la Unión Soviética. El protocolo dictaba la respuesta inmediata puesto que luego, tras la destrucción no habría ni tiempo ni arsenales. Petrov ignoró la alerta y no pulsó el consabido botón rojo. La alarma se reveló minutos después falsa. Petrov fue reprendido por su superiores, pero en 2013 se le concedió en Dresde el premio de la Paz por haber salvado a la humanidad y, particularmente, por haberme dado a mí la oportunidad de escribir este blog y a vosotros leerlo.

En 1960, ¡hace más de medio siglo!, el astrónomo James Jansen, que estudiaba las posibles atmosferas de otros planetas, comentó en una pausa de café que, utilizando los mismos datos físicos de sus clases, si seguía el aumento rápido del número de coches, nuestro planeta se calentaría peligrosamente. Sus compañeros desecharon esa preocupación, dado entre otros factores el inmenso volumen de la atmósfera terrestre.

El problema del calentamiento de la Tierra es hace ya años una causa de desdichas en todo el mundo y especialmente en los países pobres: sequías, hambrunas, fenómenos catastróficos como los huracanes e, indirectamente, guerras. Los consabidos Cuatro Jinetes en un solo pack. Pero es que aquí no hemos tenido un Petrov, no era viable, sino múltiples Jansen a los que no hemos hecho ni caso hasta que ha sido tarde.

martes, 24 de mayo de 2022

Vivimos en el cielo

 

El científico decimonónico y alpinista irlandés John Tyndall, coetaneo de Darwin, escribió que vivimos dentro del cielo, no debajo de él. Sabía de lo que hablaba, había ascendido a los principales picos de los Alpes, desde el Mont Blanc al Cervino que los alemanes llaman Matterhon; hasta hay un pico bautizado con su nombre y desde el glacial del Mar de Glace había descrito el hermosísimo fenómeno del alpenglow, porque estando él sumido ya en las sombras de la noche, había visto permanecer aún el dia en los iluminados los altos picos que le rodeaban. Había descrito por primera vez el benéfico (entonces y ahora) efecto invernadero, de manta térmica de los gases de CO2 y el vapor de agua. Igualmente el famoso dictamen de Ortega de el hombre y sus circunstancias no es tal, es el hombre ‘en’ sus circunstancias, como no es el hombre y el medio ambiente, sino el hombre en su medio ambiente. Los esculturistas vigorésicos no moldean su cuerpo, sino que se moldean en su cuerpo, su mente también se modifica.

Las dicotomías son eficaces por reduccionistas, separan el hombre y el medio y lo estudian por separado, antropología y ecología, pero es la posterior reunión de ambas la que explica finalmente a uno y a otro. Primero el triunfo analítico, luego el sintético que finalmente nos da la revelación, el alpenglow.

Vivimos en la política; algunos miserables ‘de’ la política, pero no sólo bajo la política. Simplemente, igual que vivimos en el cielo (literal, no metafóricamente), que no sea el de los pánfilos: vivimos en el mundo.

miércoles, 11 de mayo de 2022

Leer como el escorpión

 

Lo que tienen en común, con décadas de diferencia, La España invertebrada (inveterada hubiera sido mejor título), La decadencia de Occidente y El fin de la Historia es que tanto Ortega como Spengler y Fukuyama no es que compartieran ciertas dosis de racismo y misoginia, sino que partiendo de ideas interesantes se habían hundido en una cenagal desmentido por esa historia que decían desvelar. Es lo que tienen las ideas, que no bastan solas si luego no desarrollan algo sensato. Por eso son muy interesantes de leer. 

En el manifiesto comunista de Marx y Engels que Lenin traicionó, ya se decía que la burguesía obligaba a todas las naciones a abrazar el régimen de producción de la burguesía o a perecer; las obligaba a implantar en su propio seno la llamada civilización, es decir, a hacerse burguesas, creando un mundo a su imagen y semejanza. Hasta ahora lo ha logrado. Hoy es más fácil evocar el fin del mundo que el fin del capitalismo, porque esa implantación lo ha hecho hasta y sobre todo en la mente de las personas. El capitalismo se ha erigido en el único sistema socioeconómico, bien sea en sus formas más impuras, las socialdemócratas, como en las más pervertidas como en las cleptocracias como la rusa, porque el capitalismo no es ya un sistema socioeconómico, sino un sistema del mundo, como el de Newton. Lo que es distinto en este más de siglo y medio desde Marx es el equilibrio del mundo, porque ahora Europa y Norteamérica tienen a los rivales asiáticos a su nivel, incluso superándolos, pero los defectos del sistema se han agudizado: el expolio de los recursos del planeta y su destrucción y la creciente desigualdad entre los pocos que poseen mucho y los muchos que poseen apenas nada.

Leer a los clásicos es hablar con los muertos, pero el mejor dialogo es el de llevarles la contraria, no la de adoptarlos como un manual de autoayuda. Y es que todos los citados, Marx, Lenin, Ortega, Spengler, Fukuyama no son Marco Aurelio, Epicuro o Seneca. Pero comparten con estos el auxilio de evitar que caigamos en nuestros propios errores. Como el escorpión de la fábula con la rana y el río, nos invitan a hacer lo que deseamos hacer. 

Leanlos y luego llevenles la contraria, como buenos escorpiones