domingo, 30 de octubre de 2022

El dilema entre la sandía y el tomate

 

La primera malversación del neoliberalismo, esta última fase del capitalismo, es la de erigir a la economía (“su” economía) como una ciencia sin réplica posible, con leyes tan ineluctables como la de la misma gravedad. La economía (“su” economía) se presenta así equiparable a la propia Naturaleza y por encima de la misma política. Es imposible contradecirla. Por supuesto que siempre ha habido economistas honestos, científicos, que no han acatado ese designio, pero siempre situados en sus márgenes; herejes, empezando por Maynard Keynes, que proclamó que el sacrosanto Mercado debía ser regulado por el Estado y que la economía debía ser amarrada por la política (1). Pero lo cierto es que la economía oficial siempre ha sido una ideología más que una teoría, no digamos un hecho incontrovertible, de modo que basta la aceleración de la gravedad para sentirse más ligero. Una tautología.

En realidad, el principal contradictor de esa economía es la propia naturaleza. Su devastación en todos los ámbitos lo demuestra. La naturaleza es tratada como infinita en un mundo finito y el paradigma del crecimiento ilimitado lo demuestra. Las olas de calor, las inundaciones, los incendios devastadores, las sequías, las hambrunas, las pandemias, la extinción de especies son evidencias de su fracaso. Pero, ay, han conseguido hacer de la necesidad virtud; es decir, convertir esos desastres en nuevas oportunidades de negocio, de ahí el auge del medio ambiente, desde los ministerios ad hoc hasta las empresas de descontaminación. Y como siempre dando más relevancia a los epítetos frente a los sustantivos, como ecológico, ambiental o sostenible. Porque el idioma es la primera arma de todo agresor. Véase si no la idiotez esa del ‘Antropoceno’ que implica que la alteración del clima es obra del ser humano, así, sin matices, y no del capitalismo. Buena jugada. No hay pues problema que la prensa escrita más prestigiosa, como Le Monde o El País, apoyen las medidas económicas de sus gobiernos y a la vez editorialicen sobre las crisis ambientales que nos amenazan. Nos dicen que pronto será ya muy tarde y a la vez que no pasa nada. ¿Hipocresía de contar a medias? No, mucho más que eso.

La economía dominante tiene hacia este problema, que es “el problema”, la dirección que marcaba Lampedusa en El Gatopardo: que algo cambie para que nada cambie. Las reservas naturales y equivalentes son simples objetos bonitos, parques temáticos de lo que antes había; la preservación de especies, formas de caridad ecologista, etc. Nadie afirma dos cosas ineludibles: que el capitalismo es el problema, el agente causante, y que debemos cambiar nuestra forma de vida, lo que implica eliminar ese capitalismo. Las soluciones que se plantean desde el capitalismo son simples inconsecuencias. Más kilómetros de carril bici, más autos eléctricos, mejor clasificación de los residuos, compensaciones del carbono emitido, plantar arbolitos, un poquito de austeridad. Una vez más el dilema del ecologismo de ser una sandía, verde por fuera, o un tomate: verde primero y rojo (anticapitalista) cuando madura.

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(1) como señala una lectora privadamente, eso ya lo señaló previamente el propio fundador de la economía liberal, el otro Smith, Adam, santo patrón invocado y no leído de los neoliberales

sábado, 22 de octubre de 2022

Otoño en todos los sentidos

 

Creo que las dos mejores novelas españolas con diferencia de la segunda mitad del siglo pasado son Si te dicen que caí, de Juan Marsé, y Tiempo de Silencio, de Martín Santos. No son novelas ideológicas, aunque sí realistas, pero son moralistas, como toda buena novela. Los celebrados Benet, Marías y demás se perdieron por el camino del estilo y hasta de la estructura y siguiendo los dictados de la literatura la traicionaron y no supieron contar y explicar la vida. El caso extremo, en mi opinión, claro, es el de la metaliteratura de Bolaños o Vila-Matas que se alimenta de otra literatura (todas lo hacen, pero espero que se sepa lo que quiero decir) y no de la vida. Para mí las buenas novelas son otra forma de conocimiento, a menudo más fiables que la prensa escrita, no digamos la audiovisual.

Pero es por fin otoño, mi estación favorita, primero porque que me parece más sutil y bella que la excesiva primavera. El ojo humano tiene una disposición celular que le permite distinguir sobre todo las longitudes de onda de la gama de los verdes, pero a mí me sobresaltan más los ocres, amarillos y rojizos de las longitudes más largas. Además, el otoño anticipa el invierno, que siempre es un alivio en este planeta recalentado. Buen tiempo para leer, para dormir y para pasear y escuchar música, también para buscar y degustar setas, de momento muy escasas.

Yo creo que mi defecto principal es la pereza, la falta de ambición y de un proyecto definido de vida. Eso, entre otras cosas, me evitó subirme al carro socialdemócrata en la Transición, aparte de mis reticencias a sus pragmatismos. Tengo disculpas claro, como cierta enfermedad crónica desde mi adolescencia que afecta a mis sobresaltados estados de ánimo.  Mis discretos talentos quizás hubieran bastado, pero no mi voluntad y me equilibrio emocional.

Pasó el COVID y las previsiones de que ese doloroso tránsito nos hiciera mejores a nivel individual y colectivo no se han cumplido ni de lejos. Los grandes retos siguen ahí, sin llevar camino de resolverse, como el calentamiento global o la brecha de desigualdad entre ricos y pobres. En realidad, el dilema ahí: destruir el capitalismo o que el capitalismo nos destruya, y es más fácil, incluso de imaginar, acompañar al capitalismo en su inevitable caída. El modo de fastidiar y hasta masacrar a los más por los menos adopta diversas formas: la económica, la ecológica, la pandémica y la bélica, todas interrelacionadas, en el fondo una.

Algunos ven en este gigantesco obstáculo tan casi imposible de saltar vallitas simples que sortearemos aupados en la santa tecnología. Pero el COVID no fue más que el anticipo de futuras pandemias, la desigualdad no es un efecto indeseado sino una condición del sistema y la crisis climática lo mismo. El capitalismo ha entrado en una fase en la que está destruyendo a la humanidad y al planeta como soporte de esa humanidad. La humanidad, por tanto, como supuesto objeto unitario, tendrá que elegir entre perseverar dentro del capitalismo y hundirse con él o destruirlo. Por otra parte, los capitalistas jamás reconocerán esa responsabilidad homicida (Todavía recuerdo, a comienzos de los setenta, en mi etapa más combativa, como se me acusaba de pretender retrotraernos a las cavernas), por tanto, no renunciarán voluntariamente al juego que les enriquece a costa de todos y hasta de su propio futuro, que es el de todos también. Pero lo más triste es que, como señala Frédéric London, no hay la vista ninguna fórmula de derrocamiento. Ni siquiera de simple moderación, como se evidencia, sin ir más lejos, en la falta de acuerdos sensatos en cada cumbre del clima. El capitalismo además se oculta tras la etiqueta de democracia y ya está. Y las revoluciones, tan parcas en resultados y tan espantosas en victimas colaterales, ya no se llevan. Sólo nos quedan los valerosos lloricas tipo Greta Thunberg.

Luego está el problema de qué hacer después, aunque sea esto anticiparse demasiado: salir del capitalismo, pero ¿para entrar dónde?

sábado, 15 de octubre de 2022

Escribir desde el honrado término medio

 

Cada vez soporto peor la literatura sobre literatura, alguna de autores muy celebrados, como Vila-Mata. Se dice que los críticos son una suerte de parásitos de los escritores, frustrados por así decir. Los creadores serían algo así como idiotas, genios idiotas como los listos tontos calculadores de feria, que no saben lo que es la literatura, eso sí que lo saben bien los críticos armados de teorías y lecturas abundantes, pero que no tienen el ‘don’ de la creación. A mí me gustan las novelas que me entretienen porque me exigen —no me faltan al respeto—, que apelan a mi inteligencia, pero a la vez me descubren alguna cosa que de otro modo no vería en mí. Me gusta la literatura sobre la vida, lo que me atañe.

Y algunos amigos que celebran mis modestos logros anteriores, que me suponen además una gran facilidad, un ‘don’ para escribir, me preguntan de vez en cuando por qué no saco un nuevo libro después de décadas. Les digo que me da pereza, lo que es verdad, y que ya no me ilusiona ver mi nombre en una portada (la emoción de eso las primeras veces), que además ya no conozco a ningún editor, porque se han retirado, les he perdido la pistas o se han muerto, como Javier Pradera en Alianza que me publicó prácticamente mi primer librito en la prestigiosa colección del Libro de Bolsillo, empotrándome entre Thomas de Quicey y Pessoa, nada menos. No sabes lo que eso supone, tío, me dijo uno de mis primeros y más entusiastas lectores, el librero anticuario de mis amores que me hizo una reseña para la revista Insula.

Ya no escribo tampoco para medios de prestigio, también desaparecidos, como Triunfo o Cuadernos para el Dialogo o Le Monde Diplomatique, o desaparecido yo para ellos, como El País y la santa biblia Babelia, donde publique decenas de hoy ansiadas Tribunas Libres en las páginas de Opinión, de respeto.

Hay algo de proceso biológico, de decrepitud irremisible, de pérdida de una brillantez fácil, de ver tu propia obra sin deformaciones piadosas. Pero la verdad es que sí escribo, casi todos los días, y publico en este blog modesto, cuando los blogs han pasado a ser dinosaurios de un Internet aceleradamente cambiado. Y al final he dado con la mejor razón para no intentar nada, de ‘preferir no hacerlo’, del gran Machado: “Entre hacer las cosas bien y hacer las cosas mal, hay un honrado término medio, que es no hacerlas”. (El subrayado es mío).