Ahí fuera no está el Cañón del Colorado ni las cataratas del
Niágara. No estoy incurriendo en la metafísica de sí existe la realidad desde
el momento que te puedes caer y matar si te resbalas en esos sitios. A lo que
me refiero es que no existen esos lugares en tanto que iconos sino son
percibidos como tales, como paisajes. La mirada, el ojo del observador es tan
esencial como lo que hay ahí fuera; para que exista el paisaje se necesita un
observador, un turista con su cámara de fotos, no un campesino temiendo por su
cosecha.
Esto no lo termina de entender el ecologista medio por la
sencilla razón de que el ecologismo es una sentimentalización de la ecología y
la historia natural, lo cual es como poner el carro delante de los bueyes y
pretender una sensibilidad previa a un conocimiento sólido. Aunque hay
cuestiones evidentes: allá donde va el hombre mueren los árboles, lo puede
notar cualquiera. Creamos desiertos y los llamamos progreso. Pero eso no impide
que el ecologismo ande sobrado de emoción sin razón a veces.
Afinar la mirada, aprender a observar y luego preguntarse;
las preguntas importan más que las repuestas. Desde la madrileña plaza de Santa
Ana bajo a los barrios bajos; literalmente, están abajo, junto al río, y
también abajo en la escala social y en cualquier caso hay que bajar por cuestas
empinadas para llegar a ellos. Paso por delante de un placa en la que nunca había
reparado aunque había pasado muchas veces por delante: ‘Amigo de los enfermos
de lepra’, (Marqués de Santa Ana número veinte). La lepra hoy no es problema en
Madrid pero seguro que es fascinante indagar sobre el origen y la historia de
esos afectos a los leprosos (por cierto, la lepra es de las enfermedades infecciosas
menos contagiosas). Barrios bajos desde la divisoria de Santa Isabel, de
Antón Martín, tejadillo de Lavapiés, al Reina Sofía, aledaños del arte junto a
la castellana a la altura de Atocha que pocos saben que es esparto en vascuence
(Stipa tenacisssima): Oso, Salitre,
Tres Peces, San Cosme y San Damián. Y qué me decís de vivir en Costanilla de
los Desamparados esquina con Berenjena. El ciprés que asoma por la tapia del
conservatorio, esquina con el colegio de médicos. Jabón de ozono, anuncian en
un pequeño establecimiento reciclado, antes mercería. Imposible, el ozono, nunca
mejor dicho va a su aire, sea en la troposfera, contaminante, o en la
estratosfera, protector, y no en una pastilla de jabón, sus tres átomos de
oxígeno no se lo permiten, oxida todo y enlaza químicamente poco. Paso por
mantequerías, cuando la manteca era bien recibida y los únicos gordos eran los ricos, al revés que ahora, en estos tiempos de horror
a la obesidad; y así se llamaban los también bonitos ultramarinos; este tiene un
buen surtido de legumbres, de bacalao y de latas de bonito. De vez en cuando
alguna corrala y entremedias alguna casa buena, no tanto como en el barrio de
Salamanca, pero casi palacios. No hay nada que marque mejor la lucha y la
distancia de clases que las entradas de servicio. En un tejadillo reconozco la
feraz Cymbalaria muralis, la picardía,
la yerba de campanario, los inacabables ojos de dos gatos me observan mientras
la corto.
Tengo tan lejos las Islas de Arán como las tetas pecosas de
Julianne Moore. Acabo de salir por enésima vez del hospital y por primera vez
estas caminatas me fatigan mucho, pero me encantan.