“Cuando la
ideología se convierte en religión, cualquiera que no imita las actitudes
extremistas es visto como un apóstata, un hereje o un traidor…" (Margaret Atwood).
"La patria es el último refugio de los canallas" (Samuel Johnson)
Como los viejos jardines medievales, los paraísos nacionalistas son mundos tóxicos, cerrados por muros. Dentro locos e idiotas con altavoces. Borregos nada apacibles deseosos de embestir, consolados por la masa, los escuchan. Para los nacionalismos, amar la propia tierra implica odiar la de otros. España nos roba, en Cataluña son unos desalmados.
No es una actitud que adopte, algo impostado, un 'postureo' como se dice ahora, pero confieso que me mola ser un traidor en esta cuestión de las patrias, para cualquiera de los bandos. No veo por qué he de hacer de un asunto tan azaroso como el lugar donde me nacieron un destino, una finalidad de mi vida.
No
tengo problema: soy español porque he nacido en España, ni es culpa ni
es
merito mío, como dijo, aquel soy español porque no me queda otra, para mí
sería
peor ser alemán, mejor ser canadiense y terrible ser ganés o mozambiqueño. Pero emocionalmente no soy de la
misma
España que la gente que cuelga banderas de sus balcones. Mi España tiene
que
ver con el idioma (que me piensa y me habla, más que con el que pienso y
hablo), con el clima, la gastronomía, el paisaje y la gente sin
demasiadas certezas y muchas dudas. La mía, me sigue gustando
pensar, es la España de los republicanos españoles, de Arturo Barea, Azaña y Antonio Machado, pero
también de Miguel de Molina, expulsado de España por maricón y
republicano, por este orden, y de mis amigos los cabreros de Gredos. Sin
embargo, la España que me toca habitar es también la de la gente de las banderas
en los
balcones. Son los que gritan, son los que tienen balcones, a menudo en
calles
bien céntricas.
Más
que las mentiras son las medias verdades, las afirmaciones tajantes y sobre
todo la ausencia de matices lo que convierte cualquier opinión en un dicterio
condenatorio. Mentir —ni siquiera esmerándose en ser verosimil— o no, decir verdad o no, tergiversar o
matizar, esa es la cuestión. La verdad reside en los matices.
El bufón ha ascendido al trono, sólo que no tiene gracia y sólo se burla de los débiles. Como
su tocayo, el desagradable pato de los dibujos animados de Disney, es un
histérico, un iracundo sociópata ridículo pero peligroso. Si es que piensa lo que dice
e incluso si es que piensa, dice sin ningún empacho las
cosas que piensa o que ni piensa, pero cosas
absolutamente lamentables. Con permiso de Alec Baldwin, Trump no precisa de caricaturas, él es la caricatura
de un ser humano: prepotente, xenófobo, racista, machista, ignorante, inculto,
matón, populista, tiene la consoladora
‘virtud’ de hacernos parecer a cualquiera de nosotros mejor por comparación. Este
tipo es exactamente lo que parece. Por eso es tan prolífico en Twiter, tan carente de matices como las redes que usa y abusa y tan afín a ese sistema tan
cómodo y eficaz de verbalizar invectivas. Este mamarracho de absurdo
flequillo-peluquín de Queens responde a una lamentable estética que se corresponde
puntualmente a su inexistente ética.
Sin
embargo —elogiemos a los hombres nefastos, desde Calígula a Kissinger—, no
debemos olvidar que Trump ha sido perspicaz en dos aspectos relacionados: ha
sabido estimular el voto de esa ‘América’ profunda, de ese Rust Belt, ‘cinturón
del óxido’ donde se acumula su caladero de votos de la White Trash, ‘basura
blanca’. Y como supremacista blanco, ha percibido claramente que, en
cierto modo, la “raza” blanca está (por fin) acabada, porque los ricos seguiran mandando
como siempre, pero ahora esos ricos ya son de todos los colores, sobre todo y
últimamente amarillos. Quizás sea un avance.
No
pretendo ofender, pero en un aspecto se pueden relacionar al sociópata Trump
y a los independentistas catalanes. Todos tan inquietantes y molestos. Al uno y a los otros les gustan los muros, sus 'paraísos' amurallados, invocan de contínuo la democracia y han conseguido dividir a las gentes de sus respectivos países en dos mitades bastante
irreconciliables. Si sigue siendo una finalidad de la política organizar
la convivencia, delegar y relegar la violencia a cauces institucionales y
evitar los enfrentamientos, aquel y estos desde luego no hacen política, sino la guerra, o la preparan. Cataluña
contra (el resto de) España y viceversa. Toda guerra es posible, aunque nos
parezca inimaginable; la condición necesaria aunque no
suficiente para que se termine produciendo es anunciar y enunciar que ese
enfrentamiento existe. Creer y argumentar que una confrontación es posibley hasta deseable; eso es hacerla más probable.
Somos
pretenciosos hasta con nuestras flaquezas, como cuando confundimos nuestros
errores vitales, la mera mala suerte y la a menudo inevitable desdicha con la
decadencia del mundo. El mundo no precisa nuestra ridícula ayuda individual
para decaer, si es que lo hace, como parecen señalar esos retrocesos históricos
que evidencian tanto Trump y Bolsonaro como el auge de los nacionalismos
(centrífugos, como los catalanes, escoceses o quebequenses, o centrípetos, como los españoles o británicos).
En cambio, no intentar cambiar las cosas que están mal, aunque sean (y sobre
todo) las de nuestro entorno inmediato, sí que contribuye. Influimos en esa
decadencia por defecto.
La
lógica difusa (en realidad ilógica) señalaría que como Trump es presidente de
una república eso es un argumento a favor de las monarquías. Y otros, igual de
burros, piensan, aquí y ahora (hacía el noreste de donde escribo), que reclamar
una república, en las condiciones que sean y por los medios que se tercien, es siempre progresista, democrático
y legítimo. Un mal rey no
descalifica la monarquía en su conjunto, ni uno bueno la avala, como no lo hace cualquier presidente de
una república. Un mal matrimonio no añade ni resta nada al valor de esa
institución o ratifica su absurdo, como un mal cura tampoco lo hace de la
religión (Chesterton opinaba incluso que era justo al revés refiriéndose a la
católica, él era un converso). Pero los malos políticos —Trump, Bolsonaro, los
independentistas catalanes y sus oponentes españolistas en el gobierno
español—, junto a las numerosas masas de los malos e ignorantes ciudadanos que los
retroalimentan, jalean y votan, convierten la política como institución realmente existente en algo no sólo
inútil sino perjudicial; ni siquiera un mal menor.
Las
ideologías, como cómodas suplantadoras de las ideas, siempre terminan siendo un
mecanismo de barrido de matices, de suplantación por tanto de la duda y la
verdad, de religiones en suma. El fundamentalismo es transversal. Se puede ser
un fundamentalista cristiano como se puede serlo musulmán o judío. Es más, se
puede ser un fundamentalista ateo; se puede ser un fundamentalista marxista y
un fundamentalista capitalista, un fundamentalista catalán y uno español, basta
con la intransigencia sin dosificar. Pero es que se puede ser fundamentalista
de cualquier buena causa: el feminismo, el ecologismo, la igualdad, la lucha
contra la pobreza, lo que se quiera. Ser fundamentalista implica una coraza
contra el diálogo.
Si
digo: todos los políticos son iguales, unos sinvergüenzas, estoy mintiendo
peligrosamente. Mientras no se demuestre lo contrario, los políticos son tan
necesarios como los controles eficaces para que no se salgan de madre y, en cambio, los ciudadanos apolíticos y críticos sin matices son
un peligro. En cambio si digo que demasiados políticos son una rémora porque
en lugar de solucionar problemas se dedican a crearlos, no falto a la verdad.
Yo
a los políticos profesionales lo primero que les preguntaría es por qué
terminaron dedicándose a la política —hubo uno, tan ingenuo o quizás sobrado de
desfachatez que lo dijo: “para forrarme” (Zaplana, hoy moribundo en la cárcel y
abandonado por los suyos). A cualquiera que conteste que lo hace para servir al
pueblo, por amor a la humanidad o respuesta similar lo metería en prisión;
preventiva, nunca mejor dicho.
Reconozco que según en qué casos
a veces los matices duelen, pesan, agobian, y es más consecuente decir, por ejemplo, que en resumidas cuentas Franco (descanse
en paz en una cuneta ignota, propongo) fue un golpista, un dictador, un asesino y, a la vista
del patrimonio de sus descendientes, un ladrón. Porque para matizar ya están los historiadores; lo mío es una descripción abreviada.