lunes, 30 de marzo de 2020

Y tú, ¿dónde haces lo de los percebes?



Según Emilio Lledó en la Grecia clásica cuando dos desconocidos se encontraban frente a frente uno de ellos decía “habla para que yo te conozca”, aunque algunos se la atribuyen a Sócrates cuando recibía por primera vez a un discípulo, y yo a Lledó. En cualquier caso es hermosa esa forma de darle prioridad a la palabra para conocernos y es algo que sigue vigente, incluso cuando la practican mentirosos como Trump o simuladores como la mayoría de los políticos en activo y pasivo. En el caso de los blogs se da incluso entre los lastimosos trolls anónimos cuando sueltan sus maledicencias: hablan y se les conoce, ya lo creo.


Pero hay otras formas de conocerse. Lo que hacemos; que no siempre es lo que somos pero da pistas. Creo que ya he contado aquí esta anécdota, pero me encanta. En una época en que Darwin ya era plenamente conocido y publicado El Origen su hijo George estaba jugando con un compañero de estudios y le preguntó a este “¿Dónde hace tu padre lo de los percebes?”. Se daba el caso de que por entonces Darwin estaba enfrascado en una monografía sobre los cirrípedos, percebes y demás criaturas incrustantes, y para no ser molestado por sus tres hijos se recluía en un invernadero en desuso. Lo bonito es que para George todos los padres se dedicaban a destripar concienzudamente esos bichos.


Deberíamos pedir, aunque no suele hacer falta, que nos hablen los demás para saber quiénes son, pero también preguntar y preguntarnos, dónde hacemos lo de los percebes, aplicado, claro está a cada caso: ¿dónde pintas’, ¿dónde escribes?, ¿dónde haces gimnasia?, ¿dónde follas? Y, sobre todo, ¿dónde lees? Yo lo hago en distintos sitios según el momento. En la esquina del sofá, prescindiendo del sillón, y por la noche en la cama con dos almohadas bajo mi nuca. La extrañeza de George, porque el padre de su amigo no diseccionaba cirrípedos y, por tanto, no era una actividad propia y habitual de los progenitores, se puede extender hoy a la pregunta: ¿Dónde leéis? Y la respuesta tristemente vacía puede ser en numerosos casos “en ningún sitio”. Todas esas personas hablan y son conocidas, pero no hablan para que se las conozca, hablan, a veces sin medida ni sentido, porque siguen inmersas en una tosca oralidad que no conoce los goces de la escritura y la lectura. 


Por cierto, la que sí es una anécdota socrática, ya que está en los Diálogos de Platón, es la que este le dijo a un discípulo que le intentaba contar otra cosa que dijo otro, un rumor: "SI AQUELLO QUE TIENES QUE DECIRME NO ES NI CIERTO NI BUENO NI UTIL, YO PREFIERO NO SABERLO. Y EN CUANTO A TI, TE ACONSEJO OLVIDARLO". Es lo que me viene a la cabeza cuando veo en Internet tanta cháchara sobre el Coronavirus que no es cierta ni buena ni útil.

sábado, 28 de marzo de 2020

Crónicas del supermercado.-2



Buenos días, reclusos. Mañana cumplo años, muchos. Lo celebraré solo. Abro el ordenador con la imagen querida y añorada de mi perra, que ya no cumple años. En el equipo de música suena la voz dulce y pedigüeña de Chet Baker, probablemente entrenada a solicitar una dosis. Me rodean mis libros, dulce compañía mejor para mí que la del niño Jesús de mis lejanas oraciones infantiles. Ya he hablado con mi longeva madre, optimista impenitente. El sol baña mi salón, como ayer el aguanieve. Primavera. He comprado el periódico y he ido al súper: pan, leche, cervezas, legumbres, plátanos. Los estantes vuelven a estar nutridos. Mascarillas y guantes. Tabaco y whisky. Camino a casa, perros con problemas de próstata, supongo, arrastrando a sus ufanos dueños con coartada.


Me hago el siguiente diálogo:


—¡Estoy harto de oír hablar de responsabilidad personal! ¡Ya he hecho todo lo posible para hacer que el mundo sea un lugar mejor para vivir!


—¿De verdad?


—¡Claro!¡He nacido!¿No?


—Oh sí, perdón por no darte las gracias


—¡Bienvenido al club!


Este es un dialogo entre Calvin y Hobbes, el niño y su tigre (¿imaginario?) que creó el genial Bill Watterson.


Pues bien, no tenéis que felicitarme, sino felicitaros por la suerte de haber coincidido conmigo en este mismo tiempo de este mismo mundo. Egocentrismo en estado purísimo. La modestia, esa virtud de los mediocres, ¿verdad Donald?



jueves, 26 de marzo de 2020

Caminar es mecánica cuántica, cuarta entrega






Hay un hermoso libro de César Antonio Molina, el poeta que, en un rasgo de humildad, ensució su carrera aceptando ser ministro de Cultura, que se llama ’Todo se arregla caminando’, lo que como sabemos por la entrega anterior de esta serie, es bastante cierto. Desde luego no lo empeora. Otro libro, de otro Molina, el novelista Antonio Muñoz se titula ‘Del caminar entre la gente’ que es un verdadero manual del perfecto ‘flaneur’ en la ciudad, ese deambular sin más objetivo concreto que el hacerlo y observar. Una secuela del Spleen de París de Baudelaire, el inventor del concepto y del término. Puedo mencionar más de cien libros que tratan de eso, del caminar, en soledad o entre la gente, de los que he leído al menos la mitad. Los hay más científicos, más poéticos, más narrativos, solitarios a menudo, en lugares insólitos y de lo más comunes. Todos tienen una cosa en común, elogian sin disimulo y con entusiasmo esa actividad. Más escasos son los que recomiendan el sedentarismo, como El viaje alrededor de mi cuarto de Xabier de Maistre, aquel que dijo que la mayoría de los males de este mundo se evitarían si la gente se quedase en sus casas, como se practica ahora con la reclusión por el coronavirus.


Caminar para meditar, para crear. Rilke fue viajando por Sevilla, Córdoba, Toledo, ciudades múltiplemente recreadas por otros, pero solo en Ronda, un destino inesperado en su época, que tampoco había previsto y que no era usual entre los viajeros ingleses, le permitió volver a escribir poemas.


Caminar es una forma de pensar. No es extraño; el ser humano fue nómada antes que sedentario, unas cien veces más tiempo. No es extraño, pues, que reflexión y caminata estén tan vinculados. Rousseau y sus Ensoñaciones de un paseante solitario, que ponía mucho empeño en no practicar con el ejemplo (su vida contradice una por una todas sus convicciones proclamadas, pero era un buen botánico). Thoreau, ese santo patrón de cierto ecologismo sentimental y vocinglero, que no sabía tanto de botánica pero adoraba los árboles y escribió un librito, que llamó simplemente Caminar, mucho más digerible que su pomposo Walden o la vida en los bosques. Uno de mis favoritos, Robert Walser, que escribía en billetitos como de papel de fumar. William Hazlitt y su modesto Dar un paseo, o Robert Louis Stevenson y sus Excursiones a pie. El paseo bajo los árboles de Philippe Jacottet. Los paseantes urbanos, recientes como Muñoz Molina o clásicos modernos, como Baudelaire, autor del término 'flaneur. Y Francesco Carreri y su Waldscapes: el andar como práctica estética. David Le Breton y su Elogio del caminar. On Roads de Joe Moran. Sicilia paseada de Vicenzo Consolo. La erudita La breve historia de las migraciones, de Máximo Livi Bacci. En los senderos, reflexiones de un caminante, de Robert Moor. El insuperable Wan der Lust (Una historia del caminar) de Rebecca Solnit.

La maravillosa trilogía de El tiempo de los regalos, de Patrick Leigh Fermor, que relata el largo viaje a pie de este héroe de la Segunda Guerra Mundial y gran helenista cuando tenía dieciocho años, en 1933, para cruzar Europa desde Inglaterra y Holanda hasta Constantinopla justo antes de la gran conflagración (El tiempo de los regalos, Entre los bosques y el agua y El último tramo). Podría seguir con Colin Thubron, Robert Macfarlane y un por fortuna largo etcétera. Se ve que los caminantes no sólo son excelsos pensadores y sino espléndidos escritores. A muchos, pienso, modestia aparte, les pasa lo que a mí: que escribir es una forma también de pensar, de cocinar las reflexiones obtenidas al caminar.


Y es que a pie se presentan infinitas posibilidades que a su vez conducen a múltiples conocimientos, desde nuestra evolución anatómica, apresuradamente señalada en una entrega anterior, al diseño de las ciudades, el trazado de los viejos caminos, a los filósofos, poetas y montañeros;la trashumancia y el nomadismo, las cañadas reales y las calzadas romanas, las trochas, veredas y coladas. De alguna forma caminar nos dispone en un estado en el que se alinean la mente (pensar), el cuerpo (caminar) y el mundo (lo que nos rodea). También los ritmos y cadencias de una buena prosa se asemejan a los de un buen paseo. Esto lo ignoran los turistas adictos a los autobuses y sus itinerarios frenéticos, pero caminar establece una relación única con el paisaje y con el paisanaje, altera a mejor nuestro modo de mirar, de sentir y de relacionarnos con el entorno, en especial si elegimos esas rutas ancestrales que han perdurado por siglos y que milagrosamente no han sido arrasadas por el asfalto, un enemigo del camino, puesto que la moderna carretera, no digamos la autopista, une vertiginosa dos puntos lejanos, pero separa y aísla los cercanos, las dos orillas de esa cinta odiosa.


Los senderos nos ayudan a entender el mundo de una forma inviable para los viajes de larga distancia en avión a los que la humanidad se ha vuelto adicta. A los lugares no hay que “ir”, hay que “estar”. El turismo es el antiviaje. Y tienen vida como los humanos, algunos son longevos, otros desaparecen ¿Por qué? Lo cierto es que paseando por eso que muchos llaman la Naturaleza, y yo, el campo, nos fijamos con mayor atención en cuanto nos rodea, los árboles y arroyos, las flores y los pájaros posados en sus orillas, como varía la luz. Y en la ciudad, ese balcón curioso, ese letrero que perdura, el gato furtivo, los geranios, las palmeras, los viejos adoquines de granito de la vecina sierra. Thoreau, no sin vanidad, se declaraba como inspector de ventiscas y diluvios. El verdadero pensamiento salvaje (Lévi-Strauss) es el deambular y el vagabundo un héroe, a veces forzado, a veces voluntario,  que nos recuerda que el aburrimiento es el otro nombre de la domesticación (y la domesticidad). No, no siempre el verdadero goce del viaje sea el regreso (Ulises). Y si no te convence del todo la modernidad, si no eres un sujeto a la moda, caminar es una forma exquisita de perder el tiempo, es decir, de gozarlo, y una forma de evadirse de esa locura impuesta, un modo de distanciarse de ella, de aguzar los sentidos. El caminar es cuántico, transforma el lugar por donde se transita, o al menos sus significados; el paisaje nos devuelve la mirada y nos cambia al igual que nosotros cambiamos a la partícula subatómica cuando la observamos.



¡Andar ! Nada lo mejora. Sólo lo complementa una mesa en un albergue al borde del camino, ya cansado y descalzo, cuando el vino nos hace por fin hablar y acariciamos a nuestro perro detrás de las orejas y oímos su suspiro de satisfacción. ¿O es el nuestro?