jueves, 20 de agosto de 2020

La moda del 'Nature Writing'


La moda del “nature writing” (aún no tenemos una traducción unánimemente aceptada en castellano) tiene de bueno, aunque parezca lo contrario, el que es una moda, y tiene de malo también que es una moda. Lo bueno que tiene esa moda es que significa que se está revalorizando, haciéndose presente, emergiendo, sobre todo desde el mundo anglosajón, una interesante literatura mezcla de ciencia (historia natural), filosofía (no siempre pedestre), autobiografía y ensayo, por tanto ajena a la ficción (Non Fiction), que aspira a vincular emocionalmente al lector con los paisajes y los entornos naturales, incidiendo en su valor y la necesidad de su conservación. Genera, en los mejores casos, una suerte de 'Garcías Lorcas' de la naturaleza y en los peores de unos ñoños 'Corín Tellado'. En España hemos tenido ejemplos de los dos, en el primer caso, excelso y pionero, el novelista Miguel Delibes, en el segundo, varios que me callo. De la emoción al empalago hay la misma distancia que entre el talento y la chuminez, o sea, cuidado. Tengo dicho ya que hay un ecologismo, yo creo que lamentablemente predominante, que apela al sentimiento sin pasar por el conocimiento: salvar las ballenas sin saber nada de ellas, y que eso para mí no conduce a una mayor sensibilidad sino a la sensiblería, a poner el carro delante de los bueyes en la necesaria de tarea de concienciar a la gente sobre la necesidad de la preservación de los espacios y especies naturales. Para amar hay primero que conocer. Dejemos las adoraciones a las religiones.

Pero la parte mala de toda moda es que por definición pasa de moda. Espero que no sea este el caso. Desde luego los maestros del género son los anglosajones, sobre todo ingleses y estadounidenses, y desde hace mucho. Es curioso, porque Inglaterra es muy rural pero carente de espacios silvestres verdaderamente salvajes o vírgenes, mientras que los Estados Unidos, por haber sido ocupados muy tardíamente, hasta finales del siglo XIX, por humanos con gran capacidad tecnológica, conserva muchos de esos espacios vírgenes y de hecho, la idea de los Parques Nacionales, como paradigma de la conservación de la naturaleza, se originó allí precisamente en esa época de la mano de pioneros como Muir alarmados por la veloz desaparición de esos parajes.  En el caso de Inglaterra, donde casi uno de cada dos jubilados es ornitólogo aficionado, herborista o geólogo ocasional, es justo por lo contrario, por la convicción de que, por un lado, lo poco que queda es un tesoro, y por otro, que, al contrario que en América, la larga interacción secular entre el hombre, sus cultivos y ganados y la naturaleza original han creado un armonioso mosaico, como los famosos setos vivos, que permite nadar y guardar la ropa, un dificil equilibrio entre conservación y producción, entre los petirrojos y la cebada, para abreviar, y el resultado es maravilloso: paisajes donde no hay árboles milenarios ni osos o pumas, donde se percibe la huella humana, pero delicada y armónica: campesina.

Entre los pioneros estadounidenses está John Muir, un escocés que emigró a Estados Unidos en el siglo XIX y murió en California a comienzos del siglos XX. Su libro más conocido en español es Cuaderno de Montaña. Aunque curso estudios universitarios de geología y botánica, su interés por Yosemite, uno de los grandes espacios vírgenes de su nación de acogida, le hizo instalarse en una cabaña en ese valle mientras su fama y su mensaje conservacionista crecía entre el público. Consiguió que el presidente Theodore Roosevelt le acompañara al lugar y le convenció de crear una reserva intocada, se trata del primer Parque Nacional; modelo que se exportó a Europa no siempre con acierto.

Aldo Leopoold fue otro pionero ambientalista en la misma época que Muir. Agrónomo, silvicultor, guardabosques, activista (uno de los abuelos del ecologismo actual) y escritor, su obra más conocida es el delicioso dietario donde recoge sus observaciones durante un año: A Sand County Almanac, traducido a veces como Un año en Sand County, en una zona de Wisconsin. Ha marcado un estilo que se prolonga hasta los autores más recientes. Está considerado el fundador de la ciencia de la conservación.

Ahora mismo ya existen numerosas ediciones de este género, incluso hay colecciones editoriales exclusivamente dedicadas a él. Solo voy a mencionar dos autores que me gustan mucho; uno joven, Robert Macfarlane y otro que es ya un clásico en vida, Wendell Berry. Berry era profesor de la Universidad de Nueva York donde se había desplazado desde su Kentucky natal para iniciar su carrera de escritor, pero abandonó todo y volvió a Kentucky para dedicarse toda su vida a proclamar una filosofía de austeridad en contacto con la naturaleza. En una época en la que se sentía vivamente la alargada forma de la modernidad, el huyó de la gran metrópolis porque se dio cuenta de que las historias que él quería contar no estaban allí, donde ya había suficientes plumíferos que lo hacían adecuadamente y no quiso ser una desarraigado cronista de su propio desarraigo. En Estados Unidos es un referente absoluto que desafía tanto las ideologías rapaces de las derechas, como el cosmopolitismo individualista de las izquierdas, y nos habla de autosuficiencia en estos tiempos globalizados, del placer del trabajo de la tierra, de la sobriedad. Pero sobre todo es un magnífico escritor que marca una senda sin conformismo, conformarse con menos consumo y menos despilfarro; de una cultura de la sobriedad feliz de ir más despacio, de prestar más atención al entorno, de disfrutar. Muchos le están descubriendo ahora, su mensaje está muy de moda, pero lleva seis décadas hablando de este modo. Sólo conozco un libro suyo, una recopilación de artículos, recientemente traducido, El fuego del fin del mundo.

Macfarlane es un inglés nacido en 1976 que tiene ya una gran obra a sus espaldas y ha sido además abundantemente traducido en España: Bajo tierra, las montañas de la mente y sobre todo mi favorito: Los viejos caminos. Ha ganado numerosos premios y es toda una figura popular en Reino Unido y adorado por montañeros, espeleólogos y senderistas.

Es inevitable, como en toda moda, que muchos sólo retengan la parte más superficial y glamurosa, más 'guai', de estos autores, pero otros quizás descubran una forma de ver la vida diferente aunque no apta para ser seguida sin renuncias; unas formas de activismo inteligente y no sectarias y, sobre todo, una literatura estimulante y de gran calidad si sabemos elegir a los autores más valiosos.


domingo, 16 de agosto de 2020

Premisa: para salvar las ballenas hay que llevar a los niños liberianos a Disneylandia

 

Yo todas las mañanas me levanto dispuesto a reducir la pobreza y las desigualdades en el mundo, luchar contra el cambio climático y contra la disminución de la biodiversidad. Pero tras reciclar envases, no tirar papeles al suelo, no disparar a elefantes, no evadir al fisco de mi país, ser educado con el prójimo y ser amable con los vecinos, es decir, comportarme como no lo haría un monarca Borbón, me encuentro con que el único elemento al que ingenua y verdaderamente enfrento es el capitalismo al que algunos llaman libre competencia y algunos, más fieros, simplemente libertad. Y entonces se me caen todos los palos de mi precario sombrajo, porque mientras los niños de Liberia no puedan ir a Disneylandia y en cambio tengan que empuñar “juguetes” como los Kalasnikov yo no puedo creerme ni que lo mío sirva de mucho ni que la libre competencia sea libre. 

En los lejanos ochenta, cuando Holanda era un país amable, sus verdes tenían el lema, que a  mí siempre me pareció optimismo ingenuo, de que si todos barremos nuestra puerta el planeta sería estupendo, o algo así. Pero por la mañana barres esa puerta, envitando traspasarle la basura a tu vecino, y si consideras que tu vecino también es el Tercer Mundo, te sobresaltas descubriendo que se lo mandas allí. Eso y que te desayunas viendo una nueva marea negra de un superpetrolero partido en dos mientras limpias tu casita, tralaralarita.

 Ya lo he dicho en otras ocasiones; a la gente nos resulta más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo, hasta tal punto su conjunto de leyes del embudo las seguimos viendo tan inevitables como la Ley de la gravitación o la segunda de la termodinámica. El enfoque es más esclarecedor si se considera que la contaminación (Pollution), incluyendo el cambio climático; la pobreza (Poverty), en la que también incluimos la pérdida de biodiversidad y no sólo la socioeconómica y la creciente brecha desigual, y el crecimiento de la población, que no es solo la bomba demográfica multiplicada por el consumo de recursos y la producción de desechos per capita (Population), esto es, las tres P del olvidado ecólogo Kormondy, no son efectos indeseados del sistema, sino elementos imprescindibles del mismo. No es que el capitalismo tenga externalidades y efectos indeseados como las llaman los economistas del eufemismo, es que funciona así: para crear ricos (que algunos llaman crear riqueza, en abstracto) se necesita crear muchos más pobres; y para que algunos se enriquezcan se precisa empobrecer el patrimonio natural de todos, porque el apropiador de la plusvalía y el destructor ambiental son el mismo agente social. 

Y sí, es verdad que todos estamos embarcados en la nave Tierra, esa bella bola azul que flota en el espacio, y si nos hundimos, nos hundimos todos. O no, porque el Titanic evidenció no solo la inane prepotencia tecnológica frente a los icebergs, sino que se salvaron proporcionalmente muchos más de primera clase que los demás. Y eso que no viajaba nadie en las sentinas, como ahora muchos.

No quiero ser agorero, para eso se basta y sobra la puta realidad. Pero creo firmemente que los únicos políticos útiles no son ni siquiera los honrados y bienintencionados, sino los que demuestren no estar abducidos por la inevitabilidad capitalista, que venden tantos economistas en nómina, y se reivindiquen como políticos, esto es, que pretendan poner en práctica formas y métodos para controlar esa economía rapaz. Y si de paso salvamos las ballenas y llevamos a los niños liberianos a Disneylandia (o aún mejor, la cerramos) pues mejor que mejor. 

El problema también reside en que a nuestros niños les enseñamos que hay que salvar a las ballenas pero no por qué son tan jodidamente pobres los niños liberianos. Ese ecologismo imperante, más sensiblero que sensible y sobre todo ignorante, coloca los bueyes delante de la carreta, es decir, apela al corazón ocultándonos la razón, pero para amar algo se necesita conocerlo previamente, o como decía irónicamente Burt Simpson a su políticamente correcta hermana Lisa: "¿Hoy que has hecho por tu novio, el Planeta?" Al planeta le da igual que le salvemos, no lo precisa, pero ¿adivinan a quien hay que salvar y sobre todo de quién?

sábado, 15 de agosto de 2020

De las tradiciones a olvidar

 

Creo que se ha abusado desmesuradamente del aforismo de Eugenio D’Ors de que “todo lo que no es tradición es plagio”. Veamos; si tomamos tradición como transmisión de cultura en sentido amplio, de legado del fluir histórico, nada que objetar. Precisamente parte de lo más lamentable de esos ingeniosos culturales modernos es no conocer ese legado, lo que les hace no ser innovadores, sino ignorantes, redescubriendo la pólvora sin saber además que ya está descubierta. Por tanto, toda novedad aupada a los hombros de los gigantes que nos precedieron, es muy válida y no plagio.

Pero yo me querría referir a todos aquellos que invocan la tradición como justificación a barbaries del pasado que deberíamos olvidar por imperativo ético y estético: los toros de la Vega, donde se alancea un hermoso animal en medio de una persecución sañuda y rodeados de energúmenos vociferantes que dan vergüenza ajena, puesto que la propia resulta obvio que no la tienen. De esa tomatina en la que se desperdician toneladas de ese maravilloso fruto incomparable maltratado no solo por esos gilipollas sino por la agricultura industrial que ha conseguido hacerles perder su sabor.

Evidentemente, es fácil ridiculizar por el mero sistema de reducción al absurdo esa supuesta justificación reclamando que se trata de una tradición de siglos (se suele exagerar en la antigüedad de tales festejos, como en la edad de los árboles, si un poco gordos ya milenarios). Por las mismas, podríamos reivindicar la quema de herejes y el ajusticiamiento público para recreo de los vecinos y tantas otras cosas felizmente superadas.

Quizás no toda tradición es plagio, pero muchas tradiciones lo que son es traiciones al mundo secular y cívico.