A la memoria de mi amiga Rocío, a la que echaré de menos siempre
“ἓν οἶδα ὅτι οὐδὲν οἶδα, hèn oîda hóti oudèn oîda”. Yo sólo sé que no
sé nada, en griego clásico. La famosa frase de Sócrates es quizás una leve
exageración, algo impostada. El filósofo sabía bastante más que eso, pero
deseaba señalar que tener consciencia de la propia ignorancia era el único
comienzo para conocer algo. En nuestros tiempos esa máxima la tienen presente
no sólo los filósofos, sino la mayoría de los científicos. No así, me parece,
la inmensa mayoría de la gente común. Sin ir más lejos, hoy en día no sabemos cómo
sonaba o se pronunciaba la frase inicial griega, porque ignoramos el sonido de
esa lengua aunque no su lenguaje escrito. Hay demasiada gente que no sabe pero
cree saber. Hay conocimientos conocidos: hay cosas de
las que sabemos que las conocemos. Hay desconocimientos conocidos: es decir,
hay cosas de las que ahora sabemos que no las conocemos. Pero también hay
desconocimientos que están por conocer: hay cosas de las que no sabemos que las
desconocemos. Y cada año descubrimos algunos más de esos desconocimientos por
conocer. La ciencia es una forma de conocimiento (no la única, pero sí la más
exitosa indudablemente) que mantiene la falsación como sistema; todo debe ser
corroborado por sus pares, pero además la ciencia va abriendo nuevos
interrogantes conforme va encontrando soluciones. Por eso la ciencia tiene
quizás más esencia en sus preguntas que en las meras respuestas.
Otro
error es confundir la Información con el Conocimiento y éste a su vez con la Sabiduría.
Nunca en la historia del mundo hemos tenido más información sobre todo, pero si
esa información no se organiza y articula, obteniendo conclusiones refutables o
verificables, sólo serán datos sin más. A su vez el conocimiento no siempre
permite el paso a la sabiduría, es decir, a la aplicación de ese conocimiento a
nuestra vida. Eso se aprecia perfectamente en la actual crisis del
calentamiento global del planeta, el mal llamado cambio climático.
La
sociedad actual está organizada en torno a la abundancia de información y el
subsiguiente conocimiento, pero cualquiera puede darse cuenta que de ahí no se
deriva una sociedad más sabia, sino en algunos aspectos incluso francamente
suicida. Nuestra forma de explotar los recursos del planeta y de relacionarnos
con el resto de la Biosfera, incluidos nuestros semejantes así lo evidencia. Porque
los destructores de ese deseable equilibrio ecológico que pone en peligro la
sostenibilidad de nuestras sociedades y los codiciosos apropiadores de la plusvalía
que se enriquecen empobreciéndonos a todos los demás, son los mismos agentes
sociales. Por eso los ‘verdes’ no deben ser simplemente como las sandías:
verdes por fuera y rojos por dentro, sino como los tomates, verdes desde el comienzo
y rojos cuando maduran. La mezcla de codicia (apropiación sin medida de la plusvalía)
e ignorancia (confundir la información con el conocimiento, no ser conscientes
de lo que desconocemos y no aplicar lo que conocemos sensatamente) es lo que
nos lleva por un peligroso camino.
Sin
las bacterias, que en sus múltiples variantes pueden ingresar en la biosfera el
flujo energético desde el Sol y pueden cerrar el ciclo de la materia, no se puede
entender la biosfera, pero también hoy por hoy sin los humanos que transforman
el territorio y esos flujos de manera drástica. Quizás nuestra forma de
explotar y habitar la Tierra no sea más que otra de las muchas maneras en que un planeta
vive y muere. La especie humana no es un parásito, como algunos misántropos bienintencionados
señalan. Porque el parasitismo es una forma de vida obligada, los parásitos no
tienen otra opción que esa forma de depredación sibilina, como los leones al
cazar gacelas. Somos una plaga. Una plaga lo puede ser casi cualquier organismo
que no se autorregula, por ejemplo los nobilísimos elefantes si prosperan
demasiado en un área confinada y acaban con toda la vegetación de esa zona y y
especialmente sus árboles. Una plaga como la humana puede ser consciente de sí
misma y autorregularse: no está obligada al suicidio. Ese es mi precario optimismo.
Decía
Alejandro Zambra que leer es aprender a estar solo. Lleva razón, y añado que
estar permanentemente conectado a los teléfonos inteligentes y las redes
sociales es justo lo opuesto. Y no sólo leer. Mirar de verdad (cosa que las
pantallas omnipresentes evitan) es aprender a estar solo; reflexionar es
aprender a estar solo; escribir es aprender
a estar solo y amar es prepararse para acabar solo. Aprender a estar solos es
el aprendizaje más difícil. Esa es mi convicción, un optimismo informado, es
decir, un pesimismo. Mi pesimismo. No tengo ni idea de cómo va acabar todo esto. De momento
tiene mala pinta. Corto y cierro.