lunes, 29 de agosto de 2022

Infancia (parte dos)

 

A los cinco años yo era un niño escuchimizado incluso para los exiguos parámetros de la segunda década de posguerra. Me llevaron al médico, entre otras cosas porque no manifestaba ningún interés por la comida, por ninguna comida; no era caprichoso, era absolutamente inapetente. Recuerdo (o me han dicho, ya se sabe lo que pasa con los recuerdos infantiles) que en una ocasión me comí con gran placer un bollo en una pastelería. Mi padrastro compró inmediatamente todos los que había y me permitió comérmelos uno tras otro. A partir de ahí también aborrecí esa excepción. El médico después de varias pruebas detectó una anomalía en mi corazón: tenía cierta hipertrofia del músculo cardiaco que se veía constreñido por mi pequeña caja torácica. Vitaminas, calcio 20, reconstituyentes, control de las actividades físicas (exención de la gimnasia en el colegio, lo que no me impedía trepar a los árboles o jugar al fútbol, puesto que para controlar a un niño solo se puede hacer colocándole esos radiotransmisores aún por entonces no inventados que se utilizan con animales en peligro de extinción…como yo) y lo mejor de todo: largas estancias en entornos sanos y aireados: ¡el campo!

A partir de entonces yo permanecía seis meses en Madrid y seis en un pueblecito de la cuenca del Alberche en Ávila. Me crie en esos años decisivos hasta los catorce como un extraño y mágico híbrido entre un urbanita que les explicaba a mis colegas pueblerinos lo que era un tranvía, y un rústico que les ponderaba a mis amigos de Madrid la mejor forma de buscar nidos y atrapar lagartos. Me adapté a ambos entornos tan eficazmente que era una suerte de líder en los dos. Estaba tan adaptado a los usos y costumbres del pueblo, con escasa supervisión maternal y un padre ausente por partida doble, que yo solía ser el primero en proponer ir a tirar piedras a los niños veraneantes, porque no podía imaginar que yo también lo fuera en cierta medida. Desarrollé la capacidad torácica necesaria para mi gran corazón y cierta brutalidad probablemente también necesaria, cierta impasibilidad ante contratiempos como raspones, heridas sangrantes, picaduras de escorpiones (una vez, las demás era yo el que les picaba a ellos aplastándolos) y demás incidentes. Se cuenta, porque yo no lo recuerdo, que cuando aún no sabía nadar me caí en una profunda poza en el río. Un maderero que andaba por allí me sacó rápidamente y lo primero que dije aún chorreando fue “¿y mí gorra?”.

El pueblo se situaba en una hondonada en los aledaños del Macizo Occidental de Gredos rodeado de laderas cubiertas de pinos piñoneros, el terreno de mis andanzas. En un alarde de imaginación el pueblo de llamaba y se llama Hoyo de Pinares. Este año ha ardido por completo. No creo que quiera ver el resultado, como no quise ver la proliferación de horrendas urbanizaciones que siguieron a mi marcha definitiva.

domingo, 28 de agosto de 2022

Infancia

 

Cuando yo era niño en los pueblos solo había dos televisores, el de la casa del rico del pueblo, vetada al resto de los mortales, y el del Teleclub. El Teleclub era un democrático invento para que todos pudieran disfrutar de ese otro invento reciente, al menos en España, la tele. En el Teleclub del pueblo de Barajas donde vivían mis primos y donde mi tío Carlos trabajaba en el cercano aeropuerto (no confundir ambos) vi los primeros programas en blanco y negro. Había que llevarse la silla, no hacía falta estar callados y se veía lo que echaran en el único canal de televisión. Supongo que el jefazo milagrero de todo aquello sería el futuro presidente de la remota democracia, Adolfo Suárez.

En aquel pueblo al que no he vuelto, ni supongo que mis primos, nos bañábamos en enormes charcos de agua de lluvia que se acumulaban en desmontes periurbanos o en mitad de los caminos. Nadábamos, yo era el que mejor lo hacía, y procurábamos no pisar el cieno del fondo para no enturbiar el agua. A veces construíamos una improbable balsa que era el pretexto para naufragios buscados.

Yo era el más guapo de mis primos (ahora creo que es mi primo Carlos, el mediano) y el más mandón, puesto que era el mayor. Y como grupo éramos una tropilla entre salvaje y civilizada (leíamos tebeos).

Pero en realidad ese pueblo no era Barajas, sino que se llamaba Infancia. Infancia pobre pero no mísera y nada resentida. Otro día os cuento la otra mitad del cuento.



jueves, 25 de agosto de 2022

Verano

 


Se cumplen años, a más velocidad que en la infancia que en un solo verano se recorría toda una vida. Pero ahora he descubierto el epitafio de aquel cura piamontés: ahora me toca a mí, pero no me enfado si alguien quiere pasar primero. He pasado un mes largo y un largo mes de agosto con mi madre de 93 y ni perra de dos en la casa del pueblo al pie de Gredos. Es una escala de uno a mil, dos mil metros de altura al fondo a 20.000 metros de distancia en línea recta. En ese espacio, en ese tiempo he leído mucho y paseado poco por culpa del calor. Las otras lindes más próximas han sido el laurel macho del jardincillo del norte de la casa, que planté ignorante de su sexo, y el laurel hembra del gran patio delantero presumiblemente sembrado por un pájaro y que compite valeroso con la liana del jazmín y la sombra de las parras. En la casa no hay televisor, está en el pajar donde el calor y la inane programación me hacen desertar. El precio del gas, los incendios, la guerra allá arriba, siempre lo mismo, desventuras que solo aprovechan a los mismos, que solo aprovechan a los príncipes. Además del calor, atenuado por los anchos muros de la casa, los días de fiesta han sido un horror, por fortuna pasajero, que hacían huir el sosiego, la soledad y el bendito silencio, dale a un imbécil un altavoz y convertirá el paraíso en un infierno. Ruidosos dispépticos chavales, que no son ni de aquí ni de allí, periféricos comedores de la manzana equivocada. Así que me dirigía muy temprano a la Dehesa Calabazas junto al embalse, milagrosamente lleno, donde ya no vi las espátulas de febrero pero sí un flamenco aislado por la dispersión después de la cría, completamente blanco porque en estas aguas no hay artemias que le presten el rojo. Además tras las fiestas han desaparecido de las calles esas metástasis de chapa como llamaba Von Rezzori a los autos. También he leído los dos libros de evolución de Millás y Arsuaga, y como en la mente del principiante hay muchas más posibilidades que en la del experto, y como las preguntas son siempre más sugerente que las respuestas, me ha gustado más la parte del primero que la del segundo, con el que a veces ni estoy conforme. Sin necesidad de incendios el campo está calcinado, los veneros secos, desaparecidas hasta las pocas hierbas que delatan la humedad. Este otoño habrá menos uva y menos bellotas, menos vino y menos jamón. El nombre de este verano, que merece un bautismo como los huracanes y las grandes tormentas, es Bochorno. Ansío ya el otoño y echo de menos la ciudad, como un diabético la insulina.