sábado, 30 de mayo de 2020

No se trata de salvar a las ballenas, sino de no irnos a la mierda con ellas


De los viejos oponentes —que con razón te consideran su enemigo—mejor es olvidarse para concentrarse en las nuevas generaciones que tienen el lógico defecto de considerar que ellos han inventado el mundo, con sus besos y sus viajes; también con razón. Pero ni ellos son el centro del mundo ni tampoco nosotros. Nosotros no somos el centro del Planeta, al igual que la Tierra no es el centro de nuestro Sistema Solar, ni nuestro Sistema Solar es el centro de nuestra periférica galaxia, ni nuestra galaxia es el centro del cosmos. En realidad, buscar centros fuera del círculo es una aberración, geométrica y metafísica. Pero el ser humano lleva en su interior el absurdo antropocéntrico, como demuestran todas las religiones, que ponen el resto del mundo físico como una dote de nuestra especie y hasta la ciencia en cuanto se descuida. Los humanos somos muy inteligentes; definiendo la inteligencia como se quiera, lo que no somos tan claramente es racionales. Racionales son los ordenadores, nosotros somos una mezcla más interesante con lo emocional, bien lo saben los políticos, que es de la pocas cosas que saben bien.


Y también somos una novedad en la biosfera basada fundamentalmente en nuestra inédita (de grado y de esencia) capacidad para transformar drásticamente nuestro entorno. Capacidad que ha llegado en nuestros días a transformar el planeta entero, con sus cubiertas gaseosas, terrestres y acuáticas incluidas. Sin embargo nuestra capacidad ética, que es decir racional en el fondo, no va a la par y somos como un niño con una caja de cerillas y las cortinas del salón a mano. En teoría tenemos no obstante la capacidad de supeditar nuestras acciones a cuestiones morales. También somos únicos en eso. El resto de los animales pueden ser en ocasiones altruistas o egoístas, y ambos aspectos reportan beneficios, en el hombre también. Pero el Principio de Cautela: no hacer algo por el simple hecho de que se puede hacer pero quizás no se deba porque pueda tener consecuencias inoportunas, no va con nosotros, se trate del automóvil o de la bomba atómica. Con ese antropocentrismo y esa carencia de prevención es fácil deducir la mayoría de nuestros problemas y también de nuestros logros. Gobernamos un mundo biológico global e interconectado, unitario como si lo constituyeran nuestros enseres.
 

Un gen de una bacteria puede ser incorporado a una célula vegetal que ingiera un animal que comamos nosotros, porque todos los códigos y claves básicos de la materia viva responden al mismo plan desde su origen y los mismos átomos de carbono, oxígeno, hidrógeno, nitrógeno, fósforo, calcio, potasio y demás sirven para construir animales, desde un protozoo a una ballena, plantas, desde un cocotero a un musgo, y hongos ¿Y nosotros? Nosotros no ‘pensamos’ como especie, o mejor, no nos comportamos como tal, del modo que sí lo hacen los elefantes e incluso nuestros parásitos. Racionales imperfectos pensamos como grupos, naciones, religiones, bandas en el fondo, y lo único en lo que jamás pensamos es en el lugar que nos corresponde en la biosfera; mejor dicho, creemos que ese lugar es el de máximo administrador de la misma, aunque la conozcamos precariamente.

Salvar el planeta es la mayor ingenuidad que parte de ese mismo antropocentrismo, porque los que nos tenemos que salvar somos nosotros. El planeta ha discurrido con atmósferas con mucho mayor contenido en CO2 y lo contrario, con altas y bajas temperaturas. El único hecho es que en los escasos milenios que nuestras civilizaciones han existido hemos tenido los climas más convenientes para ellas y para nuestra especie, pero eso puede cambiar, está cambiando de hecho. Somos nosotros los humanos los que necesitamos estos climas, estos paisajes, estos mares con el contenido químico preciso; muchos otros animales también, que nos acompañarían entonces en nuestro declive, pero otros no, o bien cambiarán para adaptarse; de eso se trata. Por eso somos ahora un azote planetario, por nuestra enorme capacidad tecnológica; un azote para nosotros primeramente ¿Salvad las ballenas?, claro, para salvarnos nosotros. De hecho, que sigan existiendo ballenas es un buen indicador de que no todo está perdido para los humanos.

No podemos confiar en la economía tal como existe en la actualidad, porque necesitaría asignar valor económico a todos los recursos y bienes ambientales, que precisamente se consideran sin precio (no inapreciables). Por otro lado, en realidad del mismo lado, está la política, que debería poner coto y condiciones a ese despilfarro y a esa destrucción, pero cada vez está más abducida por la idea de que los preceptos económicos del capitalismo son intocables en lo esencial. La conclusión  es tener un entorno crecientemente deteriorado y apropiado por unos pocos y unos ciudadanos convertidos en clientes. Las ideologías progresistas, las izquierdas, han construido el concepto de bienes públicos, que no creo que sea consubstancial a los humanos que en su mayoría siguen comportándose con ellos como si lo que fuera de todos no fuera de nadie y, en cualquier caso, una excepción como los Parques Nacionales frente a los Polígonos industriales.

La política tiene que ser la administración de los bienes públicos, deseablemente crecientes, no la mamporrera de la economía al uso, y su gestión ideológica. Y además hay que gobernar con la gente y no sólo para la gente, entre otras cosas porque los políticos tienden a arrogarse la idea de que saben lo que quiere la gente. Pero para ello es condición sine qua non que la gente esté educada para pensar por sí misma. Ahí es nada. La gente lo que ha aprendido, al menos desde la Antigüedad hasta ahora, es a mostrarse como clientes insatisfechos: “tenemos derecho a Internet”. Una sociedad que tiene como modelo al niño consentido y caprichoso, llena de derechos privados y sin obligaciones colectivas o sociales asumidas; véase esta pandemia. Una sociedad con una caja de cerillas en la mano.

Si no cambiamos el modelo económico, la educación, nuestros sistemas de valores, el paradigma del crecimiento y el desarrollo, la equidad ecológica y social, entonces, ya pasa, gobernar de veras y no simularlo será más difícil, cada vez más hasta que algunos, quizás los mismos que ahora, simplemente mandarán. Y todos nos mandaremos a la mierda, pero no el planeta.

domingo, 24 de mayo de 2020

No soy nacionalista ni tampoco soy un pájaro


Para los que no han llegado a entender la Evolución y creen que es la historia de un progreso ascendente, que naturalmente conduce a nuestra especie, y no unas geniales ocurrencias tan oportunistas como azarosas (el azar y la necesidad) que adaptan a toda la multitud de los seres vivos a los ambientes más variados, les sorprenderá saber la superioridad de las aves, esos dinosaurios persistentes, sobre nosotros y no solo por el vuelo, aunque sí relacionado con él. Los pulmones, por ejemplo, son mucho mejores que los nuestros ya que están capacitados para extraer el oxígeno tanto al inhalar como al exhalar, merced a los sacos aéreos que desde los pulmones se extienden e hinchan incluso hasta el interior de sus livianos huesos, de modo que al expulsar el aire retenido vuelven a tener ocasión de tomar ese oxígeno, como válvulas de doble entrada. Por supuesto tienen mejor vista y muchos otros detalles envidiables, como la configuración de los tendones y músculos que cierran y abren los dedos de sus patas, ya que si se encuentran relajados, sin esfuerzo, se cierran y se aplica ese esfuerzo al abrirlos lo que les permite permanecer agarrados a una rama por tiempo indefinido; prueba a hacerlo tú colgado de ella. Bien, valga este excurso para demostrar nuestro verdadero sitio en el planeta, que es ocuparlo todo y además transformándolo todo, no siempre para bien, ni siquiera para nosotros mismos. Eso es lo que hacemos con nuestras manos, liberadas de la locomoción y además aptas para la manipulación delicada, y con nuestros cerebros hipertrofiados, cuya razón, o sus sueños, también producen monstruos además de lavadoras y satélites artificiales.


Esa transformación no afecta solo a lo material o físico, también a lo imaginario, como todo lo que se refiere a la cultura, no entendida esta como simple ornato, sino como la entienden los antropólogos, todo el utillaje material e inmaterial, desde los cubiertos de mesa a las canciones de cosecha. Uno de esos inventos o por mejor decir invenciones es el dinero, tan relevante como la rueda o la escritura, dioses más o menos inmateriales. Otro son las naciones que algunos ensayistas la denominan también dioses útiles. Útiles pero peligrosos, añado, porque la idea de nación siempre implica la de identidad nacional, que es una construcción histórica producto, sí, de acontecimientos decisivos, pero también de otros perfectamente contingentes. El paso de una idea como la identidad nacional a otra que sostenga que esa identidad, en parte tan decisiva e inexistente materialmente como el dinero, es superior a las demás y que está abocada a un destino más alto, es fácil de dar y se ha dado muchas veces, siempre con resultados desastrosos para propios y extraños. A eso lo llamo nacionalismo.


Inglaterra, Francia, Alemania, Italia, Rusia, el Imperio turco, Estados Unidos o los países latinoamericanos son construcciones nacionales relevantes y cada una peculiar, unas como antiguas colonias, otras como amalgama de tribus o regiones, pero todas producto también de múltiples factores perfectamente contingentes. No hay pues nada atribuible a un designio providencial o misterioso; no hay tampoco ningún genio colectivo que al modo del de la lámpara de Aladino, habite desde hace milenios (nunca menos) entre los nativos de un país.


Construir identidades no se acaba con las admitidas en la ONU, claro, sin ir más lejos ahí está, además de la española, la vasca, catalana o gallega, incluso la andaluza. Para entender algo tan meridiano como complejo o diverso en sus detalles pero común en lo esencial, hay que desprenderse de las emociones o someterlas a la razón y el conocimiento histórico. Qué fácil es decirlo: someter los sentimientos a la razón, cuando lo fácil y lo utilitario a corto plazo es poner la razón, incluso cuantificada, al servicio de los sentimientos. Por eso yo me cago en todas las patrias, empezando por la que el azar de mi nacimiento me ha adjudicado, pero desde luego no me limpio el culo con el papel moneda. Mejor me lo limpio con las banderas. Yo no me siento español, salvo en el lenguaje materno y en la comida, aunque me encantan muchos otros idiomas y multitud de gastronomías. Tampoco me siento pájaro, aunque a ratos me gustaría, pero es un hecho que me daría igual ser catalán que autrohúngaro.


martes, 19 de mayo de 2020

El pueblo virtuoso y el diablo que soltó al burro




Manuel Arias analiza la soberanía para concluir que superadas las épocas de los soberanos absolutos no por ello no siguen existiendo soberanos, o su ansia, o su demanda en forma de los populismos, aunque no sólo. La principal idea, por llamarla algo, de los populismos es “la contraposición entre un pueblo virtuoso y una elite corrupta que ha puesto la democracia al servicio de sus intereses” Es eso de “todos los políticos son iguales”; es eso de “la casta” de Podemos (hasta que ellos se convirtieron también casta). Evidentemente una condición necesaria, aunque no suficiente por fortuna, para ser corrupto es estar en disposición para serlo, por lo que los políticos ‘pueden’ serlo mientras que el ciudadano de a pie no o sólo en asuntos menores; al menos en las cosas más importantes que nos afectan a todos. Pero en lo que de ninguna forma creo es en la existencia de ese supuesto pueblo virtuoso y esa siempre invocada voluntad popular. Por eso la democracia es el menos malo de los sistemas políticos, porque no representa, al contrario de lo que afirman tantos, ninguna voluntad popular, sino que por el contrario es la penosa adición, en lo que se refiere a las elecciones, de voluntades y el descarte de otras; un abuso de la estadística como decía ese genial reaccionario que fue Borges. En cualquier caso, siempre un difícil consenso.


Esa idea idealizada del pueblo y su voluntad popular —para mí opuesta a la idea más pedestre y práctica de ciudadanía— es además de falsa una hipocresía. Hay que compadecerse de los demás para sentir una sociedad sin tantos riesgos y para evitar mirase a uno mismo, no vaya a ser que lo que se descubra sea bien feo. Sólo que la sociedad es el jardín de las malicias. En el panel izquierdo del tríptico, al modo del Bosco, está el paraíso de los pudientes, los poderosos, esa casta; mientras que en el centro están las malicias de ese pueblo en el fondo tan pecador en pensamiento y palabra aunque no en obra, porque no puede, de los poderosos. El infierno del panel derecho, claro, reúne a los que siempre pagan los platos rotos o el pato (curiosa expresión).


Afirmar ufanos que vamos a salir todos mejor tras la pandemia es una forma de confundir una tregua con la paz. Seremos en lo esencial los mismos de siempre; igual de incultos, igual de codiciosos, igual de indiferentes. Lo esencial en una democracia, lo que las hace mejor dentro de su siempre manifiesta mejora, son los contrapesos al poder, los tres famosos poderes, legislativo, ejecutivo y judicial, independientes entre sí, y también los controles desde fuera, no sólo una prensa libre y una libertad de expresión sin cortapisas, sino un conjunto de ciudadanos, esto es de votantes, contribuyentes y demás, verdaderamente educados. Por eso no solo la verdadera educación nos hará libres, sino que nos hará ciudadanos cabales, vacunados contra populismos y contra la codicia, la ignorancia, la violencia y la indiferencia de los poderes, y sobre todo contra los mensajes simplistas. No se debería olvidar que esa ‘elite corrupta’ que denuncian los populismos frente a un pueblo virtuoso (que no existe, ni como pueblo ni como virtuoso en tanto no esté suficientemente educado) es también muy ignorante, no educada. Los más hábiles han desarrollado una serie de malicias que les permiten beneficiarse de lo público, y los más honestos confunden las buenas intenciones con la capacidad (técnica en el fondo) de transformar la sociedad para mejorarla. Esa incapacidad suele estar sustituida, insisto, en los honestos, por las ideologías, esos articulados normativos, esos catecismos, que sustituyen a las verdaderas ideas. Es lo que le sucedía sin ir más lejos al malogrado Julio Anguita, como a muchos otros. Pero los santos no nos sirven; es más sagrada la tinta del sabio que la sangre del martir, como reza un aforismo árabe.


La conclusión de la conocida fabula del diablo que suelta al burro atado que se come el huerto del vecino que a su vez mata al burro y es matado por el consorte de ese vecino, generando una espiral de destrucción y muerte, no es que el diablo desencadenó el mal al soltar el burro, sino que la gente, el pueblo virtuoso, no estaba preparado para analizar las verdaderas raíces de la convivencia entre el dueño del burro y el del huerto. Y eso sólo se logra con educación. Es más fácil decirlo que hacerlo, pero quizás para mejorar la educación se podría empezar por pagar a los maestros mejor que a los políticos. Al fin y al cabo, la importancia de su tarea es mayor a largo plazo.

viernes, 15 de mayo de 2020

La pechuga de los ángeles y la nostalgia del coronavirus



Esto de la nostalgia, así en general, tiene su aquel, como diría un castizo. Un refrán ruso afirma que es aún más difícil predecir el pasado que el futuro, dado que la memoria, como afirman los neurocientíficos, no es un registro fiable, sino una reelaboración. Porque la nostalgia, al igual que la futurología, se basa en la dificultad intrínseca de esa predicción. ¿Qué añora exactamente un nostálgico? ¿Otro lugar, que a veces ya no existe o no ha existido nunca?, ¿otra época, quizás mitificada, presunta edad de oro particular?, ¿otra vida mejor?, pero ¿era mejor? Muchos lo que añoran es su propia e irremediablemente perdida juventud, lo que es bastante lógico. Yo no añoro la mía, porque la dictadura en la que viví hasta los veinte años no me lo permite; esa fue una época lamentablemente gris y triste que la pujanza de mis hormonas no terminaba de compensar. Pero sí creo que la nostalgia es un elemento propio de nuestra especie animal. Yo no sé si los demás animales tienen o sienten nostalgia, como sí creo, después de convivir gozosamente con ellos, que los perros tienen conciencia o consciencia de sí mismos, como la tienen los primates superiores; no hay más que mirarles a los ojos, y sin embargo, esa conciencia se supone elemento consubstancial de los humanos.

Es menos sencillo de lo que parece, desde Darwin al menos, definir zoológicamente la humanidad porque la mayoría de los atributos que se nos adjudican se comparten con otras especies, desde la postura erguida a la fabricación de instrumentos o las modificaciones más o menos drásticas de los entornos. Sin salirse de la zoología y la anatomía comparada, yo sé que los ángeles no pueden volar, porque no tienen en la cintura escapular las clavículas soldadas en una fúrcula que les permite asentar los poderosos músculos del vuelo batido, que constituyen la carnosa pechuga, de las alas. Ya veis que yo no rechazo todas las discusiones bizantinas.

Pero volviendo al tema y acotándolo. Supongo que dentro de un tiempo muchos sentirán nostalgia de estos tiempos de confinamiento por el coronavirus, quizás del sosiego obligado o del amplio tiempo disponible, y muchos se sentirán además inapropiadamente heroicos, aunque no hayan sido sanitarios en la primera línea de defensa. Pero el heroísmo es siempre un asunto individual que se compadece mal con empeños comunes como el del confinamiento. El objeto de la nostalgia será seductor, pero también escurridizo y puede materializarse en recrear cualquier imagen del pasado paradójicamente con cualquier artilugio tecnológico del futuro. Los  caballeros andantes o los dinosaurios extinguidos (que no lo están, ahí tenemos a esos dinosaurios terópodos voladores que son las aves).

El progreso —ese mito moderno— no nos ha curado de la nostalgia, sino que lo ha agravado, del mismo modo que la globalización ha reforzado nuestro aprecio por lo local y no otra cosa son los nacionalismos. Lo que sí me parece claro es que la nostalgia es un mecanismo de defensa ante la indudable aceleración de la vida y los cambios y el regreso inviable a un mundo fragmentado y a una memoria colectiva que no es posible en este mundo demasiado grande. O pequeño. 

La cultura popular es nostalgia, aunque se pinte a veces de modernidad. La escritora rusa Svetlana Boyn cuenta que en el escaparate de una pequeña tienda de la avenida Nevsky de San Petersburgo (ciudad natal de la autora) que se llama Lo-li-ta, siempre se exiben conjuntos de ropa interior de color lavanda y que siempre también está cerrada por inventario. Muestra también la foto de una jovencita rubia y esquiva detrás de los barrotes de una ventana. Un poco más allá está la casa natal de Vladimir Nabokov, una casona italianizante de granito rosa finlandés. Veinte años después de su muerte se instaló una placa conmemorativa con su nombre. Él no podría habérselo imaginado cuando la ciudad se llamaba Leningrado ni siquiera cuando fue rebautizada San Petersburgo. Dicen que no se ha conservado el cuero que tapizaba las paredes del vestíbulo porque el Ejército Rojo lo utilizó para hacer botas. Eso no es nostalgia precisamente. Ni tampoco lo es que el despacho del padre un demócrata liberal y ministro del gobierno provisional, que en 1922 fue asesinado por matones de extrema derecha, sea ahora un banco. Entremedias, en 1920, Nabokov abandonó Rusia para no volver, ni siquiera en la forma fantasmal de turista (todo turista es en cierta forma un fantasma que se pasea por lugares que no habita)  que adoptaron algunos exilados. Pero Nabokov regresó muchas veces en su espléndida obra, que es un ejercicio de nostalgia poética, “como un espía sin pasaporte” por citar al propio autor.

La nostalgia elevada a la categoría de arte y no degradada como simple lamento, es un dolor casi físico y una añoranza metafísica de una cosmología perdida del mundo. Mi amigo Santi, que es un nostálgico empedernido, me recuerda muchas travesuras de mi pasado juvenil con verdadero gozo que generosamente comparte conmigo. Como aquella vez que pasado de copas —lo que se denominaba entonces ‘un pedete lúcido’— entré con unos amigos en el Bocaccio madrileño (a no confundir con el templo de la gauche divine barcelonesa) y al ver a Balbín, un conocido presentador de un programa televisivo de debates en aquel tiempo de solo dos cadenas públicas, en un pequeño palco rodeado de acolitos y pelotas, grité “que alguien apague esa tele!”, y recibí agradecido la mirada furibunda del aludido. Yo no soy nostálgico, pero me viene muy bien tener amigos que sí lo son. Como el propietario de esa tienda de lencería rusa.

Habrá nostalgia de estos tiempos pandémicos, ya lo verán. “Recuerdas como chateábamos como locos”. Yo prefiero chatear en la barra de un bar con los amigos presentes para que paguen su ronda. Pero claro que eso es también nostalgia.