No
hay que confundir la profecía con el pronóstico. Se nos está llenando el mundo
de profetas; ahora los llaman futurólogos, pero en cualquier caso practicantes
de una pseudociencia como la parapsicología o la telequinesis. Todo lo que sube
baja es una simple ratificación de la existencia de la gravedad, pero afirmar
que vamos a salir siendo mejores, o peores, de la pandemia no tiene base, en
ambos sentidos. Tampoco hay que confundir las profecías con los hechos que
cualquier situación, como la pandemia, hayan resaltado, negro sobre blanco, y
el principal hecho es que esta sociedad basada en el consumismo más desaforado,
la obsolescencia calculada, el capitalismo rapaz y la desinformación no es
sostenible, dichosa palabreja. Pero no olvidemos que precisamente venimos de un
escenario insostenible, que se sostiene mientras beneficie a esos pocos que
deciden.
¿Se
puede organizar una vida más austera y sin embargo más satisfactoria?
Rotundamente sí. De hecho, el despilfarro organizado de nuestras sociedades no
es en sí satisfactorio ni siquiera para esa parte del mundo que puede
permitírselo, no digamos para esa otra que no sólo no despilfarra sino que carece
de lo esencial. Tampoco convienen confundir las partes con el todo. Esta
epidemia con cientos de miles de muertos es algo lamentablemente habitual en
los países en que se mueren todos los años cientos de miles por malaria,
diarreas o sida. Para viajar hacia una distopía terrible no hace falta hacerlo
en el tiempo hacia el futuro —nuevamente sobran los futurólogos—, basta con
hacerlo en el espacio hacia latitudes más bajas, ese Sur pobre y olvidado salvo
cuando lógicamente se presenta en nuestras fronteras para intentar escapar de
sus circunstancias habituales.
Hay
muchas cosas que seguimos considerando esenciales, o simplemente que ahí están,
y son absolutamente superfluas, desde las peluquerías caninas o las manicuras o
el futbol profesional (yo he visto los mejores partidos de fútbol en las
'peladas' improvisadas entre peloteros callejeros en solares descuidados de
Brasil; siempre había varios pelés, maradoncitos y demás genios), y otras
que son esenciales y hemos convertido en negocio, desde el cuidado de los
ancianos a una vivienda digna, desde la quema de combustibles fósiles a la
posesión de un vehículo individual a motor (da casi igual que sea eléctrico,
sigue siendo un despilfarro absurdo), o ese turismo de masas que depreda y
asuela los lugares que antes eran modestos paraísos para sus habitantes y ahora
son infiernos para todos, incluidos sus visitantes.
Con las pistas de las discotecas vacías, el fin de los viajes tan improductivos (para los que los practican y para los que los reciben) a lo mejor las gentes aprendemos el valor del silencio y el placer de la lectura a solas. El teletrabajo puede que acabe con las oficinas siniestras (una genial sección de la revista humorística La Codorniz) pero convierta los hogares en lugares aún más disfuncionales, porque allí tampoco estaremos a salvo del jefe y sus ocurrencias.
Este mundo sigue siendo disfuncional porque nuestro sentido moral (de morus, costumbre) y de la justicia es el que evolutivamente teníamos en la Prehistoria cuando las sociedades humanas eran de unas pocas decenas de individuos y el territorio abarcado de unos pocos kilómetros. Ahora el mundo es el planeta y el sentido de los cazadores recolectores sigue imperando, de modo que en la Union Europea los países del norte y los del sur, que deberían tener intereses comunes, actúan de formas opuestas. Los intereses de millones de personas en continentes enteros no operan. Quizás los valores abstractos sean los mismos: justicia, libertad, pero las relaciones concretas de causa y efecto no se comprenden, tan complejas y ramificadas como son. Un holandés puede ser un fiel cumplidor del reciclado de sus basuras, pero es cómplice de su gobierno que exporta residuos tóxicos a África; un izquierdista europeo puede condenar la ocupación sionista de Palestina, pero es cómplice de esa ocupación. Mi vida confortable y respetuosa con la ley se basa en la explotación infantil en los talleres clandestinos del Tercer Mundo. ¿Soy culpable? No es fácil decirlo. Pero es un hecho que mi vida depende de una red inextricable de lazos económicos y políticos. ¿De dónde vienen mi ropa, mi comida, mi fondo de pensiones y hasta mi seguridad? Mi gobierno, al que voté, quizás esté vendiendo armas a un sanguinario dictador en la otra punta del planeta.
Con las pistas de las discotecas vacías, el fin de los viajes tan improductivos (para los que los practican y para los que los reciben) a lo mejor las gentes aprendemos el valor del silencio y el placer de la lectura a solas. El teletrabajo puede que acabe con las oficinas siniestras (una genial sección de la revista humorística La Codorniz) pero convierta los hogares en lugares aún más disfuncionales, porque allí tampoco estaremos a salvo del jefe y sus ocurrencias.
Este mundo sigue siendo disfuncional porque nuestro sentido moral (de morus, costumbre) y de la justicia es el que evolutivamente teníamos en la Prehistoria cuando las sociedades humanas eran de unas pocas decenas de individuos y el territorio abarcado de unos pocos kilómetros. Ahora el mundo es el planeta y el sentido de los cazadores recolectores sigue imperando, de modo que en la Union Europea los países del norte y los del sur, que deberían tener intereses comunes, actúan de formas opuestas. Los intereses de millones de personas en continentes enteros no operan. Quizás los valores abstractos sean los mismos: justicia, libertad, pero las relaciones concretas de causa y efecto no se comprenden, tan complejas y ramificadas como son. Un holandés puede ser un fiel cumplidor del reciclado de sus basuras, pero es cómplice de su gobierno que exporta residuos tóxicos a África; un izquierdista europeo puede condenar la ocupación sionista de Palestina, pero es cómplice de esa ocupación. Mi vida confortable y respetuosa con la ley se basa en la explotación infantil en los talleres clandestinos del Tercer Mundo. ¿Soy culpable? No es fácil decirlo. Pero es un hecho que mi vida depende de una red inextricable de lazos económicos y políticos. ¿De dónde vienen mi ropa, mi comida, mi fondo de pensiones y hasta mi seguridad? Mi gobierno, al que voté, quizás esté vendiendo armas a un sanguinario dictador en la otra punta del planeta.
Dichosa
ignorancia. Yo no robo, pero el sistema lo hace por mí. ¿Podemos actuar
moralmente si no tenemos manera de conocer todos los hechos relevantes? Yo creo
que el imperativo moral no se puede quedar en las buenas intenciones sino en el
resultado de lo que hago, por tanto, ese imperativo moral es un
imperativo de saber. No sólo los males del mundo son el odio y la codicia,
falta otro ingrediente esencial, la ignorancia, y la indiferencia. Recordemos
la Alemania nazi y los millones de ciudadanos no afiliados al partido ni a las
SS, pero escudados en su ignorancia y su indiferencia, todos buenos ciudadanos.
No puedo creer en las buenas intenciones de los que no hacen un esfuerzo por
saber.
Saber
es muy difícil además de requerir esfuerzo, porque la mayoría de la
información, y de la conversación, está dominada por los grupos de poder. En
cambio los oprimidos no tienen una base común, como señala Noah Harari al
mencionar que un negro afroamericano de un gueto no tiene porqué entender las
dificultades de una lesbiana china, y viceversa.
Las
teorías conspiratorias (la CIA, el grupo tal de multimillonarios o los masones,
tanto da), la sensiblería de ciertos casos, que tan bién manejan las ONG, la
simplificación de los conflictos entre buenos y malos o personalizándolos en
ciertas figuras (Trump o Bashar al-Ásad), y los dogmas, la confianza
explicativa en ciertas teorías, instituciones o jefes, los dogmas tanto da que
religiosos o ideológicos, hasta el dogma liberal que nos hace confiar en los
mercados, los votantes o clientes. La era de la posverdad.
El ser humano es el único animal que crea relatos para explicarse el mundo que le rodea y a sí mismo. No importa si el relato es verídico, basta con que sea aceptado por una mayoría. La Biblia o el Corán, la Torá o los Veddas no son ciertos en su literalidad. No hay una Eva que hablara con una serpiente que le incitara a desobedecer una absurda ley en un hipotético paraíso. Pero esa posverdad ha sido muy útil para generar cooperación bajo ese mito. Ahora también, la única diferencia es los medios que se emplean, como las religiones, los mitos nacionales o cualquier otro relato. Vivimos la posverdad desde nuestros orígenes.
El ser humano es el único animal que crea relatos para explicarse el mundo que le rodea y a sí mismo. No importa si el relato es verídico, basta con que sea aceptado por una mayoría. La Biblia o el Corán, la Torá o los Veddas no son ciertos en su literalidad. No hay una Eva que hablara con una serpiente que le incitara a desobedecer una absurda ley en un hipotético paraíso. Pero esa posverdad ha sido muy útil para generar cooperación bajo ese mito. Ahora también, la única diferencia es los medios que se emplean, como las religiones, los mitos nacionales o cualquier otro relato. Vivimos la posverdad desde nuestros orígenes.
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Ansío los comentarios.Muchas cabezas pueden pensar mejor que una, aunque esa una sea la mía