El éxito masivo de un icono devora a su creador, da igual que
sea la Mona Lisa de Leonardo o el Sherlock Holmes de Conan Doyle. La mayoría de
la gente, incluso entre los propios científicos fuera de sus disciplinas
específicas, se mueve por iconos sin un conocimiento profundo de lo que hay
detrás de ellos. Tomemos por ejemplo la Teoría de la Relatividad; un icono —al
margen del propio Einstein con el pelo blanco alborotado sacándonos la lengua—
es la fórmula famosa E=m c2. Detrás de esta fórmula tan elegante por
su sencillez están los fundamentos de la bomba atómica, pero también la
identidad entre masa y energía y una de las constantes insuperables de la
física, la velocidad de la luz.
El icono equivalente en biología evolutiva a mi juicio es la
llamada The March of Progress, una serie cronológica de la evolución humana
desde un primate encorvado que camina sobre sus nudillos hasta un airoso y
erguido cromañón que empuña una lanza. Tanto la fórmula de Einstein o el propio
Einstein como esta secuencia casi cinematográfica se han utilizado, como buenos
iconos, en multitud de soportes, especialmente camisetas y pósters. Su capacidad
representativa está por encima de muchos de iconos empresariales y de
consumos, o al menos a su mismo nivel, desde el puente de la M de McDonald al rollizo muñeco
de neumáticos de Michelin. Han sido un éxito que para sí quisieran muchos
publicistas. Ahora bien, este éxito de público tiene su reverso negativo. En el
caso de de La marcha del progreso, a menudo satirizada con un nuevo final como
el de un oficinista nuevamente encorvado ante un ordenador, la parte positiva
es que muy probablemente muchos han llegado a comprender la teoría de la
evolución gracias a esta imagen y no de la lectura de manuales u obras serias
divulgativas, pero a cambio, la parte negativa es que también ha contribuido a
malinterpretarla o a simplificarla en exceso. Así, hoy sabemos que la evolución
de nuestro grupo zoológico, la subfamilia de los Homininos, no ha sido lineal, como muestra la
famosa ilustración, si no ramificada desde su base como una arbusto considerablemente
enmarañado.
El autor de esa famosa ilustración fue un inmigrante
siberiano que desarrollo su talento en Estados Unidos en la época de la Gran Depresión del 29 y sucesiva para
instituciones como la Universidad de Yale. Precisamente en esta última
institución existe otra obra suya también mil veces utilizada y plagiada. Se llama
The Age of Reptiles y ha sido plagiada y reproducida hasta en sellos de correos. Es un
majestuoso mural de 34 metros por 5 de altura en la pared oriental de la gran
sala del Museo Peabody de Yale, en New Haven, Conneticut, construido en esa
fascinante y penosa época de la depresión y la ley seca y las bandas de gánsteres,
los años veinte y treinta del pasado siglo. No se trata, —por fortuna añado, aún me duele la destrucción
del encantador gabinete del Museo Nacional de Ciencias Naturales de Madrid en
un moderno museo interactivo contra en que no tengo nada, salvo que podría haberse
instalado en cualquier otro sitio sin destruir su interesante precedente— de una moderna instalación llena de displais,
un espacio expositivo de los tiempos
actuales, con pantallas destellantes, hologramas y sonidos envolventes,
sino una espléndida muestra de un santuario científico lleno de fósiles de dinosaurios
porque en aquella época Yale subvencionaba a una banda de cazadores de huesos
en el Oeste americano, que se asemejaban más a exploradores y pioneros del Far
West que a científicos, que surtían de estos restos a la institución.
El enorme mural de los reptiles es el logro supremo de la carrera
de Rudolph Zallinger por encima del más simple de la evolución humana. En él se
muestra un relato de conquista, como el famoso tapiz de Bayeux (que no es un
tapiz, sino un lienzo de tela bordado, pero ya nos vale) que relata la conquista
normanda de las Islas Británicas. La Mona Lisa de la paleontología, la saga de
las criaturas que más han fascinado desde la niñez a los humanos, los
dinosaurios, desde unas criaturas pisciformes que se arrastraban por el fango,
pisando emergentes por primera vez la tierra firme, hasta el extremo derecho
donde pastan enormes bestias como el Brontosaurio o tremendos depredadores como
el famoso Tiranosaurius rex. El mural comienza en su extremo izquierdo a 240 millones de años y
acaba con el triunfo de esas fascinantes criaturas.
Zallinger nació en Irkutsk, Siberia, en 1919 y estudió Bellas
Artes en la propia Universidad de Yale donde fue también profesor gracias a una
beca durante la Gran Depresión. El museo Peabody le contrató para pintar el
mural en 1943 por 43 dólares semanales. Tardó 4 años y medio en terminarse y entremedias
Zallinger siguió un curso acelerado de paleontología además de un asesoramiento
continuo por sus colegas .
Zallinger también pintó temas como la Revolución Rusa, pluvisilvas de la Guayana o la civilización
minoica de la antigua Creta, pero nada tuvo mayor éxito que su mural sobre las
fantásticas, que no fantasiosas, criaturas del Mesozoico; un parque Jurásico (y
triásico y cretácico) mucho más ajustado y exacto medio siglo antes, que
la famosa película, otro icono.
No, una imagen no vale más que mil palabras, pero las ayuda mucho, y a veces irremediablemente las suplanta.
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Ansío los comentarios.Muchas cabezas pueden pensar mejor que una, aunque esa una sea la mía