Manuel Arias analiza la soberanía para concluir que superadas
las épocas de los soberanos absolutos no por ello no siguen existiendo soberanos, o su ansia,
o su demanda en forma de los populismos, aunque no sólo. La principal idea, por
llamarla algo, de los populismos es “la contraposición entre un pueblo virtuoso
y una elite corrupta que ha puesto la democracia al servicio de sus intereses”
Es eso de “todos los políticos son iguales”; es eso de “la casta” de Podemos
(hasta que ellos se convirtieron también casta). Evidentemente una condición necesaria,
aunque no suficiente por fortuna, para ser corrupto es estar en disposición
para serlo, por lo que los políticos ‘pueden’ serlo mientras que el ciudadano
de a pie no o sólo en asuntos menores; al menos en las cosas más importantes que nos afectan a todos.
Pero en lo que de ninguna forma creo es en la existencia de ese supuesto pueblo
virtuoso y esa siempre invocada voluntad popular. Por eso la democracia es el
menos malo de los sistemas políticos, porque no representa, al contrario de lo
que afirman tantos, ninguna voluntad popular, sino que por el contrario es la
penosa adición, en lo que se refiere a las elecciones, de voluntades y el
descarte de otras; un abuso de la estadística como decía ese genial
reaccionario que fue Borges. En cualquier caso, siempre un difícil consenso.
Esa idea idealizada del pueblo y su voluntad popular —para mí
opuesta a la idea más pedestre y práctica de ciudadanía— es además de falsa una
hipocresía. Hay que compadecerse de los demás para sentir una sociedad sin
tantos riesgos y para evitar mirase a uno mismo, no vaya a ser que lo que se
descubra sea bien feo. Sólo que la sociedad es el jardín de las malicias. En el
panel izquierdo del tríptico, al modo del Bosco, está el paraíso de los
pudientes, los poderosos, esa casta; mientras que en el centro están las
malicias de ese pueblo en el fondo tan pecador en pensamiento y palabra aunque
no en obra, porque no puede, de los poderosos. El infierno del panel derecho,
claro, reúne a los que siempre pagan los platos rotos o el pato (curiosa
expresión).
Afirmar ufanos que vamos a salir todos mejor tras la pandemia
es una forma de confundir una tregua con la paz. Seremos en lo esencial los
mismos de siempre; igual de incultos, igual de codiciosos, igual de indiferentes. Lo esencial en una democracia, lo que las hace mejor dentro
de su siempre manifiesta mejora, son los contrapesos al poder, los tres famosos
poderes, legislativo, ejecutivo y judicial, independientes entre sí, y también
los controles desde fuera, no sólo una prensa libre y una libertad de expresión
sin cortapisas, sino un conjunto de ciudadanos, esto es de votantes,
contribuyentes y demás, verdaderamente educados. Por eso no solo la verdadera
educación nos hará libres, sino que nos hará ciudadanos cabales, vacunados
contra populismos y contra la codicia, la ignorancia, la violencia y la
indiferencia de los poderes, y sobre todo contra los mensajes simplistas. No se debería olvidar que esa ‘elite corrupta’ que
denuncian los populismos frente a un pueblo virtuoso (que no existe, ni como
pueblo ni como virtuoso en tanto no esté suficientemente educado) es también
muy ignorante, no educada. Los más hábiles han desarrollado una serie de
malicias que les permiten beneficiarse de lo público, y los más honestos
confunden las buenas intenciones con la capacidad (técnica en el fondo) de
transformar la sociedad para mejorarla. Esa incapacidad suele estar sustituida, insisto, en los honestos, por las ideologías, esos articulados normativos, esos catecismos, que sustituyen a las verdaderas ideas. Es lo que le sucedía sin ir más lejos al malogrado Julio Anguita, como a muchos otros. Pero los santos no nos sirven; es más sagrada la tinta del sabio que la sangre del martir, como reza un aforismo árabe.
La conclusión de la conocida fabula del diablo que suelta al
burro atado que se come el huerto del vecino que a su vez mata al burro y es
matado por el consorte de ese vecino, generando una espiral de destrucción y
muerte, no es que el diablo desencadenó el mal al soltar el burro, sino que la
gente, el pueblo virtuoso, no estaba preparado para analizar las verdaderas
raíces de la convivencia entre el dueño del burro y el del huerto. Y eso sólo
se logra con educación. Es más fácil decirlo que hacerlo, pero quizás para mejorar la educación se podría empezar por pagar a los maestros mejor que a los políticos. Al fin y al cabo, la importancia de su tarea es mayor a largo plazo.
"Afirmar ufanos que vamos a salir todos mejor tras la pandemia es una forma de confundir una tregua con la paz"...
ResponderEliminarCreo que no estoy muy de acuerdo con el uso que se hace de la terminología de la guerra para referirse a esta enfermedad del coronavirus. La han usado algunos supongo que para darle épica al asunto. Tampoco me gusta la interpretación que hacen otros, por el lado místico, según la cual la naturaleza nos está castigando. Tengo algún compañero de trabajo que defiende esta tesis regeneracionista de la naturaleza; desde una posición supuestamente positivista, no hay mal que por bien no venga, saldremos de ésta con una mayor conciencia ecológica, respetaremos más a la naturaleza, patatín y patatán.
Yo creo que nadie hoy en día es capaz de prever las consecuencias del paro forzoso de más de cincuenta días, en prácticamente todos los sectores. Y lo que queda. Pues el alivio que estamos teniendo, por parte de nuestros confinadores, parece que se debe a que las estructuras sanitarias ya no están próximas a colapsar. La salud del vecino del cuarto, al fin y al cabo, es cosa del vecino del cuarto.
En mi opinión, si en algo vamos a salir mejores, o eso espero, es en la consciencia de nuestra propia debilidad. De que la fiesta, el despiporre, tiene sus límites.
Tal vez, pero esa consciencia también puede durar poco
EliminarEstoy parcialmente de acuerdo con José Morando, pero no creo que ni en la consciencia de nuestra propia debilidad salgamos mejores.
ResponderEliminarNo pongas motes o te borro
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