Los buenos novelistas, que escasean, lo saben: el
argumento es una superstición; lo que cuenta, lo que hace verdadero —o lo que es casi lo mismo en ficción, verosímil—
lo que se cuenta, es el ambiente, la atmósfera. Lo otro son guiones para series
de la tele. Esto no es una novela, sino un relato breve, y la atmosfera no la de
mi confinamiento, sino la de mi alivio, la de mi balcón.
Ya llegaron los vencejos, maestros aviadores, altos y
llenos de quiebros, con sus enormes alas afiladas como guadañas y sus cortísimas patas (apodos es el
orden al que pertenecen: sin pies), hasta tal punto que si por desgracia caen al
suelo no son capaces de volver a despegar; situación que no he visto nunca en
Madrid, pero sí en el pueblo cuando caen al patio bajo el emparrado para gran
alarma de mi madre que los daba por enfermos irremediables hasta que ha visto
como han vuelto al cielo en cuanto los he cogido y lanzado al aire. Pero no sé
si actúan allí arriba como las ballenas en las mares, recibiendo el
aeroplancton de insectos y semillas aladas pasivamente al azar de la densidad
de bichos, o siguen como predadores a otros objetos volantes; creo que la
ciencia aún no lo ha dilucidado.
Todos los días, en invierno y en verano, con
confinamiento o sin él, a primera hora de la mañana veo los bandos en V de las
gaviotas en dirección Sur, o sea que vienen del Norte, y por la tarde a la
inversa. Estos masivos movimientos circadianos, puntuales como la salida y la
puesta del sol, se establecen entre los dormideros de los embalses serranos,
especialmente el de Santillana, al pie de la sierra de La Pedriza, y los
comederos en los vertederos del sur junto a los cortados yesíferos de la
confluencia del Jarama, el gran río madrileño, con el Manzanares, el único
navegable en carreta como decía el burlón de Quevedo. Ese denodado trasiego
implica que las gaviotas contaminan con sus patitas el agua de abastecimiento
de mi ciudad, supongo que esa tarea está acorde con su misión sobrevenida como
emblema del PP.
Y veo los grandes racimos invertidos de los castaños
de indias, compuestos por maravillosas flores individuales blancas con toques
de púrpura que se convertirán en los erizos de castañas en el siguiente otoño.
Castañas que no son buenas para comer pero sí para paliar las hemorroides; o
sea, malas de entrada y buenas de salida.
Veo —todo esto desde mi balcón— el ondulado vuelo de
las refunfuñonas urracas. Vuelo que discurre a alturas mucho más bajas que la
de los vencejos. Depredan los huevos y pollos de otros pájaros más pequeños, y
en el campo, lógicamente no en la ciudad, son también carroñeras, las primeras
que acuden junto a los cadáveres antes de que los expulsen sus parientes los
cuervos o lleguen los buitres, alertados precisamente por su revuelo. Tan comunes
que nos hemos habituado a ellas y ya no percibimos la belleza contrastada
blanca y negra, pero que llaman la atención, como he comprobado varias veces,
de los turistas japoneses que carecen de ellas en su tierra. En cambio, se ven ya muy pocas cotorras argentinas (Myopsitta monachus); supongo que habrá tenido éxito la absurda campaña de exterminio que como especies exóticas le ha declarado el ayuntamiento; una forma de xenofobia zoológica sin ningún fundamento ecológico. También hay tortolas turcas (Streptopelia turtur) que se encuentran desde hace décadas entre nosotros y que dan incluso nombre a un color en pintura: crema tórtola. Y las grandes palomas torcaces (Columba pallumbus), vez y media más grandes que las urbanas.
Veo el vuelo casi con rotores de helicóptero de los
fiables abejorros Bombix. Polinizan
los tréboles, a su vez son depredados en sus nidos terrestres por los ratones
que son diezmados por los gatos que a su vez son mantenidos por las viejecitas.
Darwin prolongaba este hilo dorado de la cadena trófica señalando que en Devon
esas viejecitas solitarias y amantes de los gatos eran viudas de marinos.
Conclusión: la abundancia de trébol, esa leguminosa que como tal y por medio de
sus bacterias rizómicas enriquecen y fertilizan de nitrógeno los prados, está
relacionada con la de naufragios.
Miro, pero además veo, otros más claramente
helicópteros, o por mejor decir, paracaídas: son las sámaras, las semillas
aladas de los arces negundos, tan abundantes en algunas aceras
madrileñas.
Todo en la primavera se da prisa en florecer, copular,
criar, comer, transformarse, anticiparse al verano, preparar la siguiente
generación, la siguiente primavera y antes el duro invierno.
Lo he dicho muchas veces. La presencia de 'mi' pino
piñonero a escasos dos metros de la barandilla de mi terraza convierte a esta
en un gozoso hide, un observatorio discreto y a ese pino frondoso en una suerte
de acuario de avecillas: carboneros y herrerillos, currucas capirotadas,
verdecillos, pardillos, reyezuelos, todos diminutos. En tanto que los mirlos y
los gorriones prefieren circular por el suelo, correteando o a saltitos
respectivamente, y los petirrojos, pechito rojo e inflado y patas como alambre
fino, eligen los arbustos o las ramas más bajas, les gustan especialmente las rojas bayas de los espinos de fuego (Cotoneaster y Pyracantha)
Al anochecer, un poco después del ya rutinario rito de
los aplausos, aparecen los murciélagos urbanos, la especie de quirópteros más
pequeños, insectívoros, prácticamente ciegos, que vuelan en quiebros a baja
altura por medio de la ecolocación, una suerte de sonar: emiten ultrasonidos
que yo no percibo y recogen su rebote en sus orejas. han adquirido mala fama
por el coronavirus, pero se trata de otra especie. Los murciélagos, del género Pipistrellus vuelan justo al amanecer
que es cuando los sustituyen, como en un cambio de guardia aérea, los vencejos. Justo por debajo de la barandilla medra en el escaso
nutriente de la argamasa entre los ladrillos la matita de la picardia o hierba
de campanario, Cymbalaria muralis.
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Ansío los comentarios.Muchas cabezas pueden pensar mejor que una, aunque esa una sea la mía