Posando para una foto, la actitud de intelectuales y
pensadores es sujetarse la cabeza por la barbilla o tentar el tornillo de la
sien; fumar en pipa también ayuda, pero eso ya se lo han ‘pedido’ los
narradores
Gran
verdad es esa de que los extremos se tocan y hasta dan calambre. Por ejemplo,
mis amigos más radicales odian a Fernando Savater
y mis enemigos más reaccionarios también. A mí, en cambio, me gusta, lo cual no
quiere decir que yo sea un equidistante, mucho menos un tibio. Savater me gusta
pero no sé si por las mismas razones que gusta a los savaterianos, aunque sospecho que sí por las mismas razones que le detestan los cafres, porque tiene
libros buenos, como La tarea del héroe,
y libros aplicados y malos, como Ética
para Amador ('digno' de haber sido escrito por José Antonio Marina). Savater me gusta porque posee la virtud
intelectual más altruista: la capacidad de admiración, y la virtud intelectual
más contagiosa, el entusiasmo. Ambas juntas conforman la admiración contagiosa y el deleite cómplice. Me
parece un hombre bueno y valiente, lo contrario de Hemingway y otros fanfarrones en el fondo cobardes como esos
gorilones de montaña de lomo plateado que se golpean el pecho cuanto más
acojonados están y alardean todo el rato. Pocos hombres tienen unas virtudes
tan femeninas. Y encima jamás olvidó su infancia (La infancia recuperada, un libro precioso y cómplice). Alabar moderadamente
o no alabar nunca es infalible signo de mediocridad.
No
recuerdo ahora ningún rey que escribiera sus memorias, supongo que para eso están sus
biógrafos. Cuando dejaron de tener bufones oficiales —espontáneos tienen
muchos— empezaron a contar chistes —malos, por definición no poseen la gracia
de las calles— para simular que son sencillos y francos, que se van de putas a Cannes y a
cazar elefantes al delta del Okavango como todo quisqui. Lo que más se parece
a unas memorias reales o a unas autobiografías monárquicas son las que
escribieron Churchill y Chateaubriand, ambas magnificas y
mentirosas, especialmente magníficas las de Chateaubriand y especialmente
mentirosas las de Churchill que —a pesar de que le dieron el premio Nobel por
ellas— son estupendas.
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Sorprendo
a las mujeres leyendo en el metro, pero al igual que cuando veo unos ojos bonitos no especulo
si llevan lentillas, de igual modo, cuando veo a una mujer leyendo en un
dispositivo digital no me pregunto que lee, además de ser complicado de
averiguar sin preguntar; pero si son libros, físicamente libros, agacho la cabeza
y fuerzo la postura para ojear la portada. Aparte de que a veces me
malinterpreten y crean que quiero atisbar sus muslos allí donde se pierden en
lo tenebroso (o en lo deleitoso), y aparte de que una cosa —averiguar lo que leen—
no quite la otra —atisbar sus recónditos encantos—, lo cierto es que me suelen
desilusionar sus elecciones; no las de su ropa interior, sino las de sus gustos literarios,
que suelen incurrir en el best seller, en el tochoñoño o en las dietas
milagrosas para triunfar en bolsa o en el amor verdadero. Yo no creo que se lea
poco en España, por lo menos las féminas leen bastante, pero se lee mucha
mierda. Sin embargo, el otro día pille a una atractiva madurita leyendo a César Vallejo y entusiasmado estuve a
punto de pedirla el teléfono, pero ella ya me había lanzado miradas enfurecidas
y me dio reparo. Yo, hasta para molestar, soy más bien cobardica.
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Huérfanos
de la pluma, repudiados por las musas, rencorosos apenas disimulados, la misión
de muchos críticos carentes de la capacidad de admiración ante el talento ajeno
parece ser la de desacreditarlo. En literatura antes pasaba mucho si se daba el
caso de que las autoras fueran mujeres, por eso tantas firmaban con seudónimos
masculinos. Sin embargo, sigue funcionando lo de pegar la etiqueta de
literatura de género a la obra de mérito, como si eso rebajase su valía,
mezclándola en un conjunto supuestamente desacreditado e indistinto. Pero se da
el caso de que tres de los mejores escritores del pasado siglo lo son de un
género, el de la ciencia ficción, muy desprestigiado: Ursula K. Le Guin, Ray
Bradbury y Joseph Ballard.
Ninguno de los tres se parece, son muy distintos. Los mundos futuros de Le Guin
son de tal guisa que los únicos alienígenas que podría haber en ellos somos
nosotros, los alucinados tipejos de este presente en el que gozosamente la
leemos. El futuro de Ballard es directamente la distopía del presente, no hay
que llevar más lejos nuestra imaginación ni la suya para hacernos temer que
vivimos en el peor de los mundos posibles. Sólo se le puede calificar de
pesimista si le pillamos de buenas. En cuanto a Bradbury es un poeta, cosa que
no han sabido distinguir los que creen que la poesía son versos, y sus marcianos
están más emparentados con las raíces profundas y más íntimas de nuestros
sueños que con los tópicos hombrecitos verdes (que además, me consta, son
violetas).
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Hay
un tipo de persona, siniestramente intelectual, en el que funciona el
movimiento reflejo del alzamiento de cejas en cuanto le confesamos que leemos
novelas ¿Novelas?, nos dice, y añade que eso es entretenimiento de críos sin
formar —antes decían, con razón estadística, que de mujeres, pero ahora lo prohíbe
la corrección política—, una pérdida de tiempo. Si le replicas que las buenas
novelas reflejan su tiempo de forma a menudo más certera que los manuales de historia
o que dibujan los caracteres y personalidades mejor que los tratados de
psicología al uso, se encoge de hombros. Sólo lee sesudos ensayos, es gente
seria y madura. Pobre pedante, desde que fosilizó se cree un monumento. Pomposos
lectores de serios ensayos (a mí me gusta mucho el buen ensayo, uno de mis
escritores favoritos lo inventó como género), son como esos glotones que
digieren mal, una imagen bastante fiel de los que van de eruditos. Por mi
parte, puedo reconocer sin problema que la lectura de novelas no me hace más
sabio, pero me hace más feliz.