domingo, 28 de enero de 2018

De mis lecturas y las de otros. Amores y desamores intelectuales



Posando para una foto, la actitud de intelectuales y pensadores es sujetarse la cabeza por la barbilla o tentar el tornillo de la sien; fumar en pipa también ayuda, pero eso ya se lo han ‘pedido’ los narradores

Gran verdad es esa de que los extremos se tocan y hasta dan calambre. Por ejemplo, mis amigos más radicales odian a Fernando Savater y mis enemigos más reaccionarios también. A mí, en cambio, me gusta, lo cual no quiere decir que yo sea un equidistante, mucho menos un tibio. Savater me gusta pero no sé si por las mismas razones que gusta a los savaterianos, aunque sospecho que sí por las mismas razones que le detestan los cafres, porque tiene libros buenos, como La tarea del héroe, y libros aplicados y malos, como Ética para Amador ('digno' de haber sido escrito por José Antonio Marina). Savater me gusta porque posee la virtud intelectual más altruista: la capacidad de admiración, y la virtud intelectual más contagiosa, el entusiasmo. Ambas juntas conforman la admiración contagiosa y el deleite cómplice. Me parece un hombre bueno y valiente, lo contrario de Hemingway y otros fanfarrones en el fondo cobardes como esos gorilones de montaña de lomo plateado que se golpean el pecho cuanto más acojonados están y alardean todo el rato. Pocos hombres tienen unas virtudes tan femeninas. Y encima jamás olvidó su infancia (La infancia recuperada, un libro precioso y cómplice). Alabar moderadamente o no alabar nunca es infalible signo de mediocridad.


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No recuerdo ahora ningún rey que escribiera sus memorias, supongo que para eso están sus biógrafos. Cuando dejaron de tener bufones oficiales espontáneos tienen muchos empezaron a contar chistes malos, por definición no poseen la gracia de las calles para simular que son sencillos y francos, que se van de putas a Cannes y a cazar elefantes al delta del Okavango como todo quisqui. Lo que más se parece a unas memorias reales o a unas autobiografías monárquicas son las que escribieron Churchill y Chateaubriand, ambas magnificas y mentirosas, especialmente magníficas las de Chateaubriand y especialmente mentirosas las de Churchill que a pesar de que le dieron el premio Nobel por ellas son estupendas.

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Sorprendo a las mujeres leyendo en el metro, pero al igual que cuando veo unos ojos bonitos no especulo si llevan lentillas, de igual modo, cuando veo a una mujer leyendo en un dispositivo digital no me pregunto que lee, además de ser complicado de averiguar sin preguntar; pero si son libros, físicamente libros, agacho la cabeza y fuerzo la postura para ojear la portada. Aparte de que a veces me malinterpreten y crean que quiero atisbar sus muslos allí donde se pierden en lo tenebroso (o en lo deleitoso), y  aparte de que una cosa averiguar lo que leen no quite la otra atisbar sus recónditos encantos, lo cierto es que me suelen desilusionar sus elecciones; no las de su ropa interior, sino las de sus gustos literarios, que suelen incurrir en el best seller, en el tochoñoño o en las dietas milagrosas para triunfar en bolsa o en el amor verdadero. Yo no creo que se lea poco en España, por lo menos las féminas leen bastante, pero se lee mucha mierda. Sin embargo, el otro día pille a una atractiva madurita leyendo a César Vallejo y entusiasmado estuve a punto de pedirla el teléfono, pero ella ya me había lanzado miradas enfurecidas y me dio reparo. Yo, hasta para molestar, soy más bien cobardica.

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Huérfanos de la pluma, repudiados por las musas, rencorosos apenas disimulados, la misión de muchos críticos carentes de la capacidad de admiración ante el talento ajeno parece ser la de desacreditarlo. En literatura antes pasaba mucho si se daba el caso de que las autoras fueran mujeres, por eso tantas firmaban con seudónimos masculinos. Sin embargo, sigue funcionando lo de pegar la etiqueta de literatura de género a la obra de mérito, como si eso rebajase su valía, mezclándola en un conjunto supuestamente desacreditado e indistinto. Pero se da el caso de que tres de los mejores escritores del pasado siglo lo son de un género, el de la ciencia ficción, muy desprestigiado: Ursula K. Le Guin, Ray Bradbury y Joseph Ballard. Ninguno de los tres se parece, son muy distintos. Los mundos futuros de Le Guin son de tal guisa que los únicos alienígenas que podría haber en ellos somos nosotros, los alucinados tipejos de este presente en el que gozosamente la leemos. El futuro de Ballard es directamente la distopía del presente, no hay que llevar más lejos nuestra imaginación ni la suya para hacernos temer que vivimos en el peor de los mundos posibles. Sólo se le puede calificar de pesimista si le pillamos de buenas. En cuanto a Bradbury es un poeta, cosa que no han sabido distinguir los que creen que la poesía son versos, y sus marcianos están más emparentados con las raíces profundas y más íntimas de nuestros sueños que con los tópicos hombrecitos verdes (que además, me consta, son violetas).
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Hay un tipo de persona, siniestramente intelectual, en el que funciona el movimiento reflejo del alzamiento de cejas en cuanto le confesamos que leemos novelas ¿Novelas?, nos dice, y añade que eso es entretenimiento de críos sin formar —antes decían, con razón estadística, que de mujeres, pero ahora lo prohíbe la corrección política—, una pérdida de tiempo. Si le replicas que las buenas novelas reflejan su tiempo de forma a menudo más certera que los manuales de historia o que dibujan los caracteres y personalidades mejor que los tratados de psicología al uso, se encoge de hombros. Sólo lee sesudos ensayos, es gente seria y madura. Pobre pedante, desde que fosilizó se cree un monumento. Pomposos lectores de serios ensayos (a mí me gusta mucho el buen ensayo, uno de mis escritores favoritos lo inventó como género), son como esos glotones que digieren mal, una imagen bastante fiel de los que van de eruditos. Por mi parte, puedo reconocer sin problema que la lectura de novelas no me hace más sabio, pero me hace más feliz.


viernes, 26 de enero de 2018

Unas modestas proposiciones para mejorar la vida política de aquí, de allá y allende los mares





Como Lutero, salvando las distancias y hasta las pretensiones suyas y mías, he cogido este panfleto y lo he intentado clavar en la puerta de la catedral más mano, que en mi caso ha sido la madrileña de la Almudena, antes de que un guardia de seguridad y varias beatas que pasaban por allí me molieran a palos y arrancaran el papel:

Ya sé que es menos diver, pero menos tuitear y más leer a Marx y a Montesquieu. Si el objetivo de las ideologías es eliminar la ambigüedad, el de la redes sociales es el de penalizarla. Por tanto, deteste las redes sociales, aunque acepte resignado su omnipresencia y casi hasta su inevitabilidad. Su rechazo no tiene que ver (o no sólo) con no saber estar en el presente, sino con la convicción constatable de que sus usuarios no suelen ser mayoritariamente aforistas de talento ni saben condensar en textos breves la sabiduría, (más bien, esas redes son un tablón para clavar linchamientos a la reputación de cualquiera), sino que se caracterizan por descartar el matiz, la reflexión y el debate y propiciar la descalificación y el insulto. Desde luego se puede ser ingenioso, delicado, perspicaz y a la par breve en multitud de temas tan acuciantes como variados, todo ello sin insultar, sin ser procaz ni grosero ni estúpido, pero eso está al alcance de muy pocos talentos que no suelen dedicarse a la política ni a chatear a lo tonto. Como republicano se lo digo: "¿Por qué no se callan, Señor Trump, señor Rajoy, Señor Puigdemont?"

Le recomendaría que intentara usar la imaginación, incluso la fantasía, para que explorara el uso del poder como arte y su abuso como dominio. Es decir, le recomendaría que dejara de perder el tiempo en tanto comité, subcomité y cenas de trabajo y lo usara (el tiempo) para leerles en voz alta cuentos a sus hijos por la noche y a sí mismo en silencio algo más tarde. Aunque no lo crea, hay gente que hace esas cosas. Lea, y tenga hijos a los que atender y no se enriquezca fraudulentamente. Buen programa. Sea un feminista y ecologista sincero, pero nada fundamentalista ni torpe, que sea más leal a las convicciones propias (previamente hay que tenerlas) que a la unanimidad de partido. Sea imaginativo. Es preferible creer en dragones que en la inamovible abuso del PIB. Y mucho más inocuo.

En nombre de la democracia, la libertad y la autodeterminación de... los pueblos oprimidos simplemente no trate de imponer ideologías ya anticuadas, reaccionarias, desiguales y xenófobas. La regla es pensar en los diferentes como iguales, porque lo son.

No sea pretencioso con sus flaquezas. Como cuando confunde sus errores vitales, la mera mala suerte y la a menudo inevitable desdicha con la decadencia del mundo. El mundo no precisa su ridícula ayuda individual para decaer, si es que lo hace, como parecen señalar esos retrocesos históricos que evidencian tanto Trump como los nacionalismos. En cambio, no intentar cambiar las cosas que están mal, aunque sean (y sobre todo) las de su entorno inmediato, sí que contribuye. No Influya en esa decadencia por defecto.

Esto va sobre todo para los que se autodenominan “de izquierdas” Es muy fácil transformar cualquier forma de pureza en horror: basta con decretarla obligatoria. Cuando la ideología se convierte en religión, cualquiera que no imita las actitudes extremistas es visto como un apóstata, un hereje o un traidor…" (Margaret Atwood). No puedo ser tan arrogante para rectificar a mi admirada escritora, pero pienso que las ideologías, como cómodas suplantadoras de las ideas, siempre terminan siendo un mecanismo de barrido de matices, de suplantación por tanto de la duda y la verdad; religiones en suma. Procure ser algo más agnóstico, un pelín ateo en este aspecto.

El fundamentalismo es transversal. Se puede ser un fundamentalista cristiano como se puede serlo musulmán o judío. Es más, se puede ser un fundamentalista ateo; se puede ser un fundamentalista marxista y un fundamentalista capitalista, un fundamentalista catalán y uno español, basta con la intransigencia sin dosificar. Pero es que se puede ser fundamentalista de cualquier buena causa: del feminismo, el ecologismo, la igualdad, la lucha contra la pobreza, lo que se quiera. Ser fundamentalista implica una coraza contra el diálogo y en su caso, un flaco favor a las buenas causas.

Para acabar, una alusión coyuntural a la actualidad política de los presidentes español y catalán, uno impávido y el otro huido. Más que en funciones, ahora parece estilarse el presidente en ficciones; el uno que considera que los graves problemas de estado son como los catarros, que lo mejor es no hacer nada, no enfriarse y que las cosas se pasen solas; el otro va aún más lejos, ya que considera que lo mejor es ni siquiera estar cerca del foco infeccioso. Cataluña contra (el resto de) España y viceversa. Recuerde a alguno de sus extraños generales orientales: toda guerra es posible; también evitable, pero la condición necesaria aunque no suficiente para que se produzca es anunciar y enunciar que esa confrontación existe. Creer y argumentar que una confrontación es posible (no digamos deseable) es hacerla más probable.



Tengo entendido que para asegurar la paz en tiempos más oscuros, los respectivos jefes guerreros intercambiaban rehenes de lujo, normalmente hijos predilectos. Sin llegar a tanto yo sugiero otro intercambio: la virgen de Montserrat, la Moreneta, que venga a Madrid a instalarse en el altar de la catedral de la Almudena. Y viceversa, el cuadro de la Almudena, de indudable factura tosca, puede adornar el altar mayor de la Sagrada Familia de Barcelona. Y si hay que revisar y poner al día las guías turísticas de los japoneses, pues se hace, todo sea por el turismo y la industria editorial.