Rara
vez se valora lo que se tiene desde siempre. Es una suerte vivir en países en
los que también quiere vivir mucha gente, incluidos los que llegan de otros
menos afortunados, y al revés, los que habiendo nacido en ellos no pueden
quedarse, aunque a veces no seamos muy conscientes. Países “acomodados”, como
los burgueses de antes, que habitualmente se les suele denominar ‘ricos’ o
‘desarrollados’ (¿con buenas tetas y caderas, altos o qué?). Países de nuestro
entorno, occidentales, y tal. Vivimos en ellos, amiguitos, y algunos además
sabemos que es una suerte no haber nacido en Somalia o en Bangladés, aunque sus
habitantes sean más apuestos y o más hacendosos, pero sus pasaportes cuando los
hay, que no ellos ni sus países, no valen una mierda.
Vivir
en uno de estos países, de Inglaterra a España, es como vivir en un país con
dilatado pasado, a menudo glorioso, frecuentemente vergonzoso, que ha terminado
dejando por doquier huellas suntuosas en piedra que hacen las delicias de los
turistas más cultos, pero vivir en uno de estos países también da la impresión
de vivir cada vez con menos futuro. Geriátricos amurallados para que no entre
la vigorosa gente joven con más impulso vital, otros colores y ansiedades que
huye de sus países también sin futuro por otras razones. En realidad, el
futuro, de ellos y de nosotros, lo llevan los migrantes como equipaje de mano,
es su heroico empuje, casi suicida aunque es lo contrario, por una vida mejor.
Y llegan a estos parques temáticos lleno de edificios bonitos y ciudades con
centros históricos. Aquí recibimos a los turistas con los brazos abiertos y a
los migrantes con los puños cerrados. Por
eso resulta tan curioso que en España, al revés que en Inglaterra, no
haya prácticamente conservadores en sentido estricto entre las gentes de
derechas y que la defensa de las llamadas tradiciones corra a cargo de
ignorantes individuos rústicos que además eligen como tradiciones a conservar
las más desagradables y brutales y como único argumento que son eso, tradiciones muy
tradicionales (y al que no le guste que no venga, vamos, tío, decapita a ese
pato, alancea a ese gato, defenestra a esa cabra).
Pero
resulta que España es mi hogar, para bien y para mal, nunca mejor dicho. Me
parece que todavía es bonito en aquellos rincones cuya belleza no haya sido
detectada aún por cualquier empresario constructor. Me gusta su comida, sus gentes
cuando no forman muchedumbres y su clima cuando no es pleno verano. Bien es
cierto que es una selva de monos que últimamente se van chocando unos con otros
mirando las pantallas de sus móviles, que esta es una democracia de necios, que
a veces corrompen el juego limpio desde las llamadas altas esferas, pero si
quieren saber lo que es juego sucio instálense en un país del llamado antes
Tercer Mundo. Y hay libertad ‘de momento’ hasta para decir que el Borbón padre
fue un golfo y que del hijo no se sabe si va o viene aunque no sea gallego.
Sigo con decreciente interés su tragedia y su comedia, a menudo su mezcla
esperpéntica. Nuestros líderes no son temidos ni admirados por ahí fuera y hace
mucho que no tenemos figuras de la talla de un Nelson Mandela o un Olof Palme o
un Willy Brandt. Pero me gusta que estas mediocres figuras políticas de las que
disponemos y probable y penosamente nos merecemos una ciudadanía estadísticamente
tan mediocre como los políticos que elegimos, lejos de ser idealizadas, salvo
por los tontos de baba de siempre, sean objeto de mofa y ridiculizadas sin
ningún temor. En esta atmósfera social y disponiendo de buen jamón y otras
viandas, mares calientes al este y el sur y fríos al oeste y al norte (que
prefiero), difícilmente se encontrará un país mejor para vivir, aunque para
malvivir sirva también a muchos, demasiados.
Sin
embargo, aunque te puedas pitorrear impunemente del presidente del gobierno, y
motivos hay de sobra, no se te ocurra hacerlo de cualquier gremio, da igual que
sea el de carteros que el de costureras remendonas o dentistas. A los
escritores y artistas no se les permite ofender. No hay que cuestionar,
criticar, mucho menos insultar a nadie. Lo políticamente correcto es una sopa
espesa que impide nadar con soltura y los límites entre un flirteo amable o
insistente y un acoso sexual en toda regla se difuminan. Cualquiera puede
abalanzar sobre ti su fundamentalismo, desde feministas a defensores de los
animales. De ese modo, hay que seguirle la corriente a cualquier imbécil que
esté convencido que la mayor ocurrencia estúpida es un inalienable derecho
humano. De modo que la búsqueda de la verdad se convierte en inviable, la gente
lo que quiere es hacerse rica, como los políticos. Porque este también es un
país de o estás conmigo o estás contra mí. Y esa rigidez antihumorística, esas
banderías tan drásticas, esa imposibilidad de debatir sensatamente son, junto a la creciente desigualdad lo más molesto de
mi amado país. Bueno, eso y los patriotas, a los que deberíamos exilar al
extranjero de donde vienen los emigrantes, para que sepan lo que allí vale un
peine.
György
Lukács lo decía bien: nos alojamos en el Gran Hotel del Abismo, que cuenta con
todos los servicios e instalaciones (para quien pueda pagarlo y para los que
por mero azar de nacimiento ya estábamos en él instalados), es bonito, bien
iluminado, cómodo, con personal entusiasta. Las vistas son increíbles, porque
está construido sobre un acantilado. Pero como sus moradores excavan por debajo
en busca de petróleo, puede desmoronarse en cualquier momento. Quiero decir que
sobrevivimos, en este confortable y liberal enclave en el que la gente lee y
habla libremente (dentro de un orden, el orden de lo políticamente correcto),
durante un tiempo que hemos tomado prestado. Los que no están dentro —mientras
alzamos murallas cada vez más altas erizadas de cuchillas—, los pobres, los
desposeídos del mundo, los refugiados, los emigrantes…, bueno eso es asunto de
los guardias de fronteras, pero nosotros, los moradores del Gran Hotel, somos
los afortunados y no deberíamos olvidarlo. El
ser humano es el único animal que se odia a sí mismo (o a los otros, que es lo
mismo: nos-otros), así que el futuro más probable a medio o largo plazo sea la
destrucción total, pero el apocalipsis en un buen hotel es mucho mejor que a la
intemperie en un erial o en una patera.
De momento podemos reírnos de ciertas figuras, pero está claro que el PP está siendo cada vez más duro con las peligrosísimas letras de canciones y la narración de ciertos chistes. En eso, a diferencia del gallego del chiste, Rajoy está claramente subiendo y no hay quien lo obligue a bajar.
ResponderEliminarSí, vamos por mal camino de censurar y meter en la cárcel hasta a guiñoleros. Este sería un tema de debate muy interesante, pero yo, en principio, no creo en los delitos de opinión por muy brutales y estúpidos que sean: por la boca muere el pez
EliminarPero está cambiando tan rápido todo...Como dice tu compatriota Manuel Castells: informed bewilderment.
ResponderEliminarPropongo seguir en el carrousel (calesita en mi tierra) que asombrosas maravillas y horribles absimos de estupidez nos esperan
Desconcierto informado... sería la traducción literal, sí también a mí me fascinan estos tiempos (y me cabrean, y me maravillan)
EliminarPor cierto, lo de carrusel es un galicismo culterano, la mayoría de los niños en España llamábamos a la calesita 'tiovivo'