domingo, 21 de junio de 2020

Bolton, el caballo de Calígula





Si el caballo que Calígula nombró cónsul, Incitatus (Impetuoso), un caballo de carreras hispano, hubiera sabido escribir, tal vez hubiera escrito una semblanza más fascinante que la de Suetonio. Bien, eso es lo que parece que le ha sucedido a Trump/Calígula con Bolton. El hipotético Bolton equino de Calígula, Incitatus, era ágrafo pero como Bolton relinchaba y daba coces. Por su parte, Calígula se llamaba Cayo Julio César Germánico. Hay más paralelismos Bolton-Incitatus y Trump Calígula. Ambos fracasaron en guerras en sus provincias, ambos eran tiranos dementes del principal imperio de la época, ambos trabajaron incansablemente para aumentar su poder personal y prescindir de los contrapoderes del propio imperio, aplastando la influencia del Senado, eligiendo jueces propicios, adulando la brutalidad de las masas.



A ver, con cada nuevo descubrimiento que hago el mundo se mantiene equidistante entre… lo detestable, que ya nos muestran los noticiarios y las Redes Sociales (valiente e inapropiado nombre), y lo hermoso y bello, lo diverso que es. Este mes he hecho tres descubrimientos destacables, felices. Un libro de mecánica cuántica que pude entender, un novelista y cuentista norteamericano magnífico que no conocía, -y no se trata de un jovencito nuevo talento, sino de un tipo de Luisiana nacido en 1947-, pero como yo no leo inglés literario -solo me apaño con manuales de instrucciones y libros de divulgación cuya terminología conozca- pues este no había sido traducido hasta muy recientemente. El tercer descubrimiento es un árbol que no conocía. La especie la conozco, claro, pero no sabía que existía un ejemplar espléndido de quince metros en un parque madrileño que frecuento. Un pinsapo; el árbol está en el Parque del Oeste. Bien pateado por mí y mi perra cuando existía, pero como está situado en un margen junto a una barandilla metálica en la calle de Pintor Rosales, se me había pasado. Doy estos detalles por si a alguien le sirve, aunque corro el riesgo de que alguna torturada alma vandálica lo localice para talarlo, mutilarlo o sembrar de sal sus raíces.



Claro, ha habido otros asuntos agradables, pero no han sido descubrimientos, sino oportunidades o posibilidades. La oportunidad de visitar el Museo del Prado sin aglomeraciones; la oportunidad de pasar tiempo leyendo en una casa soleada y relativamente silenciosa que da a un parque, la mía. La feliz noticia de que mis últimas revisiones médicas son buenas: una oportunidad, una posibilidad. Pero, así a bote pronto, uno no debe asumir el error de pensar que el mundo es un lugar lógico y que la gente nace con una mente lógica, lo mismo que nace con la capacidad de respirar y hasta de alimentarse. De ahí que tema por mi pinsapo si alguien indebido lee este post.



Trump sigue nombrando equinos, más burros que caballos con perdón, como colaboradores propios, pero a los que no presta ninguna atención a sus relinchos, rebuznos; de ahí que el equino Bolton haya escrito una semblanza poco halagüeña del patrón imperial que se convertirá en un best seller. Bien, con su boquita como el culo de una gallina, su absurdo peinado Queens,  con flequillo estropajoso, su afición a gobernar a través de las redes sociales, un asocial como él, etcétera, no podemos esperar nada bueno si sigue donde está. El país que tortura sigue siendo una democracia, imperfecta como todas, pero es posible que en este año de elecciones se deshaga de él para desconsuelo de los múltiples seguidores que sigue teniendo y que es lo más aterrador de ese esquizoide país.

¿Por dónde empiezo, o termino?



El libro de mecánica cuántica es de  Sean Carroll. Os doy el subtítulo, porque el título es jodidamente estúpido, probablemente como decisión de marketing: Los mundos cuánticos y la realidad oculta del Universo. Salvo el detestable y oportunista título, está bien traducido. El novelista es Tim Gautreaux y la novela El paso siguiente en el baile. El pinsapo (Abies pinsapo) es el pinsapo, no le queda otra. Por los adelantos que ha publicado la prensa norteamericana, el libro de Bolton está muy mal escrito, como corresponde a un tema tan feo.





martes, 16 de junio de 2020

Explorando entre tribus tan remotas como bobas


Como seguramente muchos de vosotros sabréis, existió una tribu de amerindios en una de las zonas más privilegiadas de las grandes praderas que no cazaba prácticamente, ni bisontes ni presas de otro tipo, ni siquiera a la codorniz americana, que es una de las aves más tontas y tranquilas que existen y se pueden capturar con la mano y sin perro. Tampoco cultivaban calabazas, mijo o maíz, pero compraban a buen precio, para regocijo de sus vecinos agricultores, la farfolla del maiz y del mijo; ya sabéis esas hojas duras prácticamente inservibles que rodean las mazorcas y con las que se hacen los colchones más incómodos que nunca han existido. Ellos las usaban para los tejados de sus chozas. Ni siquiera recolectaban los frutos del bosque ni, por supuesto, criaban ganado en esos fértiles herbazales. Su dedicación exclusiva, su obsesión podríamos decir, su motor de progreso unidireccional era la  construcción de cabañas; muchas cabañas, vacías gran parte del tiempo, muchas más de las que necesitaban para el alojamiento de su población, que luego se vendían a propios y extraños. El problema era que ocupaban frecuentemente los mejores sitios, los suelos más fértiles, los lugares más bonitos, las orillas de los ríos, los pasos y querencias de los bisontes. Algunos historiadores han bautizado esta forma de vida como Economía de la Farfolla.

Con el tiempo esta dedicación a la construcción de cabañas casi exclusiva requirió mano de obra de los individuos más desfavorecidos de las tribus vecinas o no tan vecinas. Y acudieron muchos extranjeros que fueron recibidos bien y mal. Bien porque su trabajo era satisfactorio y sus demandas menores que las de los autóctonos; mal porque eran distintos, más oscuros, o más claros, más altos o más bajos, más gordos o más flacos; y encima hablaban distinto, comían distinto, se vestían distinto. El exceso de cabañas se solucionó cuando miembros más opulentos que los trabajadores emigrantes de otras tribus, empezaron a pasar temporadas en el territorio de la tribu de las cabañas —no olvidemos que este era un lugar privilegiado por su clima, sus ríos, bosques y praderas—, alquilando o comprando esas múltiples cabañas, muchos cuando la vejez opulenta les había retirado de sus quehaceres en sus propias tribus; aunque, paradójicamente, esa misma valoración de ese territorio implicara su deterioro acelerado. Pero la tribu estaba contenta, porque muchos de sus miembros pobres que no eran propietarios de esas cabañas empezaron a  recibir ventajas, pequeñas, bien es cierto, como servidores de los vecinos instalados en sus terrenos, les limpiaban la cabaña, les sustituían los tejados de farfolla cuando había goteras, les llevaban la comida y el agua del río. Los habitantes originales de la tribu de las cabañas trataba mal a los frugales y benéficos trabajadores emigrantes, y algunos, en una suerte de contradicción en los términos, les acosaban y les perseguían como si de invasores se trataran, en tanto que los verdaderos invasores, los ricos que compraban cabañas, eran reverenciados y tratados a cuerpo de rey.


Cuando llegó la hambruna y los bisontes de los que vivían otras tribus dejaron de aparecer, y también los cultivos y la recolección de frutos silvestres se vino abajo, los miembros de esas otras tribus dejaron de llegar, pero nuestra tribu no se pudo alimentar de su exceso de cabañas. Como sabréis también, a los primeros etnólogos que estudiaron nuestra tribu les resultó un ejemplo paradigmático de utilización suicida de los recursos.

Por supuesto, cualquier parecido de aquella estúpida tribu amerindia con la España actual y de las últimas décadas y las que seguirán no es pura coincidencia.

sábado, 13 de junio de 2020

Juro, lo juro

Cuanto más conozco a las personas más aprecio a mi perro. Byron
Cuanto más conozco a mi perro más aprecio a mi perro. Yo
Juro, lo juro, que he visto dos nubes —cúmulos— enfrentándose (lo lógico sería pensar que siguiéndose, aupadas en el mismo viento, pero esto no va de lógica) y reproduciendo (“reprodiciendo”) con enorme exactitud la pelea a garrotazos de Goya. Juro, lo juro, que hay un árbol, no diré cual, en un parque madrileño que me saluda cada vez que me acerco a él. Inclina la copa, la cabeza, haga o no viento, y yo le respondo. Todo esto, claro está, es subjetivo, mío por entero, pero es un hecho que las nubes reproducían el cuadro, y es un hecho que el árbol inclina su copa cuando me acerco, haga o no viento perceptible. La mecánica cuántica, la teoría más exacta del universo en sus pronósticos y más sorprendente en sus fundamentos teóricos, ha difuminado lo subjetivo de lo objetivo. Lo subjetivo, el que mira, el que mide, modifica lo objetivo, lo observado, lo medido, pero además confunde lo epistémico (el modo de mirar) con lo ontológico (el objeto mirado), así por qué yo no había de decidir que las nubes homenajean a Goya, o nos advierten de lo enconado que está nuestro panorama social y político. Por qué no voy a pensar que el árbol me saluda y no, simplemente, que tiene una copa tan sensible que se mueve al menor soplo de brisa. ¿Acaso no miro la tele y en lugar de una imagen plana yo veo fondos, profundidades, panorámicas?, y entonces, ¿dónde está lo objetivo, en la imagen plana y parpadeante que ve mi perro o en el Congreso de los diputados, escalonado y en exedra que percibo yo? El vecino que en lugar de a las ocho a aplaudir sale a las nueve a rumbear con su cazuela, ¿es idiota? O bien, yo, que no aplaudo pero salgo a las ocho al balcón y he asistido a todas las algaradas blancas que he podido,  ¿soy un peligroso antiespañol? La diferencia es que él no se considera idiota, pero yo sí admito ser antiespañol exactamente en el mismo sentido que él considera lo que es ser un buen español. Las nubes son nubes, con la forma que sea; los árboles son árboles, cada uno de su padre y de su madre (si no son clones, que los hay) , yo soy yo y el vecino el vecino, cada uno con sus circunstancias, que diría ese filósofo español sobrevalorado del siglo pasado y con voz de pito, pero lo cierto es que los mismos fotones, con la misma función de onda, la misma constante de Planck, las mismas nubes, los mismos idiotas, exactamente los mismos o similares humanos, pero no las mismas circunstancias, pero sí el mismo universo —mera mecánica cuántica—, están ahí.


Los físicos cuánticos se pueden dividir entre los que recomiendan medir y callar, es decir, no complicarse con lo que hay detrás de unas ecuaciones que miden con precisión asombrosa lo que pasa pero no nos explican lo que pasa (epistemos) y los que afirman que hay que saber lo que pasa por muy útil, extraño, extravagante o alucinante que parezca (ontológicos). Probablemente hay tantos universos como observadores (multiversos). Probablemente, casi seguro, yo habito un universo distinto que mi vecino. Pero habito el mismo universo, que mi árbol, un ginkgo, y que mi nube goyesca. Y lo prefiero.