viernes, 18 de febrero de 2022

La línea Plisoll de la nave Tierra ( y la nave no va)

 


Cuando estoy escribiendo estas líneas me entero de que ha naufragado un pesquero en aguas de Terranova con 19 marineros a bordo. Han rescatado a tres con hipotermia, los demás, mucho me temo están muertos, no se puede resistir en esas aguas más que breves minutos. Como escribió en una viñeta del siglo pasado Castelao, “aún dirán que el pescado es caro”.

Los niños gallegos, los de puerto de mar, cuando dibujan un barco jamás se olvidan de una línea que recorre de popa a proa los costados, aunque no sepan cómo se llama e incluso por qué está ahí sin falta. Es la línea Plinsoll en honor de Samuel Plinsoll, un parlamentario británico que impuso e impulsó su uso en 1875. Sirve para fijar el máximo calado, o mínimo francobordo con el que un buque puede navegar en condiciones de seguridad. Si la línea Plinsoll o marca de francobordo no se ve por estar debajo del agua, la nave en cuestión correrá el riesgo de hundirse.

En el siglo XIX armadores desaprensivos de aquel capitalismo aún joven pero ya voraz cargaban sus buques al máximo hasta el punto de que la cubierta casi desaparecía en el agua y carga y hombres naufragaban a menudo. Demasiado a menudo, porque se buscaba cobrar los seguros de los entonces llamados barcos ataúdes. El diputado por Derby, Samuel Plinsoll, autor de un maravilloso libro de denuncia, Nuestros marineros, propuso que, antes de autorizar su partida, se fijara en los cascos de los barcos una franja, normalmente negra, que debería ser visible por encima de la línea de flotación. Si no se ve, la flotabilidad peligra. Basándose en algo tan simple  tan inevitable como el principio de Arquímedes y unos bidones de pintura negra, mas una legislación bien sencilla, Plinsoll ahorró miles de vidas, puso a  flote —valga la expresión ya que estamos— a las compañías de seguros navales y arruinó el negocio de unos cuantos canallas.

Ahora mismo que parece casi imposible corregir la desafortunada expresión de Salvemos el planeta (al planeta se la suda; salvémonos nosotros que lo estamos convirtiendo en inhabitable para nuestras sociedades) podríamos recurrir a esta otra metáfora; a saber: ¿cuál es la línea Plinsoll de la nave Tierra? (nave Tierra sí es buena metáfora). ¿Se ve todavía o ya ya está sumergida? La diferencia, insisto, en que no es la nave —eso sí, ya profundamente alterada— la que peligra, sino sus pretenciosos tripulantes, las actuales sociedades humanas con su modelo de producción y consumo. Entregada una minoría tan codiciosa como ignorante (explosiva mezcla) a la demolición de mamparos, al despilfarro y el envenenamiento. Sin posibilidad de botes salvavidas, aunque entre tanto, esa minoría viaje en las cubiertas de los camarotes de lujo y el resto en las demás cubiertas y hasta hacinados en la sentinas. Pero todos compartiendo el mismo destino final, el naufragio. De momento, debido al calentamiento global numerosas islas del Pacífico, incluso multitud de ciudades costeras están condenadas a ver desaparecer sus respectivas líneas de flotabilidad, sobrepasando también la metáfora, literalmente, bajo el agua.

Insisto, ¿cuál es la línea Plinsoll terráquea? Para alguna escuela de ambientalistas y ecología aplicada, con los Ehrlich a la cabeza, esa frontera límite es la demografía. Somos muchos, demasiados y, sobre todo, aumentamos demasiado deprisa en un bucle de retroalimentación positiva de bola de nieve. Cuando yo nací se acababa de sobrepasar ligeramente los 2.500 millones de habitantes; hoy somos 8.000.

A ese crecimiento solo hemos asistido los contemporáneos míos, nunca antes en la historia de la Humanidad, espero que tampoco después. Para otros se trata más bien del excesivo consumo de recursos no renovables y renovables pero explotados por encima de su capacidad de reposición, por lo que a todos los efectos se convierten en no renovables. Consumo de recursos, sobre todo energéticos, y su pareja producción de desechos. Uniendo esos dos aspectos vemos que lo verdaderamente relevante es el consumo de recursos per capita e idénticamente la  producción de residuos. Lo relevante es que no es homogénea. Aproximadamente —las estimaciones no coinciden exactamente, pero sí su orden de magnitud— un 20 por ciento de la humanidad consume el 80 por ciento de los recursos y produce un porcentaje similar contaminante. Para ser coherente, si de controlar la población por su impacto en el planeta se tratara, habría que hacerlo con esa población más rica y despilfarradora… que crece demográficamente poco, porque el mejor control de crecimiento de población es precisamente la riqueza, y el mayor motor de explosión demográfica es la pobreza.

La dichosa línea Plinsoll hay que marcarla con varios tintes. Uno es el de la pobreza crónica, incluso dentro del mundo rico plagado de pobres, aunque la mayoría, la que subsiste para entendernos con unos pocos dólares diarios, se concentra en ciertas zonas del planeta en latitudes más cortas, el África subsahariana, la América tropical, en tanto que otras, como Asia Central y tropical, han prosperado. Hace tan solo poco más de 50 años la riqueza de África era comparable a las regiones tropicales de Asia, pero mientras esta ha prosperado, África se ha estancado con rentas medias que cubren apenas los gastos mínimos para sobrevivir. Y como el pescado caro, aún nos extraña que tantos jóvenes arriesguen su vida para llegar a Europa o a Estados Unidos. El intercambio desigual y la subsiguiente pobreza endémica de tantas regiones de la Tierra no es una secuela indeseable e indeseada del actual orden económico internacional, sino parte indisoluble del propio sistema. Las sociedades del Occidente rico tienden a considerar que la ayuda exterior es una donación a fondo perdido (y no una reparación parcial de una injusticia previa). Pero bien gestionada, y eso es mucho decir, esa ayuda es ni más ni menos que una inversión, que aportará beneficios a largo plazo, por ejemplo, en forma de regulación y ralentización de los flujos de inmigrantes del Sur al Norte; inversión como la que se produjo en Europa y Extremo Oriente tras la Segunda Guerra mundial. En lugar de esa caridad interminable de mala conciencia.

Hay otro empobrecimiento severo, aún más irredento: la pérdida de la biodiversidad planetaria, la extinción masiva de las especies que nos acompañan a un ritmo varios cientos de veces superior al natural, que junto al mal llamado cambio climático y la destrucción irreversible del territorio y sus hábitats alteran la “base” de todo el resto de recursos naturales y, por ende, de nuestras sociedades. No se trata, como creen algunos, quizás muchos, de un tema más o menos ético y romántico, de “conservar y proteger” la naturaleza. Lo que está en riesgo es la propia viabilidad de nosotros mismos como especie tecnológica consumidora de recursos, como civilización. Lo que se entiende por ‘naturaleza’, más o menos empobrecida, seguirá adelante. De una forma clara, la reducción drástica de la biodiversidad es el fusible de todo este tinglado, si lo fundimos, nos quedamos a oscuras ¿Se entiende, no? Esta sexta gran extinción es infinitamente más veloz (miles de veces) que las cinco anteriores de remotas épocas geológicas, no dará tiempo a que se recuperen los ecosistemas y surjan nuevas especies. No permitirá la recuperación aceptable para soportar nuevas las sociedades humanas. Será irreversible. Moriremos de éxito.

Hay soluciones, cada vez más urgentes. Menos carbono para ser quemado y liberado a la atmósfera, mayor eficiencia energética…menor consumo o despilfarro, menos emisión de residuos. Empezando por el sector energético, ahora que se nos quiere vender como “verdes” la energía nuclear y la quema de gas. Por cada 100 unidades de carbón empleadas en una central de las que por fortuna se están desmantelando, se perdía un 70% en la propia central, un 9% en las líneas de transmisión y distribución, etc.… Al final de esas 100 unidades de origen tan sólo 9,5 estarían disponibles.

Ante todo conviene eliminar la idea de que el llamado medio ambiente (estúpida redundancia en nuestro idioma) es un sector independiente del político y el económico. Lo bueno para la naturaleza es bueno para nosotros, ya que es esa una dicotomía falsa: somos naturaleza. Los dioses, y especialmente las diosas, desde la Virgen del Carmen a la Naturaleza, son metáforas, y esa última metáfora, válida como recurso lingüístico, pero falsa literalmente, ha hecho que nos separemos mentalmente de ella, como de las demás diosas, aunque la rindamos ñoños tributos, la adoremos sin respetarla en el fondo, o confinándola a reductos, resorts ecológicos. No, el medio ambiente es donde habitamos nosotros, es la línea Plinsoll que marca la flotabilidad de la nave Tierra. No es la guinda del pastel económico, del horno político. Todos estamos embarcados en ella, aunque no conviene olvidar que una minoría, embebidos en su codicia ignorante, decide el rumbo y la carga, como aquellos desalmados armadores decimonónicos.

Y hablando de barcos, como dice Annie Proulx, excelente novelista canadiense, “Nadie cuelga en la pared la foto de un petrolero”. Bueno, casi nadie.  De hecho, hay gente que cuelga cabezas de animales muertos de sus paredes.