Hay un hermoso libro de César Antonio Molina, el poeta que, en un rasgo de humildad, ensució su carrera aceptando ser ministro de Cultura, que se llama ’Todo se arregla caminando’, lo que como sabemos por la entrega anterior de esta serie, es bastante cierto. Desde luego no lo empeora. Otro libro, de otro Molina, el novelista Antonio Muñoz se titula ‘Del caminar entre la gente’ que es un verdadero manual del perfecto ‘flaneur’ en la ciudad, ese deambular sin más objetivo concreto que el hacerlo y observar. Una secuela del Spleen de París de Baudelaire, el inventor del concepto y del término. Puedo mencionar más de cien libros que tratan de eso, del caminar, en soledad o entre la gente, de los que he leído al menos la mitad. Los hay más científicos, más poéticos, más narrativos, solitarios a menudo, en lugares insólitos y de lo más comunes. Todos tienen una cosa en común, elogian sin disimulo y con entusiasmo esa actividad. Más escasos son los que recomiendan el sedentarismo, como El viaje alrededor de mi cuarto de Xabier de Maistre, aquel que dijo que la mayoría de los males de este mundo se evitarían si la gente se quedase en sus casas, como se practica ahora con la reclusión por el coronavirus.
Caminar para meditar, para crear. Rilke fue viajando por Sevilla,
Córdoba, Toledo, ciudades múltiplemente recreadas por otros, pero solo en
Ronda, un destino inesperado en su época, que tampoco había previsto y que no era usual entre los
viajeros ingleses, le permitió volver a escribir poemas.
Caminar es una forma de pensar. No es extraño; el ser humano fue
nómada antes que sedentario, unas cien veces más tiempo. No es extraño, pues, que
reflexión y caminata estén tan vinculados. Rousseau y sus Ensoñaciones de un paseante
solitario, que ponía mucho empeño en no practicar con el ejemplo (su vida contradice
una por una todas sus convicciones proclamadas, pero era un buen botánico).
Thoreau, ese santo patrón de cierto ecologismo sentimental y vocinglero, que no
sabía tanto de botánica pero adoraba los árboles y escribió un librito, que llamó simplemente Caminar, mucho más digerible que su pomposo Walden o la vida en los bosques. Uno de mis favoritos, Robert Walser,
que escribía en billetitos como de papel de fumar. William Hazlitt y su modesto Dar un
paseo, o Robert Louis Stevenson y sus Excursiones a pie. El paseo bajo los
árboles de Philippe Jacottet. Los paseantes urbanos, recientes como Muñoz
Molina o clásicos modernos, como Baudelaire, autor del término 'flaneur. Y Francesco Carreri y su Waldscapes: el
andar como práctica estética. David Le Breton y su Elogio del caminar. On Roads
de Joe Moran. Sicilia paseada de Vicenzo Consolo. La erudita La breve historia de las
migraciones, de Máximo Livi Bacci. En los senderos, reflexiones de un
caminante, de Robert Moor. El insuperable Wan der Lust (Una historia del
caminar) de Rebecca Solnit.
La maravillosa trilogía de El tiempo de los
regalos, de Patrick Leigh Fermor, que relata el largo viaje a pie de este héroe
de la Segunda Guerra Mundial y gran helenista cuando tenía dieciocho años, en
1933, para cruzar Europa desde Inglaterra y Holanda hasta Constantinopla justo
antes de la gran conflagración (El tiempo de los regalos, Entre los bosques y
el agua y El último tramo). Podría seguir con Colin Thubron, Robert Macfarlane
y un por fortuna largo etcétera. Se ve que los caminantes no sólo son excelsos
pensadores y sino espléndidos escritores. A muchos, pienso, modestia aparte,
les pasa lo que a mí: que escribir es una forma también de pensar, de cocinar
las reflexiones obtenidas al caminar.
Y es que a pie se presentan infinitas posibilidades que a su
vez conducen a múltiples conocimientos, desde nuestra evolución anatómica,
apresuradamente señalada en una entrega anterior, al diseño de las ciudades, el
trazado de los viejos caminos, a los filósofos, poetas y montañeros;la trashumancia
y el nomadismo, las cañadas reales y las calzadas romanas, las trochas,
veredas y coladas. De alguna forma caminar nos dispone en un estado en el que se
alinean la mente (pensar), el cuerpo (caminar) y el mundo (lo que nos rodea). También
los ritmos y cadencias de una buena prosa se asemejan a los de un buen paseo. Esto
lo ignoran los turistas adictos a los autobuses y sus itinerarios frenéticos,
pero caminar establece una relación única con el paisaje y con el paisanaje,
altera a mejor nuestro modo de mirar, de sentir y de relacionarnos con el
entorno, en especial si elegimos esas rutas ancestrales que han perdurado por
siglos y que milagrosamente no han sido arrasadas por el asfalto, un enemigo
del camino, puesto que la moderna carretera, no digamos la autopista, une vertiginosa
dos puntos lejanos, pero separa y aísla los cercanos, las dos orillas de esa
cinta odiosa.
Los senderos nos ayudan a entender el mundo de una forma
inviable para los viajes de larga distancia en avión a los que la humanidad se
ha vuelto adicta. A los lugares no hay que “ir”, hay que “estar”. El turismo es
el antiviaje. Y tienen vida como los humanos, algunos son longevos, otros desaparecen
¿Por qué? Lo cierto es que paseando por eso que muchos llaman la
Naturaleza, y yo, el campo, nos fijamos con mayor atención en cuanto nos rodea,
los árboles y arroyos, las flores y los pájaros posados en sus orillas, como
varía la luz. Y en la ciudad, ese balcón curioso, ese letrero que perdura, el
gato furtivo, los geranios, las palmeras, los viejos adoquines de granito de la
vecina sierra. Thoreau, no sin vanidad, se declaraba como inspector de
ventiscas y diluvios. El verdadero pensamiento salvaje (Lévi-Strauss) es el
deambular y el vagabundo un héroe, a veces forzado, a veces voluntario, que nos recuerda que el aburrimiento es el
otro nombre de la domesticación (y la domesticidad). No, no siempre el
verdadero goce del viaje sea el regreso (Ulises). Y si no te convence del todo
la modernidad, si no eres un sujeto a la moda, caminar es una forma exquisita
de perder el tiempo, es decir, de gozarlo, y una forma de evadirse de esa locura
impuesta, un modo de distanciarse de ella, de aguzar los sentidos. El caminar es cuántico, transforma el lugar por
donde se transita, o al menos sus significados; el paisaje nos devuelve la
mirada y nos cambia al igual que nosotros cambiamos a la partícula subatómica
cuando la observamos.
¡Andar ! Nada lo mejora. Sólo lo complementa una mesa en un albergue al
borde del camino, ya cansado y descalzo, cuando el vino nos hace por fin
hablar y acariciamos a nuestro perro detrás de las orejas y oímos su suspiro de
satisfacción. ¿O es el nuestro?
muy lindo, y gracias por las recomendaciones
ResponderEliminarDe nada, seguro que algunas las conocías
EliminarAñado un par de cosas que seguramente conocerás, publicadas recientemente:
ResponderEliminar"El todo por el todo. París, calle a calle", de Henri Calet.
"Paseos por Berlín", de Franz Hessel.
Y un librito pequeño, sobre una especie de "performance" que hizo el cineasta Werner Herzog, un viaje a pie en pleno invierno, titulado "Del caminar sobre hielo", que como todo lo que hace Herzog poco tiene de placentero y mucho de obsesivo. Se desmarca el alemán de ese concepto francés de paseante ocioso y encantado, el "flaneur".
Y para hacer una equivalencia en el mundo del dibujismo, si me permites, Alberto Giacometti publicó al final de su vida un libro de dibujos, algunos magníficos en mi opinión, titulado "París sin fin". Resultado dibujístico de la afición de Giacometti a callejear la ciudad y observar las cosas.
Conocía el de Hessel y el de Herzog, no el de Calet y Giacometti
EliminarGracias