Intuyo que a la mayoría de la gente le parece más fácil imaginar el fin del mundo que el de un capitalismo que nos parece tan inexorablemente inevitable como la gravedad, y aunque ambos están íntimamente relacionados. El padre intelectual del capitalismo y en cierto modo de la economía y no solo del liberalismo económico fue Adam Smith, sin embargo, reclamaba procedimientos políticos para contrarrestar sus abusos que veía como inherentes; sus seguidores se han olvidado de esa parte.
Por otra parte, la economía al uso, esa nueva forma de brujería que tiene abducida a la política, reclama su condición de conocimiento científico, ergo inapelable. Pero eso no es así, primero porque las ciencias sociales, por mucha matemática que incluyan, no tienen el rango ineluctable de las ciencias físicas o ‘duras’; segundo porque no sólo está contaminada por ideología, sino que a menudo es justificación apriorítica de esas mismas ideologías. El capitalismo está contaminando la política, que debería ser su correctora, incluso ‘privatizándola’.
Además, las crisis periódicas, tan inherentes al capitalismo como la gripe invernal, no son nunca solo económicas, sino sociales y políticas, afectando al propio sentido de democracia precisamente al privatizar esa misma política y hasta al propio estado y el sistema represivo en manos de ese estado capaz de reprimir las protestas sociales.
El estado del bienestar se encuentra amenazado, por tanto, por unas
políticas que se consideran respuestas a las crisis económicas, al modo que los fármacos lo son a las enfermendades; purgas supuestamente sanadoras como las
políticas de austeridad, los ‘austericidios’, que dejan de ser temporales, para
corregir los déficits de crecimiento, para convertirse en definitivos. La
misma idea de progreso continuado que aseguraba que pasase lo que pasase los
hijos vivirían mejor que sus padres se ha visto quebrada de facto. La evolución
de la humanidad vista como un ascenso continuo y sin interrupciones, social y
económico y político, gemelo de la idea, hoy desechada, del Homo sapiens como
culmen de la evolución biológica, no se ve hoy realizado. Condorcet escribió en
1795 que la capacidad de perfeccionamiento de los seres humanos era indefinida
y que sus progresos serían en el futuro más o menos rápidos pero nunca
retrocederían. Tras los inicios turbulentos del pasado siglo, a partir del fin
de la Segunda Guerra Mundial en 1945, esta idea del progreso indefinido se vio
avalada por la progresiva consolidación del estado del bienestar.
Sin embargo, el dictamen de Keynes seguía vigente: “las
clases trabajadoras aceptaban, por impotencia o por ignorancia, una situación
que no podían llamar suya, a acceder más que a una pequeña parte del pastel que ellos la
naturaleza, y los capitalistas contribuían a producir. Y, en cambio, les era
permitido a las clases capitalistas llevarse la mayor parte de ese pastel.”
A pesar de su amor por la estadística, la mayoría de los
economistas no parecen aceptar que este episodio de crecimiento continuado de
los últimos 250 años puede no ser más que una excepción, puesto que parece un
episodio único en la historia humana mientras que el resto del tiempo experimentó
un crecimiento mínimo, si es que lo hubo. Pero esos 250 años han bastado para arraigar la idea de su
inevitabilidad gravitatoria, de su forma de destino inevitable a lo que
contribuyó la derrota en la Guerra Fría del bloque soviético.
El capitalismo realmente existente tiene dos efectos
claramente demostrables: el deterioro del planeta como entorno global de
sustento de nuestra especie y del resto de la biosfera y la generación de desigualdades crecientes entre
los humanos, entre unas regiones y otras y dentro de ellas. Además el
capitalismo convencional de bienes y servicios se ha visto superado por el
financiero especulativo, en principio diseñado para servir a aquel. Así, en las
mencionadas crisis recientes, el capitalismo convencional, como el nivel de
vida de la mayoría, se ha visto perjudicado mientras que los sectores
especulativos se han enriquecido. La idea de que con el fin de preservar al
sistema de revoluciones como la soviética de 1917 había que atender las
reclamaciones de las clases trabajadoras se ha abandonado, el pacto social, que
llevó a una edad de oro del capitalismo entre 1948 y 1973, se ha roto. A partir
de los años setenta, tras las crisis del petróleo, ese consenso se quebró, la
producción industrial disminuyó en un 10 por ciento y millones de trabajadores
perdieron sus trabajos. Los sindicatos se movilizaron y los neoliberales de
Gran Bretaña y Estados Unidos se enfrentaron a ellos, y ganaron. Lo veo como la
primera batalla de los ricos contra los pobres de una guerra que van ganando
los primeros. Eso implicó el desguace de las conquistas sociales del estado del
bienestar y la severa disminución del control de los gobiernos sobre la
economía.
La ‘gran divergencia’ que señaló Paul Krugman es el proceso
por el cual los ricos se hicieron más ricos mientras se empobrecían todos los
demás. Joseph Stieglitz dijo en una entrevista que “un trabajador a tiempo
completo está peor hoy en los Estados Unidos que hace 44 años”. Unas pocas
personas se benefician escandalosamente en la cima y la mayoría de los
ciudadanos no mejora o retrocede. Stieglitz vio eso como una evidencia de
que el capitalismo no funcionaba, pero funciona de maravilla puesto que los fines
del capitalismo no se encaminan a conseguir el bienestar general sino el
beneficio privado; Adam Smith simplemente señaló que de éste se derivaría aquel, pero eso ya no es cierto. Mientras los salarios y los derechos de los trabajadores disminuían
y el control de la contaminación y el deterioro del planeta se obviaba, los
políticos se encargaban de rebajar sistemáticamente los impuestos a los más
ricos y toleraban argucias legales para incluso no pagarlos. Quizás no haga
falta recordar que los bancos fueron recapitalizados con el dinero público de
los impuestos de esa mayoría empobrecida mientras que esa misma mayoría sufría
sin ayuda las consecuencias de esa crisis, la pérdida de sus hogares y un
angustioso etcétera. El pretexto infundado de que rebajar los impuestos a los
ricos y las grandes empresas favorecía y reactivaba la economía se convirtió en otro mantra falso.
Por lo tanto, la codicia sin fondo de los grandes empresarios
y especuladores no es la única razón de este panorama. También la ignorancia de
los políticos que asumieron los errores de la austeridad mientras los
depredadores especulativos adquirían a bajo precio los despojos empresariales.
Por su parte, los votantes, con una racionalidad mermada por la emotividad del
miedo y las esperanzas irracionales, conducía a agravar esas políticas dando su
aval a esos incompetentes gobiernos.
Los votantes no son científicos sociales que deciden su voto
conscientemente –creencia típica de las izquierdas—, sino que se alimentan de
noticias (incluyendo las falsas) y análisis que recibe de los medios de
comunicación elegidos además apriorísticamente según sus tendencias, buscando los afines, y evalúan esos
hechos supuestamente inapelables emocionalmente. Y operando sus mentes hacia
atrás buscando y seleccionando, rellenando los hechos que están de acuerdo con
esos trasfondo emocional apriorístico. Eso explica que muchos trabajadores
voten a las derechas, rechacen a sus iguales, los inmigrantes y apoyen populismos y
nacionalismos contrarios a su ADN internacionalista.
La historia nos enseña que ningún avance social se consigue
sin lucha y confrontación, y que ningún logro es inevitable ni mantenible si no hay una
conciencia social que se rebele contra la injusticia. Comprender la realidad
social en que se vive, tan condicionada por la información que se recibe a
través de los medios de comunicación de masas que la derecha utiliza para
repetir incansable tópicos simplistas y metáforas engañosas que se inculcan
como verdades inapelables, como esa economía que vende ideología disfrazada de
ciencia. De ahí los ataques a una enseñanza libre y democrática que no se
limitaría a ser una formación profesional prontamente obsoleta, sino generadora
de espíritu crítico y capacidad de análisis propio. El objetivo del capitalismo
no es el de la sociedad orwelliana de nazis y estalinistas que creían en su
ataque a la libertad del individuo, crear una sociedad más igualitaria en su conjunto. No, el
objetivo depredador del capitalismo es el enriquecimiento indefinido de unos pocos a costa de
unos recursos limitados (este planeta es obviamente finito) y de los derechos y
libertades de la mayoría. Por eso creemos más fácilmente en el fin del mundo
que en el del capitalismo que precisamente esta abocándonos a aquel.
Se atribuye a Maquiavelo la afirmación de que es más
peligroso un tonto que un malvado, porque el malvado ejerce ocasionalmente su
maldad cuando conviene en tanto que el tonto ejerce contínuamente su bobería. Aunque eso era de aplicación a
los gobernantes se puede extender a los sistemas. En este sentido me parece que
el capitalismo no es tonto, incluso se demuestra como el más eficaz sistema
económico en multiples aspectos, pero el capitalismo depredador y especulador
es malvado. Por eso se trataría de corregir desde la política esos excesos
malvados.
Hay que inventar un mundo nuevo que remplace al actual.
Lo peor que le ha pasado a la política es haberse transformado en un espectáculo digno de un circo de criterios mediocres. Sólo así se explica ese amor por la imagen, en vez de por los resultados.
ResponderEliminarComprendo tu hastío, pero no estoy totalmente de acuerdo. Los líderes políticos siempre han buscado la popularidad entre las masas, desde Pericles o Julio César hasta los caciques de las bandas paleolíticas. Otra cosa es que esa popularidad fuera meritocrática, basada en logros, pero eso no siempre es así, como demuestran los cultos 'cargo' de tribus de Nueva Guinea
Eliminar