En estos tiempos de unanimidades exigidas, de estás conmigo o
contra mí, puede que a mi algunos me consideren un ‘negacionista’ del mal
llamado cambio climático (1). Y entrecomillo negacionista porque ese término
acuñado para definir a los que niegan un hecho histórico, el Holocausto nazi de
millones de judíos, gitanos, gais y demás, no me parece que pueda extenderse,
por mucho ánimo peyorativo que se destile, a las teorías e hipótesis
científicas, en cuya esencia va incluida la falsabilidad. Existe obviamente un
calentamiento global del que es responsable ‘en gran parte’ el incremento de gases
de efecto invernadero (un efecto en principio benéfico que permite la
existencia de agua en sus tres estados en la Tierra y, por ende, de la Vida) y
en especial de CO2; como es bastante obvio que ese incremento se
debe ‘en gran parte’ a la quema de combustibles fósiles por parte de la actual
Humanidad. Pero hay muchas incertidumbres, sobre todo a la hora de regionalizar
los modelos y consiguientes pronósticos, y de atribuir la función de otros
factores, como la propia actividad solar que parece que se está incrementando.
Los mal llamados negacionistas son gentes poderosas y con
poderosos intereses en mantener el status quo actual y después de ellos, nunca
mejor dicho, el diluvio. Los Donald Trump y demás. Puede que haya además mucha
ignorancia convertida en desdén (quizás más como pose). De igual forma que disimulan
la codicia como laboriosidad. Pero la gentuza que cree que el ocio el jugar al
golf y hacer en tanto esos negocios que ellos llaman ‘operaciones’ como si de
cirujanos se tratasen, son sólo depredadores a su más ínfimo nivel, el del
parásito.
Si el ecologismo no ha tenido aún el consenso del feminismo se debe a
su inmadurez. La mayoría de los ecologistas no son como las sandias, verdes por
fuera y rojos por dentro, como alertaba un derechoso político bávaro de los
ochenta del pasado siglo. Ojalá. De hecho deberían (deberíamos) ser como los
tomates, verdes al inicio y rojos al madurar, porque el destructor del medio
ambiente (otra dichosa redundancia) y el apropiador de la plusvalía del trabajo
de los más es el mismo agente social. El ecologismo debe dejar de ser un asunto
sentimental y no poner la carreta delante de los bueyes, sino al revés, el conocimiento,
los bueyes, delante de la acción, el ecologismo. Y más en asuntos tan intrínsecamente
complejos como el del calentamiento global.
Aprender consiste en esencia en terminar considerando lo
extraño como familiar, pero aún más interesante es aprender a considerar lo
familiar como extraño, como hacen los buenos artistas o los poetas. Nadie
parece reparar en que lo que es norma en nuestras tierras mediterráneas, que en
el verano coincidan las altas temperaturas con las escasas precipitaciones —y a
eso se le llama clima mediterráneo— no es lo general en otras latitudes. Pero
ese clima mediterráneo no es exclusivo de las tierras ribereñas de este mar,
sino también, por ejemplo no casual, del occidente australiano donde se están
produciendo los presentes y pavorosos incendios en este su verano austral.
El mundo es complejo y todos los problemas relevantes también.
Por ello me siento disidente de tanta simplificación unánime, del laminado de
matices, de la eliminación de la creativa duda sistemática, de las respuestas simplistas, de las
soluciones sencillitas, de las nuevas juanitas del arco, que nada me enseñan
(aunque a muchos puede que sí), salvo el afán de las masas por crear ídolos a
los que aclamar. A mí la complejidad y mi incurable curiosidad me animan a
instalarme en la disidencia. Y no olvidemos que las élites, o si se prefiere,
El Poder, no quieren compartir en conocimiento real y que el capitalismo
conspira contra ese conocimiento, contra la auténtica educación y, en consecuencia,
contra la igualdad.
Mientras aguardo a que maduren el común de los ecologistas y
se den cuenta que la lucha por defender las condiciones de vida de las futuras
generaciones, esa solidaridad temporal, pasa por la lucha por las desigualdades
geopolíticas y sociales presentes, por esa solidaridad espacial, porque son la
misma lucha. Lo demás es simple y lamentablemente abrir nuevos mercados y
oportunidades de negocio a lo verde, desde el consumo a los mercados de carbono,
como bien sabe ese desfachatado sinvergüenza de Al Gore (La administración
Clinton-Gore se negó a firmar el protocolo de Kioto).
De momento lo que detecto son los intentos de retrasar la
industrialización de las nuevas potencias emergentes y así mantener la hegemonía
de Occidente unas décadas más; cambiar el modelo energético global para alterar
las relaciones geopolíticas y conseguir que nuevos actores se hagan fuertes en
uno de los mayores mercados mundiales y… ganar fortunas con el mercado de bonos
del carbono. Finalmente, como siempre, convencernos de que lo mejor, lo que hay
que conservar es lo que ya tenemos y que no hay nada más peligroso (para los de
arriba) que el cambio. Y si queremos hablar de cifras y de que los más
perjudicados por el calentamiento ya lo son por el hambre consuetudinaria, aquí
va esta: los 500 millones más ricos del mundo —ese siete por ciento de la
población— produce el 50 por ciento del CO2. Y el 50 por ciento más
pobre —esos 3.500 millones de los que no habla Greta Thumberg— producen… el 7 por
ciento.
Por cierto y último, el tiempo siempre estuvo loco, como
saben los viejos campesinos, así que llamar cambio climático es como llamar
gordas a las ballenas o a las pobres vacas y sus pedos. Existe, por supuesto, una forma de luchar eficazmente
contra el calentamiento global, reduciendo drásticamente las emisiones del
efecto invernadero: cambiar radicalmente nuestras formas de vida, de producción
(ilimitada en un planeta finito, vaya forma de echar cuentas la de la mayoría
de los economistas que venden ideología disfrazada de ciencia) y consumo,
primero en los países ricos y a continuación en los demás. Pero es que nos
hemos acostumbrado a pensar que el capitalismo es tan inevitable como la
gravedad o, mejor aún, como la expansión del Universo.
(1). En 2002 un experto en comunicación política,
Frank Lunz escribió unas recomendaciones sobre el tema entonces emergente para
la Administración Bush y sugirió que debería dejar de hablarse de calentamiento
global, que suena muy mal, y cambiarlo al más inocuo de ‘cambio climático’, “porque
suena mucho menos catastrófico y aterrador”