Algunas utopías llevan en su
enunciado su propia inviabilidad. Como por ejemplo el pacifismo aplicado a una
clara situación de agresión; o como el ecologismo expresado como deseo de disfrutar de paraísos naturales a la puerta de casa, pero sin renunciar a los
altos niveles de producción, consumo y despilfarro de nuestra sociedad. Por tanto,
la democracia —y sí alguno no quiere incluirla entre las utopías es porque no
quiere reconocer lo utópico de una democracia plena y perfecta—, la democracia,
digo, es la única utopía, o su única versión, que tiene en cuenta los múltiples
defectos de la naturaleza humana, desde la codicia a la ambición, desde la
propensión al engaño a la agresividad. Por eso las democracias, sean del nivel
que sean, tienen policías y recaudadores de impuestos, tribunales de justicia y
cárceles. Todo esto hace a la democracia tan poco atractiva para muchos
pensadores de los que propenden a ponerse estupendos, a inventar universos sin escribir novelas de Ciencia Ficción. Solicitan que vuelva a
imperar la religión como en siglos pasados más piadosos. O la autoridad y el
militarismo. Lo mismo que los pacifistas, pero al revés, para que se toquen bien
los extremos. Sobre todo, quieren opiniones homogéneas, unánimes; o lo que es
lo mismo, censura, aunque ya no se llame así, sino cultura de la cancelación,
corrección política o pensamiento dominante. Si a eso añadimos el regreso a la naturaleza
sin volver a las cavernas ya tenemos la dirección del propósito: el regreso al
pasado, la esencia del reaccionarismo. Por eso todos los antidemócratas, desde
Stalin a Franco son reaccionarios.
El cinismo, sin embargo, de
muchos demócratas, es demoledor. James Madison, uno de los cuatro padres de la
patria de Estados Unidos, enunció la ley de Hierro de la oligarquía: “[…] unos
pocos lo dirigen todo, sin que importe de qué institución o qué país se trate”.
De todas formas, con todas sus imperfecciones y hasta hipocresías, incluso con
sus pecados, como el de querer imponerla por la fuerza invadiendo países (al menos como pretexto, sino como motivo real), la democracia cuenta
con una virtud insuperable: estar libre del mito de la perfectibilidad humana. Así
que lo mejor de la democracia es precisamente defender nuestras idiosincrasias particulares
contra los paraísos terrenales de índole colectivista. O sea, contra las demás
utopías, incluida la patria, quizás la peor de todas junto a la de dios.
El poeta Charles Simic tiene una imagen bellísima de una escena neoyorquina. una gaviota se pasea por delante de una funeraria y saluda con la cabeza, como si hubiera reconocido a alguien dentro. Parece satisfecha consigo misma, feliz de ser lo que es y no algo distinto. Por eso para mí siempre serán infinitamente más importantes los poetas que los profetas. y por eso siempre seré un rebelde antes que un revolucionario.