lunes, 27 de febrero de 2023

Elogio de lo imperfecto

 

Algunas utopías llevan en su enunciado su propia inviabilidad. Como por ejemplo el pacifismo aplicado a una clara situación de agresión; o como el ecologismo expresado como deseo de disfrutar de paraísos naturales a la puerta de casa, pero sin renunciar a los altos niveles de producción, consumo y despilfarro de nuestra sociedad. Por tanto, la democracia —y sí alguno no quiere incluirla entre las utopías es porque no quiere reconocer lo utópico de una democracia plena y perfecta—, la democracia, digo, es la única utopía, o su única versión, que tiene en cuenta los múltiples defectos de la naturaleza humana, desde la codicia a la ambición, desde la propensión al engaño a la agresividad. Por eso las democracias, sean del nivel que sean, tienen policías y recaudadores de impuestos, tribunales de justicia y cárceles. Todo esto hace a la democracia tan poco atractiva para muchos pensadores de los que propenden a ponerse estupendos, a inventar universos sin escribir novelas de Ciencia Ficción. Solicitan que vuelva a imperar la religión como en siglos pasados más piadosos. O la autoridad y el militarismo. Lo mismo que los pacifistas, pero al revés, para que se toquen bien los extremos. Sobre todo, quieren opiniones homogéneas, unánimes; o lo que es lo mismo, censura, aunque ya no se llame así, sino cultura de la cancelación, corrección política o pensamiento dominante. Si a eso añadimos el regreso a la naturaleza sin volver a las cavernas ya tenemos la dirección del propósito: el regreso al pasado, la esencia del reaccionarismo. Por eso todos los antidemócratas, desde Stalin a Franco son reaccionarios.

El cinismo, sin embargo, de muchos demócratas, es demoledor. James Madison, uno de los cuatro padres de la patria de Estados Unidos, enunció la ley de Hierro de la oligarquía: “[…] unos pocos lo dirigen todo, sin que importe de qué institución o qué país se trate”. De todas formas, con todas sus imperfecciones y hasta hipocresías, incluso con sus pecados, como el de querer imponerla por la fuerza invadiendo países (al menos como pretexto, sino como motivo real), la democracia cuenta con una virtud insuperable: estar libre del mito de la perfectibilidad humana. Así que lo mejor de la democracia es precisamente defender nuestras idiosincrasias particulares contra los paraísos terrenales de índole colectivista. O sea, contra las demás utopías, incluida la patria, quizás la peor de todas junto a la de dios.

El poeta Charles Simic tiene una imagen bellísima de una escena neoyorquina. una gaviota se pasea por delante de una funeraria y saluda con la cabeza, como si hubiera reconocido a alguien dentro. Parece satisfecha consigo misma, feliz de ser lo que es y no algo distinto. Por eso para mí siempre serán infinitamente más importantes los poetas que los profetas. y por eso siempre seré un rebelde antes que un revolucionario.

jueves, 16 de febrero de 2023

Lo que me enseñó una abuela que nunca tuve

 

A ver. Una anciana sabia y políglota que no va a llegar a vivir el final de la guerra, escucha por la radio desde una remota aldea de serbia a Mussolini, a Hitler, a Stalin y demás lunáticos. Y más que las horribles palabras, que las insensateces proferidas del modo más ufano, lo que más la enervaba (a ella igual que a mí si hubiera estado en su caso, quiero creer) era el rugido de los adeptos que los vitoreaban. Esta anciana, una verdadera bruja buena, me transmitía la mejor enseñanza para relacionarme con el resto de seres humanos; una enseñanza mucho más matizada que la del infierno son los otros del filósofo francés. Me decía que me guardara de ésos a los que llaman grandes líderes, pero más aún de la euforia colectiva que suscitan. O de su enojo, indignación, como la de esas horrendas masas linchadoras (porque no los dejan…) que se agolpan a las puertas de los juzgados y juzgan antes de que el reo lo sea, juzgado. Con la radio puesta, mientras planchaba, mientras uno de esos héroes arengaba a las masas (nada que ver con un grupo de personas) me enseñó, a través de sus artes mágicas y a través del espacio y del tiempo la palabra monstruo. Y ahora tengo una aquí mismo, en mi misma ciudad, animal humano femenino, que gustaba de definirse la pintora Leonora Carrington, aunque esta tiene menos de humano.