1. La
otra noche soñé, quiero decir que recordé el sueño al despertar, no se
desvaneció inmediatamente antes de estar completamente despierto, en la
duermevela. Porque soñar sueño siempre, como todos, pero no suelo recordar
los sueños, ni mucho menos los atesoro, al igual que no guardo restos de las uñas que me corto ni otras excreciones de mi
cuerpo. Siempre me han incordiado las personas que cuentan sus sueños, que pretenden
desentrañarlos. Desde los chamanes celtas o los augures romanos hasta Sigmund
Freud, gran e imaginativo escritor y terapeuta falso. Creo (estoy seguro) que buscar su sentido fuera de su función fisiológica
—probablemente ‘reiniciar’ el enorme tinglado de la mente— es una pretensión
errada, vana, que ha hecho correr demasiada tinta y en ese sentido el psicoanálisis ya la subsiguiente interpretación de los sueños bajo sus premisas,
como la predicción del futuro por el examen de las vísceras de animales
sacrificados o por el vuelo de las aves, es tan fascinante como falsario. El caso es que soñé con un
recorrido por pasadizos de madera, estibados, y al final, en una habitación
alta y precaria, una especie de torreón, me encontré con un majestuoso halcón
peregrino, una hembra porque era de mayor tamaño que el habitual y menor de los machos. El otro
personaje principal, por llamarlo algo, era un coche rojo con el que me metía
por donde no se debía ni se puede. Y no recuerdo muchos más detalles, porque no
apunté nada al despertarme. Olvidar justo al ingresar en la vigilia y recordar en
cambio que hay que hacerse un café. Me despierto y hala —como dice Helen Garne, australiana de mi quinta
absolutamente recomendable— todo lo que necesitaba consuelo deja de dolerme, y
más con un café. No encontré el coche rojo donde lo dejé.
2.
Correr
es fácil. Correr muy rápido o durante mucho tiempo ya es otro asunto, sólo al
alcance de jóvenes atletas, pero correr como se pueda está al alcance de cualquier idiota que se lo proponga. Lo hacen parecer difícil, agónico tanto deportista
urbano sobrevenido, esteatopígico (el burro de mi corrector de Word no reconoce
la palabreja, qué lea más de antropología o busque la voz hotentote), que
agrava la llamativa ropa ceñida que está de moda. Espectacular, reflectante (lo
que tiene cierta utilidad si hay automóviles próximos y automovilistas
conduciendo mientras manejan sus móviles). Para esos portadores de diseños
deportivos que corren tan malla actividad no es beneficiosa, al menos en lo
meramente físico. Lo difícil, sin embargo, no es correr bien o mal, sino
quedarse quieto, callado y en silencio, sentado tranquilamente. Sólo los viejos
sabemos hacerlo, pero es una habilidad perdida en otras generaciones que,
cuando lleguen a viejos, tendrán que apañárselas de otra forma. Sin embargo,
hay todo un subgénero literario que habla de lo bien que le fue a su autor por
correr, desde Murakami, que por lo menos sabe escribir, a Paulo Coelho (Pablito
Conejo), que no. El siguiente paso es otra moda supuestamente actual más
pausada y más sana, la de andar y pasear, pero no tiene nada de reciente, desde
los presocráticos peripatéticos a los ‘flâneur’ como Baudelaire.
3.
Cuando
Virginia Woolf iba a tener una de sus crisis lo anunciaba por sus incontroladas
sesiones de risas histéricas con su hermana pintora. Risas tan estruendosas que
hacía huir a las arañas de desván donde se recluían (arañas y hermanas artistas)
a los rincones para ahorcarse con sus telas de araña. Virginia eligió otra
forma de muerte por asfixia, ahogada en un riachuelo con los bolsillos del
abrigo llenos de piedras. La risa es sana, pero como casi todo, con moderación.
4.
Los
críticos manejan tópicos, en el peor de su sentido, en el nuestro, no en el del
idioma inglés (traducir topic por tópico es lo que en el oficio de traductor se
llama un falso amigo, uno de esos faux amis que designan palabras similares fonéticamente que
significan cosas muy distintas en dos idiomas). Hablo de frases hechas, ideas
recibidas como decía Flaubert. Así, hablar de ‘libros valientes’, cuando nunca
se alude a los más numerosos libros cobardes, miserables, engañosos, como todas
esas memorias de políticos que ni siquiera han escrito ellos mismos.
5.
A
menudo menos es más. Por ejemplo, es mejor —más ‘moral’— ser amoral y hasta
inmoral que tener una doble moral. Vamos, la mujer del César pareciendo honesta,
lo sea o no. De los asesinos se sabe que son inmorales, sean cuales sean sus
razones, con agravantes si son políticos, pero no que sean hipócritas. Y sin
embargo hay tantos asesinos impunes e hipócritas que con una simple artimaña
financiera matan a miles...
6.
Robin
Hood nunca tuvo futuro. No hacían falta sheriff de Nottingham ni avariciosos
nobles normandos. Simplemente, al robar a los ricos para dárselo a los pobres,
violaba la más sagrada ley del Mercado que por ahora y casi desde siempre
—utopías aparte— hace funcionar al mundo.
7.
Supongamos
que a un gourmet le obligarán a comer mierda blanda de perro, cosecha de
cualquier acera próxima a su domicilio, untada en mal pan de molde industrial. No
está de más recordar la máxima sesentayochista de las miles de miles de moscas
que no pueden equivocarse. Pues lo mismo, pero con la mayoría de los programas
de la tele para cualquiera con una mínima formación, criterio y gusto. Gourmets
de la cultura, que no pedantes.
8.
Hablando
de cultura, siempre que voy a la Thyssen y me paso por la tienda de regalos
robo un lápiz a pesar de ser de los pocos artículos de precio asequible. Tacita
a tacita, es mi modesta contribución, espero así arruinar a la baronesa. Pero
ya no sé qué hacer con tanto lápiz.
9.
Todos
los animales piensan. Sí, piensan, incluidos los mosquitos y las babosas, no
digamos ya los perros o los chimpancés. Pero piensan chorradas. Por ejemplo,
los gallos piensan que al cantar al amanecer provocan la salida del sol, les
preocupa que si no cantan no salga el sol, y eso les agobia. A los humanos nos
pasa lo mismo con cantidad de otras angustias menos relevantes.