Los años sesenta del pasado siglo coincidieron con el final de mi infancia, toda la adolescencia y la primera juventud; esto es, de los once a los veinte años. Franco aún tardaría en morir tres interminables, sucios y grises lustros, yo seguía virgen pero ya era un lector compulsivo.
En el
comienzo de la presente década he podido disfrutar de las curvas indisimuladas, de esos gloriosos culos
que marcan esos leotardos que creo que ahora llaman leggins, pero en aquel
entonces estaban las minifaldas. Y es que cualquier tiempo pasado no fue quizás
mejor, pero a mí me pilló más joven. Eso es un hecho.
He leído muchas chorradas sobre esos años sesenta, sobre mayo del sesenta y ocho, sobre la primavera de Praga, etcétera. Que si lo de París no fue una verdadera revolución (no hubo muertos), que si tal y que si cual. Pero puedo aseguraros algo: para mucha gente de mi edad no se trataba como ahora —tiempos duros de otra manera distinta— de intentar instalarse en el tinglado social (tener un trabajo fijo, independizarse de la familia), sino salirse de él. Porque se podía vivir de otro modo, incluso en la sucia y gris dictadura, con menos cosas, pero igual de bien. Como señala Iñaki Uriarte en sus diarios, coetáneo mío y excelente escritor, el placer era más fácil de obtener, mientras que el trabajo, el prestigio social y el dinero no lo eran todo (ahora creo que sí). Pero sobre todo había una ausencia maravillosa: no existía la fama; no existía como idea, o como concepto, como diría un pedante. Por supuesto había gente famosa. Franco era famoso, Marilyn Monroe era famosa, pero, insisto, no existían los famosos. En plena dictadura había menos gases gilipollas en la atmósfera, había optimismo pese a todo, sobre todo si podías permitirte una escapada por Londres o por París.
Y sin embargo, la visión actual de los sesenta es pesimista. Desde la derecha se considera que fueron un desastre moral (¡Bien!) y desde la izquierda más sesuda que fueron un juego frívolo de burguesitos, que no sirvió para nada (qué dice, pero si aprendimos a follar…), que desvió energías y atención de la real politik (menos mal).
Los jóvenes soñábamos y, esto es lo raro, la gente mayor, mucha con larga experiencia de la vida, se creyó al menos en parte eso que soñábamos los jóvenes. De ahí el optimismo. Que contrasta con esta cuasi unanimidad de que cualquier cambio es hoy imposible. Sólo reformitas, ya nadie sugiere que escavemos debajo de los adoquines a ver si hay playas, o que seamos realistas y pidamos lo imposible. No, nada de frivolités.
Que sí, que claro que hubo muchas tonterías en aquella época, faltaría más, pero había un fenómeno casi paranormal que los psicoanalistas Deleuze y Guattari calificaron de ‘videncia colectiva’. Como si una sociedad viera de pronto, tanto en esta apestosa y enrarecida española como las más frescas de nuestro entorno, todo lo que contenía de intolerable y viera también la posibilidad de otra cosa. En cambio ahora…
Si los sesenta fue, según dices, la época de una juventud soñadora. Los ochenta y noventa lo fue de una juventud desencantada, incrédula y fascinada incipientemente por el dinero. A mí cada vez me gusta menos generalizar. Además, a la juventud de ahora ya la veo con mucha distancia. Pero lo que más percibo es un hedonismo imbatible, sin fisuras, y una fascinación total por el dinero. Una fascinación asumida ya como única vía (muchas veces desde la precariedad).
ResponderEliminarSalvo en ciencias duras generalizar sin más es dejar fuera matices y excepciones. Entonces, ¿qué hacemos, no generalizar, advertir que es una generalización? Se sobreentiende que esta no es la ley de la gravitación universal sino la impresión personal de este que subs-cribe.
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