Creo que las dos mejores
novelas españolas con diferencia de la segunda mitad del siglo pasado son Si te
dicen que caí, de Juan Marsé, y Tiempo de Silencio, de Martín Santos. No son
novelas ideológicas, aunque sí realistas, pero son moralistas, como toda buena
novela. Los celebrados Benet, Marías y demás se perdieron por el camino del
estilo y hasta de la estructura y siguiendo los dictados de la literatura la
traicionaron y no supieron contar y explicar la vida. El caso extremo, en mi
opinión, claro, es el de la metaliteratura de Bolaños o Vila-Matas que se
alimenta de otra literatura (todas lo hacen, pero espero que se sepa lo que
quiero decir) y no de la vida. Para mí las buenas novelas son otra forma de
conocimiento, a menudo más fiables que la prensa escrita, no digamos la
audiovisual.
Pero es por fin otoño, mi
estación favorita, primero porque que me parece más sutil y bella que la
excesiva primavera. El ojo humano tiene una disposición celular que le permite
distinguir sobre todo las longitudes de onda de la gama de los verdes, pero a
mí me sobresaltan más los ocres, amarillos y rojizos de las longitudes más
largas. Además, el otoño anticipa el invierno, que siempre es un alivio en este
planeta recalentado. Buen tiempo para leer, para dormir y para pasear y
escuchar música, también para buscar y degustar setas, de momento muy escasas.
Yo creo que mi defecto
principal es la pereza, la falta de ambición y de un proyecto definido de vida.
Eso, entre otras cosas, me evitó subirme al carro socialdemócrata en la
Transición, aparte de mis reticencias a sus pragmatismos. Tengo disculpas
claro, como cierta enfermedad crónica desde mi adolescencia que afecta a mis
sobresaltados estados de ánimo. Mis discretos
talentos quizás hubieran bastado, pero no mi voluntad y me equilibrio emocional.
Pasó el COVID y las
previsiones de que ese doloroso tránsito nos hiciera mejores a nivel individual
y colectivo no se han cumplido ni de lejos. Los grandes retos siguen ahí, sin
llevar camino de resolverse, como el calentamiento global o la brecha de
desigualdad entre ricos y pobres. En realidad, el dilema ahí: destruir el
capitalismo o que el capitalismo nos destruya, y es más fácil, incluso de
imaginar, acompañar al capitalismo en su inevitable caída. El modo de fastidiar
y hasta masacrar a los más por los menos adopta diversas formas: la económica,
la ecológica, la pandémica y la bélica, todas interrelacionadas, en el fondo
una.
Algunos ven en este gigantesco
obstáculo tan casi imposible de saltar vallitas simples que sortearemos aupados
en la santa tecnología. Pero el COVID no fue más que el anticipo de futuras
pandemias, la desigualdad no es un efecto indeseado sino una condición del
sistema y la crisis climática lo mismo. El capitalismo ha entrado en una fase
en la que está destruyendo a la humanidad y al planeta como soporte de esa
humanidad. La humanidad, por tanto, como supuesto objeto unitario, tendrá que
elegir entre perseverar dentro del capitalismo y hundirse con él o destruirlo. Por
otra parte, los capitalistas jamás reconocerán esa responsabilidad homicida (Todavía
recuerdo, a comienzos de los setenta, en mi etapa más combativa, como se me
acusaba de pretender retrotraernos a las cavernas), por tanto, no renunciarán
voluntariamente al juego que les enriquece a costa de todos y hasta de su
propio futuro, que es el de todos también. Pero lo más triste es que, como
señala Frédéric London, no hay la vista ninguna fórmula de derrocamiento. Ni siquiera
de simple moderación, como se evidencia, sin ir más lejos, en la falta de
acuerdos sensatos en cada cumbre del clima. El capitalismo además se oculta
tras la etiqueta de democracia y ya está. Y las revoluciones, tan parcas en
resultados y tan espantosas en victimas colaterales, ya no se llevan. Sólo nos
quedan los valerosos lloricas tipo Greta Thunberg.
Luego está el problema de
qué hacer después, aunque sea esto anticiparse demasiado: salir del
capitalismo, pero ¿para entrar dónde?
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Ansío los comentarios.Muchas cabezas pueden pensar mejor que una, aunque esa una sea la mía