sábado, 17 de junio de 2017

Los siniestros profetas





Quienes sueñan con festines depiertan con lamentos. CHUANG TSE

Los personajes más siniestros de la Biblia —y mira que abundan—, excluyendo a ese mismo Dios vengativo que exige no sólo obediencia absoluta sino amor sumiso, no son los múltiples caudillos adúlteros, ni siquiera los asesinos en serie como el infanticida Herodes. Son los profetas, personajes sin humor, regañones, dictatoriales. Normalmente sus profecías les eran reveladas en sueños (¿Qué beberían o fumarían?). El medio es el mensaje y sus profecías decían más de sí mismos que de sus supuestos pronósticos.

La profecía no abre el futuro, lo determina, al igual que modifica el pasado.

En una magnífica novela corta de la gran Ursula K. Le Guin, su personaje, George Orr tiene sueños que se convierten en realidad, es decir, que cambian la realidad. Cuando su tía le acosa sexualmente de adolescente mientras ella vive temporalmente en casa de sus padres, el muchacho sueña que su tía muere. Cuando despierta descubre efectivamente que su tía ha muerto, pero no en la flecha del tiempo que existía, sino en el pasado, hace seis semanas, de manera que su tía nunca vivió en su casa ni le acosó y, lo más terrible, es que ese pasado alternativo no lo recuerda nadie más que él; sus padres ‘saben’ que ella murió antes de ir de visita a su casa y no recuerdan que estuviera allí, porque es imposible, ella había muerto. Orr se siente devastado porque en realidad, conscientemente, no deseaba la muerte de su tía, tan sólo que cesara su acoso.

La desesperación de Orr es doble. Por un lado, porque termina teniendo miedo a soñar y que esos sueños alteren la realidad anterior; por otra parte, porque eso le condena a ser el único habitante de tiempos que han sido y eso también le condena a la mayor soledad imaginable, unas vidas estrictamente aparte de la memoria colectiva.

Los sueños cuestionan nuestra realidad tomando elementos de la misma y barajándolos arbitrariamente. Si los sueños, dormidos o despiertos, de los hombres, como los de los siniestros profetas, controlaran el destino de nuestra realidad probablemente esos destinos serían más terribles que las habituales realidades dependientes del azar y la necesidad.

El pasado siempre se puede alterar, no hace falta ni soñarlo, lo han hecho continuamente los vencedores sobre los vencidos. El futuro, que en gran parte depende de ese pasado, también se puede alterar, naturalmente, a veces a eso lo llamamos progreso, pero esa alteración nunca es a medida totalmente de nuestros deseos, como le sucede al pobre personaje de Le Guin dotado de unos poderes que no ha pedido ni puede anular.

Hay otra posibilidad de alterar el pasado. Se trata de fingirse vencido y una vez investido del aura de víctima intentar diseñar un futuro idílico aunque ese futuro, como ese pasado inventado, no hayan existido. Es lo que han venido haciendo los independentistas catalanes. Cataluña se ha llenado, como en la Biblia, de profetas que no tienen tiempo de ocuparse del presente y sus prosaicas necesidades. Sólo puedo decirles que tengan cuidado con lo que sueñan, no vaya a ser que se convierta en su futuro, que nunca será el que han imaginado.


viernes, 16 de junio de 2017

El crimen más absurdo






Hay muchas formas de quitar una vida, pero prácticamente todas se basan en eliminar el futuro de esa vida; no pueden negar que hayan existido, que hayan tenido un pasado. Salvo en los escasos casos más terribles, que sí eliminan esa vida en todos sus tempos.

26 de mayo de 1828, cuatro de la tarde en la ciudad de Núremberg. Un adolescente deambula —es un decir porque apenas sabe andar— con la mirada vacía y aferrando una carta en la mano. Repite una frase absurda, aunque al parecer apenas sabe hablar: “Quiero ser jinete como mi padre”. Si apenas podía andar por sí sólo, tampoco sabía apenas hablar pues sólo conocía doce palabras, la más importante y repetida ‘caballo’. Tampoco podía beber cerveza (se emborrachaba comiendo uvas) ni comer carne. Pero no mostraba miedo, ni desconcierto, ni extrañeza. Era como un animal herbívoro, una ternera. Una ternera alfabetizada porque cuando le entregaron papel y lápiz escribió su nombre: Kaspar Hauser.

Se investigó el caso, en el XIX no había ADN ni siquiera huellas digitales. Llevaba encerrado en una celda aislada desde los seis años. “El hombre con el que estaba”, como le llamaba el propio perjudicado, le dejaba cada noche pan y agua, y sólo esos alimentos era los que podía digerir. Pasó diez largos años sin hacer nada más que comer pan, beber agua, dormir y jugar con un pequeño caballito de madera. Estaba atrofiado, o si se quiere petrificado en los seis años. No era tonto; ni loco, era manso, como una ternera, y como una ternera, obediente y benigno. Estaba destruido, era fruto de un abuso terrorífico contra su alma. Una inocencia infantil preservada contra natura.

Todos estos datos los conocemos a través del que fue su segundo tutor, el jurista Paul Johann Anselm von Feuerbach. Como en el caso de otros monstruos de esa época, como el famoso hombre elefante, este asunto encendió la imaginación del público, se decía que era hijo ilegítimo de Napoleón Bonaparte, se escribieron novelas y obras de teatro basadas en él, más tarde películas, como la famosa de Herzog; había que inventarse casi todo. La memoria, hoy sabemos por la moderna neurociencia, se hace con jirones, los jirones de la memoria, con los que nos fabricamos la manta de jarapas de nuestra vida, pero a Kaspar sólo le dejaron un jirón que no bastaba ni para una cinta de la cabeza.

El caso jamás se resolvió. El joven murió después en circunstancias nunca aclaradas. Un misterio sin resolver, sin informes por desclasificar, en una época en que los rumores no viajaban por Internet. Sólo sabemos que  hubo alguien que le llevaba pan y agua y le proporcionó un caballito de madera para jugar y que quizás un día decidió liberarle, cuando ese era ya un gesto inútil porque el desmán se había cumplido. Alguien que cometió un delito absurdo, inconcluso y estéril, terriblemente cruel. Nunca se supo quién.

jueves, 15 de junio de 2017

Hace 40 años





Se cumplen cuarenta años de votaciones democráticas en España. Parece justo y lógico celebrarlo, pero no conviene confundir los fines con los medios. Las votaciones son un medio, no totalmente perfecto, para conocer las preferencias ciudadanas. Por su parte, como no parece viable el modelo asambleario y multitudinario entre millones de personas, se hacen necesarios los partidos políticos, que son otros medios, nada de fines en sí mismos. Los partidos no hacen la democracia, como no la hacen las elecciones, pero son medios al parecer indispensables. ¿Y los ciudadanos? Bien, los ciudadanos podemos elegir entre la oferta de candidatos fijos y cerrados que nos ofrecen los partidos. O dicho de otra forma, los partidos son los que sitúan a los candidatos en posición —nunca mejor dicho— de ser elegidos. No es un sistema perfecto, pero es lo que hay, aquí y en la mayoría de los sitios homologables del resto del mundo.

En realidad, en la España predemocrática no sólo no había elecciones ni partidos, sino tampoco libertad de prensa, de opinión, de asociación, de afiliación, de reunión ni de manifestación; en resumen: no había libertad. La libertad esta sí, es un fin en sí mismo. Seguía en vigor y activa la pena de muerte, no había leyes de divorcio ni de aborto ni de opción sexual; las mujeres no tenían los mismos derechos que los varones y duplicaban la tasa de analfabetismo de estos. Las elecciones de 1977, en las que yo, veinteañero ilusionado participé, eran una puerta mucho más amplia que la estrecha ranura en la que deposité mi voto.

Los críticos de la Transición no son una masa uniforme. Los hay, sí, que rechazan todo, pero son los menos; la mayoría no rechazamos el conjunto del proceso sino sus insuficiencias, sus quizás excesivas concesiones, aunque no es lo mismo entonces que ahora con un ejército sin depurar que era un poder fáctico tremendo, junto a unas fuerzas policiales heredadas del franquismo al igual que los jueces y la mayoría de instancias del Estado. Vamos, lo de siempre, que lo mejor es enemigo de lo bueno. Pero desautorizar en bloque a los críticos, es decir, desautorizar el ejercicio libre de la propia crítica es convertir esa restauración borbónica, quizás necesaria, quizás no, en un proceso de santidad. Pero no estamos hablando de concilios, sino de  transiciones entre aparatos de la dictadura y otros democráticos. Ni todo se hizo bien ni todo se hizo mal ni todo lo malo actual es heredero de aquel proceso, aunque lo mayoría de lo bueno sí. Desautorizar a la generación de nuevos políticos que no vieron ese proceso es como desautorizar a los prehistoriadores porque no cazaban bisontes en el paleolítico. Los populismos funcionan desde ambas orillas.

En 1977 llegaron a estar inscritos más de un centenar de partidos políticos (yo intenté coleccionar todas sus papeletas, no lo conseguí: eran demasiados), solo 26 listas diferentes en Madrid, 23 en Barcelona. Soluciones negociadas, y por tanto insuficientes para las partes, lograron la libertad que ahora disponemos. Esa libertad sigue incluyendo la de delinquir desde esos aparatos de poder que son los partidos, pero creedme si os digo que sin esos aparatos no parece posible mantener nuestras libertades, como no es posible rechazar el martillo como herramienta de trabajo porque con él nos hayamos machacado a veces los dedos. Los críticos sibilinos de la democracia tienen un modo paradójico de ejercerla: enfrentar la democracia real a la ideal (una meta que, como el horizonte, nunca se alcanza, pero entretanto caminamos), ya lo advirtió Javier Pradera hace 40 años. No tiremos el martillo, aprendamos a usarlo.

sábado, 10 de junio de 2017

El eunuco en su diván




En las murallas que rodeaban la ciudad prohibida, pared con pared con los escribanos, se situaban las enfermerías de los cirujanos que castraban a los aspirantes a funcionarios del imperio. Se me ocurre un chiste cruel: "¿Cómo se llama en japonés la piel que rodea esa terrible cicatríz inguinal?: ¡Rajoy!" (*)

Taoísta, piensa que son los otros los que deben moverse y que el mejor movimiento es la quietud, esperar. La exacta inclinación de su cerviz define con relación a la vertical la bisectriz de su sensata ambición. Es moderadamente alto, pero anda sincopado, moviendo los brazos como un molinillo, como con lumbago; medianamente atractivo, salvo por su boca húmeda, con una lengua gorda que apenas le cabe en esa boca; sus ojillos huidizos y su sonrisita del empollón que siempre sabe qué va a salir en el examen, que desecha todo lo que no entra en el temario. Tiene una barba correcta, de funcionario del XIX y habla con coletillas del mismo siglo. Se abrocha el botón de en medio de la americana y comienza a soltar tópico tras tópico, frase hecha tras frase desecha-da. En los controles antidoping mea agua bendita: Mariano Rajoy. Parece sincero en su amor por el fútbol y los habanos; en el resto miente, es pacotilla; piensa que los buenos modales son el perfecto sustituto de las buenas intenciones. No es de fiar. Es un hombre profundamente anacrónico, debería haber sido un alto y discreto funcionario del Imperio chino. Es el eunuco de un harén de borregos. Tiene la llave. Hay quienes dicen crueles, que es el presidente que nos merecemos, pero, ¿de verdad somos tan mediocres?

(*) Es una paráfrasis de un chiste noruego (al menos, a mí me lo contó un noruego) brutalmente machista: "¿Cómo se lama la piel que rodea al coño?= mujer"

jueves, 8 de junio de 2017

Fumando un cigarrillo con el mundo bajo un puente




Considero el crecimiento de las ciudades algo maligno, una desgracia para la humanidad y para el mundo, una desgracia para Inglaterra y, desde luego, una desgracia para la India... la sangre de las aldeas es el cemento con que se construye el edificio de las ciudades. Gandhi
El mayor país del mundo no está bien delimitado en los mapas, aunque figura en ellos. Es el más extenso porque abarca prácticamente todo el planeta, y está constituido sobre todo por ciudades populosas, y en 2015 tenía 750 millones de habitantes; sus remesas, se calcula aunque sin datos exactos, son de unos 440.000 millones de dólares al año.

Si fuera un país. Pero hablo de las personas, 750 millones de momento, que viven en un país donde no han nacido. Emigrantes. Provienen de países pobres y acuden a los ricos, o del campo y las aldeas para instalarse en las grandes urbes. Aportan más dinero que los turistas, pero son más invisibles para las estadísticas porque muchos están incursos en la economía sumergida, las viviendas no catalogadas y los trabajos sin contrato.

Yo he sido emigrante en tres ciudades: Londres, Nairobi y Cochabamba, en Europa, África subsahariana y América del Sur. Un emigrante de lujo con todas sus necesidades cubiertas, con vivienda digna, dinero y contratos laborales. Y aún así he percibido el extrañamiento que produce vivir entre otros que no sólo hablan distinto, sino ‘miran’ distinto, comen distinto, se divierten y cantan y bailan distinto y a pesar de todo son como yo. Vivir en otro sitio te enseña  lo azaroso y relativo del pomposo y nefasto término de nación; no te hace inter-nacional, como los vuelos de larga distancia, sino a-nacional, como el cielo o los mares a pesar de esa contradicción en los términos que son las aguas “territoriales”. Es decir, te hace más ciudadano que patriota, ciudadano exilado y, por ende, ciudadano del mundo.

Es un fenómeno imparable. No hay frontera ni natural ni política que lo detenga; ni ancho mar ni muro con espinas. De este pueblo en marcha, estoy convencido, depende más nuestro futuro común que de los bien asentados habitantes que les reciben, entre otras cosas, porque están seleccionados darwinistamente entre los más fuertes, jóvenes, inquietos, listos y emprendedores —nunca mejor dicho—: los que se pone en marcha, no los que resignadamente se quedan.

Es fácil subestimar sus aportaciones, porque muchos de ellos pertenecen a la economía secreta que no paga impuestos, que no recibe prestaciones y servicios, no constan en el censo, los economistas no hablan sus lenguas.

Es un fenómeno urbano. Acuden prácticamente sólo a las ciudades, preferentemente a las más grandes. De hecho, ese es el segundo fenómeno más significativo de nuestra época junto a las migraciones masivas: la creciente urbanización del planeta. Y es igual que las migraciones y relacionado con ellas un fenómeno imparable. Ayer mismo, en 1900, el 10 por ciento vivía en ciudades; en 2013 ya éramos el 53 por ciento, más que los habitantes rurales por primera vez, probablemente, en la historia. Para 2050, mañana mismo, cuando seamos 9.000 millones de habitantes, el 75 por ciento habitará en ciudades. En 1970 en el mundo sólo había dos ciudades, ambas desarrolladas, de más de diez millones de habitantes: Nueva York y Tokio. Hoy son veintitrés, la mayoría en los países en vías de desarrollo (pobres o del Tercer mundo, según las varias nomenclaturas) y en 2025 serán al menos treinta y siete, la mayoría en esos mismos países.

Toda nuestra historia reciente, hasta en sus más mínimos detalles puede entenderse bajo la lente de la migración y de la urbanización. ¿Por qué un campesino de Bihar se instala en la hacinada Bombay?, porque piensa: “esos veinte millones de personas deben saber algo, así que me voy con ellos.” Osama Bin Laden finalmente no se ocultó en las cuevas de las montañas de los territorios tribales, sino en una ciudad populosa, en el anonimato urbano, como cualquier otro burgués suficientemente rico con vida no solo privada sino hasta secreta. Igualmente, Bután, que está considerado en país más feliz del mundo y cuyo rey inventó la Felicidad Nacional Bruta, en el que el 41 por ciento de los butaneses eran “felices” al estar satisfechos en seis de los nueve criterios evaluados: bienestar psicológico, medio ambiente, salud, educación, cultura, nivel de vida, empleo del tiempo, vitalidad de la comunidad y buen gobierno. Pero los jóvenes butaneses se van de las aldeas a las ciudades y las mismas carreteras que se hicieron para llevar servicios a esos pueblos les sirven ahora para huir de ellos.

Ahora sólo soy un turista, como todos los ricos, no un emigrante. Por eso a menudo me siento bajo los arcos del acueducto de Amaniel, en el madrileño barrio de Tetuán y comparto unos cigarrillos con los africanos, la mayoría nigerianos y sudaneses, que duermen debajo. Oigo sus lenguas, desconocidas por nosotros y habladas sin embargo por millones, y en la lengua franca españolizada me cuentan sus historias. Cada uno tiene una o varias, y esas historias no oficiales ni recogidas por las estadísticas, son, creo yo, la historia del mundo actual. Por cierto, casi ninguno ha llegado en las famosas pateras, sino por avión o por carretera y barco. En sus aldeas esas historias las relataban los ancianos, aquí lo hacen estos jóvenes “emprendedores”. Me han puesto un nombre en hausa: 'Da shan taba Mu', El que fuma con nosotros. También me han invitado a comer un arroz jollof (o benachin) y yo me he comprometido en hacerles una paella.