Piove, porco governo
Neoliberal se ha convertido hoy en un apelativo peyorativo y
sinónimo del capitalismo más despiadado, pero originalmente, de la mano de los
fundadores del término, fue un intento de refundar el viejo liberalismo. Fueron
esos muñidores el filósofo Friedrich Hayek y el economista Milton Friedman, que
pretendían reinventar el liberalismo como base de una sociedad libre; en
resumen, una utopía liberal por más que se haya convertido en una distopía
horrenda.
Aunque pensemos en los neoliberales como malvados (y a los malvados no se les busque sino pretextos), los que justifican la codicia como motor del mundo y los responsables de las crisis financieras, no por eso podemos dejar de aprender de Hayek y Friedman. El archienemigo del filósofo austríaco y del economista neoyorquino fue el intelectual y economista británico John Maynard Keynes, pero los tres creían que las ideas de economistas y filósofos tenían mayor poder de transformar el mundo que la de los políticos y empresarios.
Aunque pensemos en los neoliberales como malvados (y a los malvados no se les busque sino pretextos), los que justifican la codicia como motor del mundo y los responsables de las crisis financieras, no por eso podemos dejar de aprender de Hayek y Friedman. El archienemigo del filósofo austríaco y del economista neoyorquino fue el intelectual y economista británico John Maynard Keynes, pero los tres creían que las ideas de economistas y filósofos tenían mayor poder de transformar el mundo que la de los políticos y empresarios.
La historia del neoliberalismo es en cierto modo la de un homenaje a la inversa, porque se inicia cuando la socialdemocracia triunfa. Corría el año de 1947, con Keynes ya muerto y la Segunda Guerra Mundial recientemente concluida, cuando un grupo de cuarenta filósofos, economistas e historiadores, lo que hoy llamaríamos un think thank, se reunieron en el pequeño pueblo suizo de Mont Pelerin. A ese grupo de le conoció como la Sociedad de Mont Pelerin en los años posteriores. Un grupo de combatientes capitalistas en un entorno mundial en el que primaba el prestigio del socialismo democrático con el éxito del New Deal de Roosevelt en el país más capitalista del mundo, Estados Unidos, que había conseguido superar la gran depresión del 29 y los años treinta. Así que la defensa del mercado libre, hoy un mantra repetido por cualquier papanatas, era revolucionaria sin paliativos. Hayek de hecho se sentía desconectado de su tiempo. Un joven Friedman, rodeado de intelectuales de todos los rincones del mundo, se sentía asediado precisamente por ser liberal. Ocho miembros del Sociedad Mont Pelerin acabarían en años posteriores recibiendo el premio Nobel, pero en 1947 nadie habría pronosticado un éxito tan estelar y el dominio de esas ideas sobre el mundo.
Europa estaba en ruinas y los esfuerzos de reconstrucción auxiliados por la famoso Plan Marshall eran totalmente keynesianos: empleo para todos, regulación y contención del libre mercado y regulación bancaria. Del estado de guerra al estado del bienestar en pocos lustros. Pero a la vez el pensamiento neoliberal empezaba a despertar interés gracias al esfuerzo propagandístico de la Sociedad Mont Pelerin que se desarrollaría como uno de los laboratorios de ideas más influyentes, si no el que más, del siglo XX.
Friedman sustituyó a Hayek en la presidencia del grupo en los años setenta, justo cuando los logros socialdemócratas del estado del bienestar se hacían más patentes. En ese momento la sociedad se radicalizó aún más. No había ningún problema del que Friedman no culpara al gobierno, o sea, que el gobierno era el problema y no la solución ¿Desempleo?, eliminemos el salario mínimo. ¿Desastres naturales?, empleemos a empresas privadas para la ayuda de emergencia. ¿Escuelas deficientes?, privaticemos la enseñanza. ¿Atención sanitaria pública onerosa?, privaticémosla y ya puestos sustrayéndola del control público siempre ineficiente. Etcétera.
La batería de conferencias, publicaciones, simposios y demás que Friedman desarrolló en esos años fue impresionante. Entrevistas de radio, programas de televisión, libros y documentales. Y su best seller: Capitalismo y libertad, que unió desde entonces ambos términos hasta hacerlos casi sinónimos. Ideas que parecían hace poco inviables se convirtieron en políticamente inevitables, como la Ley de la Gravedad.
Pero para su triunfo definitivo había que aguardar a una crisis, y esta llegó en 1973, cuando los países exportadores de petróleo, la OLP, subió el precio del crudo un 70% e impuso un embargo a Holanda y Estados Unidos. La inflación se disparó y las economías occidentales entraron en una espiral de recesión (la llamada estanflación). Fue la primera crisis energética (luego vinieron dos más). Se suponía que la teoría keynesiana la había ignorado y la de Friedman en cambio la había predicho. La carrera propagandista de relevos del Pensamiento Unico estaba montada: los laboratorios de ideas ultraliberales acuñaban los eslóganes que eran transmitidos a los periodistas que a su vez eran recibidos por los políticos. Los últimos relevistas fueron el presidente norteamericano Ronald Reagan y su homóloga, la británica Margaret Thatcher, los dos dirigentes más poderosos del mundo occidental, empeñados en una lucha por ganar la Guerra Fría al bloque soviético. Y la ganaron. Y también a los sindicatos y fuerzas de defensa de los trabajadores en sus propios países y los de su entorno. El colofón fue que los propios supuestos rivales, los socialdemócratas como el nefasto Tony Blair fueron convertidos a esos mismos principios. Incluso países nominalmente comunistas, como China comenzaron esa reconversión. Marx había muerto, incluso el bueno de Keynes; el Imperio soviético estaba vencido y los sindicatos desanimados y reducidos a fósiles. Así llegamos a hoy. En menos de cincuenta años, unas ideas consideradas minoritarias y peligrosas, marginales en suma, gobernaban y todavía gobiernan el mundo, crisis tras crisis. Pero la culpa sigue siendo de los gobiernos, incluso para los radicales que se les oponen desde la izquierda.
***
Parece que los únicos pensadores —por llamarles algo—
influyentes son los economistas y que la única forma de resolver los problemas
es hacer cuadrar las cuentas (trucadas). El poder del dogma ultraliberal ha
cerrado el paso a otras ideas; así que el fin de la historia y la llegada del último
hombre, como proclamó Fukuyama, parecen evidentes, no hay más que una
alternativa. Keynes ya lo había anticipado más de medio siglo antes cuando
escribió: “los hombres prácticos, que se consideran a sí mismos exentos de
cualquier influencia intelectual, suelen ser esclavos del algún economista
difunto”.
Así se consiguió que cuando Lehman Brothers se derrumbó el 15 de septiembre de 2008, inaugurando la mayor crisis desde los años treinta, no hubiera ninguna alternativa; nadie había previsto nada. Los relatos habituales de periodistas e intelectuales influyentes era que habíamos llegado al fin de la era de las grandes narrativas y de las ideologías, sustituidas por el pragmatismo (parece ser que no hay nada más práctico que conseguir que los ricos sigan llenándose los bolsillos).
No creemos en nada, pero tenemos libertad de culto. No tenemos nada que decir, pero tenemos libertad de expresión. No nos apuntamos a nada, pero tenemos libertad de afiliación. La semana laboral de quince horas, la renta básica universal, un mundo sin fronteras y sin pobres, ¿son sueños descabellados como nos señalan los pragmáticos? Sólo la denostada utopía parece interesada en cambiar el presente e imaginar un futuro, porque sólo las ideas “descabelladas" han sido capaces en el pasado de cambiar el mundo. La utopía se aleja en la misma medida que caminamos hacia ella; ¿entonces, para qué sirve? Para caminar escapando de las viejas ideas, que es aún más importante que avanzar hacia las nuevas.
Así se consiguió que cuando Lehman Brothers se derrumbó el 15 de septiembre de 2008, inaugurando la mayor crisis desde los años treinta, no hubiera ninguna alternativa; nadie había previsto nada. Los relatos habituales de periodistas e intelectuales influyentes era que habíamos llegado al fin de la era de las grandes narrativas y de las ideologías, sustituidas por el pragmatismo (parece ser que no hay nada más práctico que conseguir que los ricos sigan llenándose los bolsillos).
No creemos en nada, pero tenemos libertad de culto. No tenemos nada que decir, pero tenemos libertad de expresión. No nos apuntamos a nada, pero tenemos libertad de afiliación. La semana laboral de quince horas, la renta básica universal, un mundo sin fronteras y sin pobres, ¿son sueños descabellados como nos señalan los pragmáticos? Sólo la denostada utopía parece interesada en cambiar el presente e imaginar un futuro, porque sólo las ideas “descabelladas" han sido capaces en el pasado de cambiar el mundo. La utopía se aleja en la misma medida que caminamos hacia ella; ¿entonces, para qué sirve? Para caminar escapando de las viejas ideas, que es aún más importante que avanzar hacia las nuevas.