Uno de los equívocos mayores en el arte es considerar de interés la vida de un artista para comprender su obra. Un equívoco iniciado por los editores norteamericanos cuando comenzaron a colocar el retrato de los novelistas en las ediciones de tapa dura: la mirada inquisitiva, un dedo bajo la barbilla, pipas y gatos. Nada de esa estudiada iconografía decía nada de la novela bajo sus portadas, como ahora tampoco dicen nada los engañosos paratextos elogiosos de las fajas de las novedades. Ambos son publicidad, y ya se sabe que no hay mayor redundancia que la llamada publicidad engañosa, toda lo es, es su función.
Pero si la vida de un pintor, por ejemplo, no añade nada a su
obra, que, en efecto, debería hablar por sí misma, eso no quiere decir que esas
vidas no carezcan de interés. Unas más que otras, claro. Es mucho más
interesante la vida de Rembrandt, que triunfó la mayor parte de su vida, pero
murió en bancarrota y desestimado como un pintor ya anticuado (¡anticuado!) que
la de un Picasso que convirtió su estilo final en un plagio de sí mismo y su
principal activo en su codiciada firma, aunque fuera en un pañuelo de mocos.
La vida de los pintores tiene un doble interés. Por un lado,
la de reflejar su época, y en ese sentido hasta la de Picasso la tiene como
emergente en un mundo, el del siglo XX tan convulso y guerrero. Pero más
interés tiene, si cabe, saber cómo se las apañaron, de qué vivieron los que
tuvieron éxito y sobre todo los que no. ¿Vivieron de su pintura, la
prostituyeron, vivieron de mecenas, como siempre, sea la Iglesia o los bancos,
vivieron enseñando a alumnos sin talento o vivieron de la generosidad de sus
familias, como Vincent con Theo? Las gentes que siempre han ganado más dinero
con el arte han sido los marchantes, los galeristas, los coleccionistas
avispados, y así ha sido hasta recientemente en que algunos, especialmente
pintores (los escultores dependen más de los encargos públicos y
administrativos) se convirtieron en mercachifles de sí mismos, en vendedores de
su nombre.
El toscano Giorgio Vasari, pintor, arquitecto y escritor,
inauguró con su libro Las vidas de los más excelentes, escultores y arquitectos
(Le vite de' più eccellenti pittori, scultori, e architettori italiani, da
Cimabue insino a' tempi nostri 1550; segunda edición ampliada en 1568; hay
varias e ilustradas ediciones en castellano) una forma de Historia del Arte. Acuño
el término Renacimiento (Rinascita), mientras conocía al propio Miguel Ángel y
estudiaba a Rafael y fue el arquitecto principal nada menos que del Palazzo Uffizi
en Florencia. Su libro iba ilustrado con los retratos de los artistas
biografiados, algunos de ellos inventados. Presenta la Edad Media como una
época de decadencia, de ahí el renacimiento del arte de la antigüedad como
máximo logro de sus contemporáneos. Es un libro muy entretenido, lleno de anécdotas y
perfectamente legible hoy en día (lo atestiguo). Muchas son ficciones (al igual que los
inventados y literariamente espléndidos relatos clínicos de Freud siglos más tarde), como el del joven Giotto
que pintaba una mosca en la superficie de un cuadro de Cimabue que el viejo
maestro intentó espantar en varias ocasiones y que copia la misma anécdota del
Apeles griego. Pero sus apreciaciones críticas son perspicaces, imparciales y sorprendentemente
coincidentes con el canon actual. No obstante, como buen patriota toscano,
atribuía más mérito a los artistas florentinos y casi obviaba a los venecianos (a Tiziano sólo le dedicaba un breve apéndice),
aparte de que no era fiable en datos como las fechas, salvo las de sus coetáneos.
En España tuvo seguidores tardíos como Antonio Palomino que en 1724 publicó Las
vidas de pintores y estatuarios eminentes españoles, que no he consultado, pero
me han dicho que es mucho más aburrida que la de Vasari, lo que no impidió que
Palomino fuera conocido en su tiempo como el Vasari español.
Volviendo al principio. Todos los artistas recogidos en Las Vidas, incluyendo al propio Vasari, vivieron de su trabajo. Lo que es lógico en
una época que el artista era un mero dependiente de uno o varios mecenas. El artista
‘moderno’ recluido en su precaria buhardilla y viviendo a duras penas, el
artista maldito, es un asunto de hace poco.
Todo artista que no acaba triunfando, por ejemplo, un pintor,
que no acaba siendo incluido en una historia del arte al estilo de Vasari ni
figura en catálogos de galerías exitosas ni en exposiciones antológicas, pero
que es pintor y nada más, hace transcurrir su trayectoria desde un “recién
empezado”, a veces prometedor, y un “demasiado tarde”. En medio la parte más difícil,
o sea, toda una vida que no es la incluida en los Vasari de turno. Mantener abierto
ese interregno con preliminares concluidos pero un final no definido, eso es lo
que diferencia a un artista, reconocido o no, con un aficionado, un pintor de
domingo, como Churchill o como Hitler, ambos igual de mediocres.
Para mí, sin embargo, la obra y el autor que mejor
representan la función del arte en tiempos de crisis es La muerte de Virgilio
de Hermann Broch y la del propio Virgilio que representa la vida de un artista
al servicio de un mecenas, el emperador Augusto. Broch, junto a Kafka y Joyce (Proust es otro asunto)
es el renovador radical en los años veinte del pasado sigo, hace pues un siglo,
de la literatura. Broch salió huyendo de Alemania en 1938 camino de Londres y
luego de Estados Unidos. En ambos lugares encontró apoyo para publicar en 1945
en alemán y en inglés simultáneamente ese largo y barroco poema en prosa que es
La muerte, aunque lo concibió en las cinco semanas que estuvo encarcelado por
la Gestapo en Alt-Ause. Combina la reflexión filosófica, que no es la de un
diletante sino la de un profesional bien formado, con la lírica y la psicología
que tanto había hecho despegar otro vienés, Freud. En la novela que desafía las
normas antes establecidas por el género, como hicieron a su vez Kafka y Joyce,
establece los límites del conocimiento como posibilidad y la función del arte
en tiempos de crisis, trazando un paralelo entre su propia y agitada época y la
de Virgilio. En la llamémosla novela, el poeta Virgilio, en las horas inmediatas
a su muerte, cae en una duermevela que funde el pasado con el presente, lo
tangible y la alucinación, va desprendiéndose de la realidad y lleva un minucioso
análisis de su entorno físico y mental y una profunda investigación de las
profundidades del lenguaje.
Broch había encontrado en sus indagaciones previas una
edición de la Eneida de Virgilio del siglo XVII en latín eclesiástico. En ella
halló una leyenda sobre en autor romano que describía su vida como hijo de un
alfarero (el artesano como antípoda del artista) que gracias a sus
conocimientos de matemáticas y física se convierte en el veterinario favorito
de las caballerizas de Augusto que le promueve hasta los niveles de los mayores
cortesanos.
Independientemente del virtuosismo, la pericia, la tosquedad
o el desinterés por la técnica, todo artista auténtico tiene una percepción
especial; algunos hasta creen que esa es una característica humana común a
todos. Cézanne, uno de mis pintores favoritos, se desesperaba por la enorme
paleta de colores de la naturaleza en Provenza, pero para muchos sólo hay unos
cuantos más o menos básicos, por eso, supongo, les gustan tanto las puestas de
Sol a los fotógrafos novatos.
Creo que la inmensa perspicacia de Broch por delimitar la
vida subterránea del artista por medio de la figura de ese Virgilio más
medieval que clásico tiene que ver, hablando de perspicacia, con lo que decía
Wittgenstein en su famoso Tractatus logico-philosophicus
en el sentido de que la individualidad no es parte del mundo, sino más bien el límite
del mundo y por eso el mundo de alguien que no es feliz no es el mismo que el
de una persona desgraciada o, en el caso que nos ocupa, de un artista que mira
el mundo de otro modo que el resto. El artista como alguien situado fuera del mundo, y por eso lo ve de manera más penetrante que el resto de nosotros.