miércoles, 31 de mayo de 2017

En vísperas del partidazo del próximo sábado



El fútbol es una ciencia oculta de lo imprevisto. Dante Panzeri
Todo está listo, no me compete a mí regar el cesped ni revisar los vestuarios, eso se lo dejo a otros bien pagados. Pero yo ya tengo en la nevera las cervezas de gama alta, las patatas de freiduría buena, las latas de aperitivo, mi sillón frente a la pantalla y otro reservado, esperando a mi amigo del alma, futbolero como yo y del Barça, no como yo que soy del Madrid, claro. 

Estoy convencido que el fútbol es un espectáculo —y un deporte colectivo: el supremo a mi juicio— que sólo entienden los inteligentes, que no son todos los inteligentes, sólo los que les interesa el fútbol, aunque ya pasó la boba época en que manifestar desdén por él era un signo de distinción intelectual, pero que sirve de válvula de escape para los mucho más tontos seguidores que buscan en unos ‘colores’ una adscripción masiva y acrítica.

Ahora, en vísperas del acontecimiento futbolero más importante del mundo, la Champion europea, entre dos equipos excelsos y míticos, la Juventus y el Real Madrid, quizá no esté de más algunas reflexiones. La primera falacia que habría que desmontar es que la renuncia al buen juego, que no siempre es el juego ‘bonito’ pero a menudo coincide, es la forma de obtener buenos resultados. Falso. La segunda es que un entrenador muy técnico es la garantía principal de un buen equipo por encima incluso del talento de sus jugadores. Igualmente falso. Por el contrario, muchos entrenadores son responsables de que sus jugadores jueguen peor, en puestos inadecuados a sus talentos o restringiendo su creatividad. El fútbol es un deporte colectivo, y ese colectivo cuenta más que los genios individuales la mayoría de las veces, salvo excepciones excepcionales como al de un Messi que es más que un Barcelona sin Messi, pero un colectivo de talentos individuales, que no individualistas. Cuando yo jugaba al fútbol en el colegio, lo peor que te podían llamar es 'chupón', el que no pasaba la pelota y quería hacerlo todo solo ignorando al grupo.

El valor del talento puro, representado por el jugador sudamericano, que se gesta en los campos de tierra y en los solares de las barriadas es la sal del fútbol, frente al tecnicismo impuesto desde Europa; sin salir de América sería el enfrentamiento entre Menotti y Bilardo. La calle es el territorio de la picardía genial, como las sierras y no los prados abiertos lo es de la guerra de guerrillas frente a las formaciones en orden de combate. Si el equipo funciona como tal a través de sus talentos individuales entonces tenemos el Ajax de Cruyff o el Barça de Guardiola, y ahora el Madrid de Zidane, los tres grandes revulsivos de la inane tristeza del catenaccio. El buen futbol es el resultado de la canalización de la espontaneidad genial al servicio del equipo. Contra lo que creen algunos listillos, el gran fútbol no es antiguo ni moderno.

La virtud suprema del fútbol es saber dónde colocarse, jugar con los espacios tanto como con la pelota, usar el espacio-tiempo como en la relatividad general, ensanchando o estrechando el primero, acortando o demorando el segundo, la gravitación, que deforma ese espacio, en el balón; y disponer de una serie de jugadores hábiles en diversas técnicas, el regate (gambetear, palabra argentina de origen italiano que me encanta), el chut y el pase o centro, eso que ahora algunos comentaristas, tomando el argot del baloncesto, llaman asistencias. Y no olvidemos que los futbolistas son atletas que corren en un partido una media de entre ocho y doce kilómetros, pero  no a ritmo constante, eso sería fácil, sino acelerando en carreras de velocidad y frenando en seco y volviendo a comenzar en dirección opuesta. Una maratón con bruscas aceleraciones, giros, saltos y torsiones.

Saber ver un partido de fútbol permite disfrutarlo más, eso es evidente, como saber música permite apreciar mejor un concierto. El fútbol podría acabarse el día que en lugar de disputar un balón entre veintidós jugadores le dieran uno a cada uno. Por tanto, lo primero es tener el balón, saber ocultarlo, pasarlo, retenerlo y soltarlo. La ley del fútbol es la del despojo de esa herramienta del juego. En cuanto a los entrenadores, pueden alguna vez trasmitir una idea, jamás un recurso.

El fútbol es un juego, no un trabajo, aunque esté absolutamente monetarizado hoy. Por tanto, el futbol que no se divierte y que no divierte, no sólo es un tostón sino un mal fútbol. También es la ciencia oculta de lo imprevisto, como la mecánica cuántica. Y en lo imprevisto siempre surge la belleza, como en unas piernas largas de tobillos finos que apenas se entrevén. El fútbol es también una empresa colectiva, y en ese sentido comunitario, cooperativita, es una lección de vida. Por eso los futbolistas se retratan tanto como personas en el campo. El juego es libre, es libertad; jugar, a cualquier juego, nos hace humanos, y jugar al fúbol nos hace humanos sociales, pero introducir la severidad en el juego, en cualquier juego, es matarlo. Aburrirse es besar la muerte dijo el genial periodista deportivo Dante Panzeri.

Dos buenos colectivos, pero aguardo contiendas individuales; la de Marcelo frente a Alves, la del gran Buffon frente al severo Keylor Navas, la de Khedira frente a Modric, la de Bale o Isco y Benzema frente a los letales Dybala o Higuain. Dos técnicos muy serios enfrentan sus equipos como si fuera una contienda de ajedrez, pero de pronto, un talento mina el orden y surge el milagro. Entre tanto nike y tanto adidas yo espero que en el Madrid el sábado surja el milagro, pero puede que surja en la Juventus. Los milagros, como todo en la vida en el que interviene el talento, hay que currárselos, que te pillen sudando.


domingo, 28 de mayo de 2017

Una modesta proposición: cambiar Cataluña por Portugal





"Me ha asegurado un sabio americano, que he conocido en Londres, que un niño saludable y bien alimentado es, al año de edad, un alimento de lo más delicioso y nutritivo, ya sea estofado, rostizado, horneado o hervido; y no tengo duda alguna de que servirá igualmente bien en un fricassé o un ragoust."
¡Venga! Separémonos de Cataluña antes de que Cataluña lo haga de nosotros, ganémosles por la mano, aunque sólo sea por tranquilidad mental y para cambiar de conversación. Cuando murió Klaus Kinski, sobrevalorado actor y munisvalorado psicópata, un por lo demás amable director español escribió su obituario titulándolo: "Descansemos en paz". Pues eso. Es obvio que España sin Cataluña es menos España, pero Cataluña sin España también es menos. También es obvio que el futuro avanza en el sentido de configurar colectivos cada vez más cosmopolitas e influyentes, más amplios, por eso los nacionalismos son tendencias regresivas en el sentido de la historia, y no sólo por lo que tienen de ataque del identarismo idealista al concepto igualitario de ciudadanía.

Pensando políticamente a lo grande, a gran distancia, estratégica y no tácticamente, uno podría pensar en una solución al problema secesionista de Cataluña. Retomando el consejo que Carlos V le dio a su hijo Felipe, podríamos pensar en situar la capital en Lisboa. Es decir, que dejemos marchar a Cataluña y, a cambio, un cambio a mi juicio inmejorable, intentemos la unión que predicaban iberistas como Saramago, fusionémonos, en plano de igualdad con Portugal. Cambiemos el rincón mediterráneo del Golfo de León por la amplitud atlántica. De ese modo, solucionaríamos también el asunto vasco, más amortiguado, porque si vascos y catalanes se salen con sus independientes miniestados, esa suerte de Andorras albanesas, se nos cerrarían las salidas a Europa por uno y otro lado, dada la barrera hasta ahora poco franqueable de los Pirineos centrales. No corren tiempos para inventar nuevas fronteras ni para colocar aranceles en Portbou a los tomates de Almeria.

Pero no se trata de ser suficientemente ambiciosos, o utópicos. El problema de Cataluña no se soluciona abandonando Cataluña a su suerte. Porque se trata de no olvidar a su ciudadanía donde una mayoría se siente catalana y española y no desea la separación. Esa mayoría no tiene por qué pagar el banquete que los diseñadores minoritarios de la secesión desean. Hay dos Cataluñas y la más próxima al resto de España no merece el abandono del resto de sus conciudadanos. 

Aún así, sigo prefiriendo Lisboa a Barcelona. Lisboa tiene menos japoneses adoradores de Gaudí y menos hordas de hooligans borrachos en chancletas; resumidamente: es una ciudad mucho más agradable para los seres humanos. No es Cataluña la que hay que coser al resto de España, sino dos Cataluñas entre sí. En realidad, la secesión dentro de su propio seno ya la han conseguido los empecinados separatistas, y de eso viven. Pero al igual que no nos podemos comer a los hijos de los pobres para solucionar el problema del hambre, como sugería en su modesta proposición Jonathan Swift, no podemos dejar que se alimenten del resto de catalanes los adoradores de la estelada; así que olvidemos mi propuesta, aunque, según Churchill, el Imperio Británico se conquistó en un momento de distracción; quizás con la gran Iberia podría pasar lo mismo... y los de la estelada podrían ser nuestros gurkas. Siempre se necesitan fascinerosos para futuras Malvinas.


viernes, 26 de mayo de 2017

Mary Somerville, pionera de la ciencia global





En el acervo cultural común, la gente sabe quiénes fueron más o menos Einstein, Bohr o Darwin, pero casi nadie conoce, incluso entre los propios científicos, el nombre ilustre en su tiempo de Mary Somerville. Es injusto, pero en cierta forma lógico. Tan popular fue en su tiempo como prontamente olvidada, dado que sus propuestas se vieron rápidamente olvidadas de la misma forma que se olvida la semilla cuando surge la planta adulta. Es el destino de tantos pioneros extraordinarios que hacen bueno el hecho de que llegar antes de tiempo no asegura la posteridad.

Fue una pionera, y así lo reconoció la principal sociedad científica de la época, la Royal Society, que colocó un busto suyo en el vestíbulo de la institución (más tarde un buque con su nombre llevó una réplica como mascarón de proa), pero hasta 1876 no se admitían mujeres ni siquiera en las conferencias y se dio la paradoja de estar en efigie pero no en persona.

Hasta los ocho años, en manos de su madre, no recibió instrucción alguna, no sabía siquiera leer y escribir, pero cuando su padre, marino mercante, regresó a casa tras una larga ausencia puso remedio a eso. La pequeña Mary recibió la típica educación femenina reservada a las mujeres de su época, pero ella por su cuenta pronto dio muestras de un gran talento matemático y aprendió algebra sola. Tras enviudar de su primer marido, su segundo matrimonio con su primo Somerville, que compartía y alentaba sus inquietudes, la vida intelectual de esta mujer extraordinaria despegó rápidamente. Entre las personas con las que podía compartir su interés por las matemáticas se encontraban notables del momento como James Hutton y John Stuart Mill. Mary ganó un premio de una prestigiosa revista de matemáticas de la época (New Series of the Mathematical Repository). Para Mary la precisión de la matemática era una suerte de práctica teológica, consideraba que la creación divina se expresaba por ese lenguaje y representaba las leyes inmutables del universo. Esta fue si primera intuición avanzada a su época. Desde el principio esta mujer comprendió que la inmensa diversidad del mundo físico podía reducirse a unos pocos axiomas fundamentales.

Al mudarse a Londres, la Somerville despegó, vedado su ingreso en la Royal sin embargo se codeaba con sus miembros y al menos veintiséis de sus mejores amigos pertenecían a esta institución. Sir David Brewster, físico y matemático y rector de la universidad de St. Andrews y de Edimburgo la describió como “la más extraordinaria mujer de Europa”.

Pero a la larga, aparte de su comprensión de las matemáticas más abstrusas, participo en experimentos sencillos como la conexión entre el magnetismo y la radiación solar. Era una actividad frecuente entre los aficionados de la época. Un poco antes, Hans Christian Orsted había establecido la conexión entre el magnetismo y la electricidad. Mary publicó una divulgación de estos trabajos con sus propias aportaciones que interesaron nada menos que a Laplace y a Gay Lusac en París y al propio Orted en Copenhague. Entonces le llegó su verdadera oportunidad. Henry Brougman le sugirió que escribiera sobre los Philosophiae Naturalis Principia Mathematica de Newton y sobre el famoso libro de Laplace sobre el firmamento de Mecanica celeste para el programa de publicaciones de la Sociedad para la Difusión de Conocimiento Útil (SDCU), lo que hoy llamaríamos divulgación científica.

La SDCU publicaba libritos muy asequibles por entregas semanales sobre temas que iban desde la elaboración de la cerveza o el cuidado de las colmenas hasta los insectos, la hidráulica o las antigüedades egipcias. Alcanzaban una circulación de más de 200.000 ejemplares. Los dos primeros libros de Mary eran sin embargo demasiado minuciosos para los lectores de un penique; ella necesitaba hablar de análisis matemático, lo que los haría menos atractivos. Finalmente un editor de Londres aficionado a esos temas se hizo con las obras y así comenzó la carrera de Mary como divulgadora científica. En total escribió cinco libros. Mecanismos de los cielos, La conexión de las ciencias físicas (conocida popularmente como The Connexión), Geografía física, Sobre la ciencia molécular y microscópica y Memorias personales (1874, póstumo y casi simultáneo al segundo libro más famoso de Darwin, Sobre El origen del hombre).

El libro más famoso, el que le dio fama y el más importante, fue el segundo, On the Connexion. Su tema era más perspicaz y avanzado de lo que pueda parecer hoy: los vínculos, las conexiones y la convergencia entre los diversos fenómenos de las ciencias físicas, que en ese momento estaban experimentando cambios sin precedentes. Gracias al número enorme de sus lectores, Conexión se convirtió en una obra clave que pretendía una visión que lo abarcase todo. En realidad retomaba un viejo punto de vista de Aristóteles, el conocido como ‘hechizo jónico’, que especificaba una jerarquía que partía de la nada, atravesaba el mundo inanimado para llegar a los seres vivos y culminar en los humanos. En la Edad Media, la ‘Summa Theologiae’ de Tomás de Aquino había intentado reconciliar esta visión de Aristóteles con el cristianismo. Cuatrocientos años más tarde, Newton llevó más orden a los cielos y a ámbitos de la física como el movimiento y la luz. La Ilustración se aferró a la idea de la unidad de todo el conocimiento, así como a las verdades interconectadas de Descartes, mientras Condorcet era pionero en aplicar las matemáticas a las ciencias sociales y Schelling proponía una ‘unidad cósmica’ y Linneo organizaba en latín la diversidad de los seres vivos.

Pues bien, el enfoque de Somerville era más moderno aún, ya que el término ‘ciencias físicas’ que aparecía en el título apenas comenzaba a utilizarse en ese tiempo, aunque habría que aguardar para encontrar las diferencias entre sustancias y procesos. Somerville sabía que los franceses distinguían la física como algo separado de un lado de las matemáticas y de otro de la química. Las propiedades de la materia, el calor, la luz, la electricidad y el magnetismo comprendían “la physique”.

La conexión del título de la obra se explicaba en su prefacio: “El progreso de la ciencia moderna, especialmente durante los últimos cinco años, es notorio por su tendencia a simplificar las leyes de la naturaleza y a unir ramas separadas mediante principios generales. En algunos casos, se ha hallado una identidad donde se creía que no había nada en común, como en el caso de la electricidad y el magnetismo o de la luz y el calor…”

Era una época en que se veía la cultura como un todo y la especialización como una amenaza a aquella unidad (siglos antes que nuestro filósofo Ortega y Gasset denunciara la barbarie de la especialización). Esa forma de avance de la ciencia incrementando la generalización había surgido en Alemania, pero ya entonces cada victoriano de aquellos primeros tiempos veía su trabajo como parte de una ‘totalidad intelectual’.

Para designar a estos intelectuales resultaba insatisfactorio el término de filósofo, incluso de filósofo natural, pretencioso el de ‘savants’ y hasta el de físico, reservado por tradición a los médicos. Se acuña entonces por primera vez el de ‘scientist’ (por William Whewell, historiador de la ciencia y master del Trinity Colege de Cambridge). A Whewell se le daban bien los neologismos y también acuñó el de phisicist y le sugirió a Faraday los de ion, ánodo y cátodo. En cualquier caso había que centrarse en las semejanzas entre las ciencias en lugar de entre sus diferencias. Whewell fue también el primero en utilizar una palabra hoy de moda que algunos consideran reciente: consiliencia, con el significado de “saltar juntos”, los conocimientos, mediante la conexión de hechos y teorías de distintas disciplinas a fin de lograr un marco común de explicación.

Tristemente, para cuando apareció la última edición de Connexion, en 1877, cinco años después de que Mary Somerville falleciera, su obra estaba ya anticuada.


sábado, 20 de mayo de 2017

La imaginación del desastre





Al igual que el asco es una adquisición evolutiva para evitar ingerir substancias tóxicas, el miedo lo es para evitar otros peligros de muerte. La respuesta adaptada que desencadena es la huida, que a veces no es factible. Pero el miedo y la amenaza, real o imaginada, que lo desencadena son dos cosas distintas. En nuestra especie el miedo ha sido utilizado como una herramienta de control social, desde el que viene el coco hasta las llamas eternas del infierno. Hay miedos, como el del terrorismo, que cumplen ambos papeles: evitar el peligro de muerte y controlar a las personas con ese miedo, seguridad a cambio de libertad.

Resulta más difícil imaginar el fin del capitalismo que el fin del mundo (para este último hay montones de propuestas, incluido el propio capitalismo como némesis destructora). Igualmente, resulta más difícil imaginar el fin del turismo masivo que el del capitalismo, con el que está imbricado. La imaginación del desastre, en expresión de Susan Sontag, tiene sus propias leyes. Por que una cosa es el desastre y otra distinta, aunque relacionada, la percepción del desastre. El capitalismo de las catástrofes es ya un género ensayístico pujante. 

La sexta extinción masiva y la pérdida de biodiversidad, el cambio climático, la ampliación desmesurada de la brecha desigual entre ricos y los demás, el incremento de la población, su envejecimiento, la falta de futuro en los jóvenes, la pérdida masiva de trabajo asalariado, las epidemias, la alienación de las redes sociales, la destrucción de la belleza, la mala educación, las sectas destructivas, los políticos estúpidos, las nuevas guerras, el terrorismo indiscriminado, eh aquí buenos temas para el género en auge. Cuando era niño y me llevaban a la desaparecida Casa de Fieras del Retiro madrileño era lamarquista sin saberlo porque creía que las rayas del gran felino imitaban los barrotes de su jaula. El tigre de Bengala da mucho miedo (y admiración), pero a mí me da más miedo que desaparezca, que despertemos, y al revés que en el cuento del dinosaurio de Monterroso, ya no esté allí.

El principio nodal del género del terror, tanto en la literatura como en el cine, es que el miedo es más relevante que su causa. En cambio, en el capitalismo de las catástrofes las causas, las propias catástrofes anunciadas, son mucho mayores que el miedo que nos provocan. Del terror nos salva la inconsciencia colectiva, pero no nos salva sino que nos precipita a su causa. A mí lo que más miedo me da es la gente. Porque ese es el fundamento de la teoría del héroe solitario que encarnó Gary Cooper en Solo ante el peligro: está solo porque... sabe más que los demás, la gente. Menos mal que cuento con las personas, solas o de común acuerdo. Peter Handke habló de El miedo del portero ante el penalti, pero ¿y del miedo del delantero que lo va a tirar? El portero que quiere parar el balón del desastre tiene miedo; lo malo es que el delantero que lo tira no lo tenga.

En mi opinión, el rasgo más trágico de estos tiempos es que justo cuando hemos alcanzado una perspectiva auténticamente universal desde la que apreciar la vastedad del cosmos del que formamos parte, la complejidad causal de los procesos físicos, la maquinaria química de la vida o de las estrellas, al mismo tiempo hayamos considerado el dominio de los valores como ajeno a esta comprensión aparentemente completa del tejido de la existencia. En la ciencia no parece haber sitio para conceptos como correcto/incorrecto, bello/feo, sentido/sinsentido, amor/odio, bien/mal, etcétera. La ciencia parece haber destronado a los dioses y dejado sin fundamentos los valores. Es la herencia última del útil pero nefasto tajo cartesiano entre cuerpo y mente que supuso el nacimiento de la ciencia moderna. Tanto la actual crisis de fe y el auge de los fundamentalismos y los irracionalismos, así como el terrible coste de nuestro dominio sobre la naturaleza material a escala mundial son quizás reacciones a una visión de la realidad en la que no se admite la subjetividad o los valores. Necesitamos una metafísica que no combata con la ciencia, sino que la prolongue hasta lo que experimentamos, nuestros miedos.

Respondo a la pregunta de Edward Albee: ¿Quié teme a Virginia Woolf? Quizás quien no conoce a Virginia Woolf, o, tal vez con razón, quien la conoce. Por una vez, deberíamos volver a ser niños para sentir miedo a la oscuridad, porque hoy por hoy, la propia oscuridad es más peligrosa que el miedo que provoca. Porque son los barrotes de su prisión y no el tigre los que entrañan el verdadero peligro.