Teotihuacan

“Durante siglos, los europeos y sus descendientes han ido a la búsqueda de valles ocultos, reinos perdidos, islas desaparecidas y civilizaciones sumergidas. No sé si los japoneses o los indios comparten tales obsesiones y viajan para exorcizarlas, pero si no es así y se trata de una patología singular de Occidente, entonces supongo que dice mucho de nosotros.” Lawrence Osborne. The Naked tourist
“En este regreso a Tambunam se ha hecho muy evidente que sólo mediante una vivencia intensa y prolongada de relaciones personales puede experimentarse la vida y la cultura de un pueblo en su totalidad.” Margaret Mead. Cartas de una antropóloga.
Somos el primer país según una valoración internacional para el turismo. Es como si hubiéramos conseguido la distinción al mejor camarero del mundo, mientras otros tienen los mejores científicos o el medio natural mejor conservado. En el marco de la actual globalización, el turismo —llamarlo “de
masas” es ya una redundancia— es uno de los sectores económicos
mundiales más importantes.
Según mis datos, en 2006 generaba 500.000 millones de dolares anuales de
beneficios,
determinando la economía de cientos de países, como España, y de
ciudades y
otros lugares más o menos emblemáticos. En medio siglo, de 1950 a 2002,
el
número de viajeros internacionales, incluidos los que viajaban por
negocios,
pasó de 25 a 700 millones anuales, la décima parte de la población
mundial, y
sigue subiendo. Eso supone una transformación inmensa del mundo. Lo que
las
cifras no reflejan, pero se puede apreciar en cualquier lugar, es que
están
convirtiendo al mundo en un gigantesco parque temático que se parodia a
sí
mismo, sea ese lugar Venecia, Barcelona, Tailandia o las selvas
amazónicas. Una inmensa Disneylandia global. De
modo que, como señala el escritor y periodista Lawrence Osborne, la
principal
ocupación de cientos de millones de personas es entretener a otros
cientos de
millones de personas. Agentes de viajes, hoteleros, guías, directores de
resorts y complejos turísticos, escritores de guías de viajes y muchas
otras
profesiones complementarias han surgido a su amparo. Cientos, miles de
páginas
web, de anuncios, de promociones, cientos, miles de nuevas
infraestructuras, aeropuertos,
puertos, navieras, compañías aéreas y de navegación o autobuses,
edificios
hoteleros, urbanizaciones, nuevas ciudades y aldeas. Todo se parece a
todo, a
cualquier sitio, porque así se ha diseñado. El mundo entero es una
instalación
turística y el desagradable olor a simulacro se eterniza en la boca.
Queremos una existencia nueva, huyendo del tedio de nuestras vidas
habituales, pero mercantilizado y empaquetado en una burbuja de
seguridad sin sorpresas, el viaje ya no es posible prácticamente.
La vieja
distinción entre turista y viajero apenas tiene ya sentido bajo estas
condiciones. El viaje actual ni nos hace más cultos y sabios, como en la
época del Grand Tour de los vástagos ingleses de clase alta, ni menos
racistas, xenófobos o empáticos. Es como la comida rápida, el fast food,
incursiones breves e intensas que no dejan huella. Ya no cumple el
viaje la función que irónicamente señalaba Pio Baroja de curar los
nacionalismos, entendidos estos justamente como formas de palurdismo
provinciano, al contrario. Evitar esto es dificil para el viajero
autónomo, una raza en extinción, habría que dejar de 'ir' a los sitios
para 'estar' en los sitios, pero eso implica estancias de al menos un
año, de forma que para completar el viaje al mundo real se necesitaría
vivir más de doscientos años. He comprobado la existencia en mi ciudad
de madrileños que viajan a Borneo y no conocen bien su ciudad.
'Madrileños por el mundo' se llama un detestable programa de televisión
plagado de tópicos.
Es muy ilustrativo en esta época en que los grandes movimientos de personas, turistas y migrantes, son el fenómeno demográfico más significativo, comparar ambos colectivos. Los turistas suelen ser recibidos como elementos benéficos, aunque su presión sobre los recursos del país receptor (consumo de agua y energía, destrucción del paisaje, etc.) suelen ser, en una contabilidad estricta, muy superiores a sus beneficios, que además se resuelven en una multitud de empleos precarios y en un beneficio en muy pocas manos empresariales. Los inmigrantes, por el contrario, conforme a esa misma contabilidad honesta y estricta, dan mucho más de lo que reciben, en forma, entre los dones, de rejuvenecimiento poblacional, trabajos que otros no desean, etc., sin olvidar que el inmigrante es reclutado por medio de una selección positiva entre los más fuertes, motivados e inquietos; en tanto que, contra lo que dicen los xenófobos, utilizan menos los servicios sanitarios y educativos y en una franja pública escueta. Dan mucho más que lo que reciben, y aún así es mucho para ellos, provenientes de países devastados por los mismos países que a regañadientes les reciben. A Estados Unidos no le han hecho grande sus turistas, sino sus inmigrantes, y así en cualquier sitio.
Históricamente, el viaje siempre fue una experiencia penosa que emprendían comerciantes, diplomáticos o aventureros. Doscientos años después del Gran Tour de los vástagos de clase alta británica, el viajero occidental, digamos que el viajero voluntario, tenía dos tipos de destino posibles: los lugares en los que uno no había estado personalmente y los lugares en los que no había estado nadie. Venecia, por un lado, y las junglas primitivas, las islas desiertas, los pueblos y culturas remotas por otro. Cuando en el siglo XIX el turismo se convirtió en una industria multinacional, empezó a operar en ambos tipos de lugares, buscando nuevas fronteras y experiencias que inmediatamente destruía. Como secuela del colonialismo —Thomas Cook, el fundador del turismo moderno, fundó su imperio merced al control de Egipto, el Nilo y Suez por parte de la armada británica, como en el Mediterráneo por otra parte y gracias al hundimiento del imperio otomano—, el turismo irrumpió y puso al alcance de todos lo primitivo, edenes visitables. Cuando en el siglo XX ambos tipos de lugares se confundieron todos se convirtieron en “cualquier parte”. El empobrecimiento ha sido catastrófico y el viaje se ha convertido en un concepto obsoleto. El turismo no sólo es consecuencia sino vanguardia del colonialismo, occidentalizando ese Oriente asequible que también fue buscado y encontrado en España, pero cada vez avanzando, como una ruta de la Seda a la inversa, hacia el Extremo Oriente, Tailandia, Singapur…
El turista termina por regresar a casa porque no sólo viaja en una burbuja protectora en la que transporta sus hábitos de origen, sino siempre con billete de vuelta, pero las consecuencias desastrosas que provoca su visita se quedan indeleblemente en los lugares visitados, como una lepra que banaliza el mundo y destruye lo que supuestamente valora. Y no existen formas de turismo inocuas, como el turismo verde o ecoturismo o el más extremo y reciente del turismo antropológico. Así, se ha convertido en un hecho revolucionario, o al menos rebelde, quedarse en casa.
Es muy ilustrativo en esta época en que los grandes movimientos de personas, turistas y migrantes, son el fenómeno demográfico más significativo, comparar ambos colectivos. Los turistas suelen ser recibidos como elementos benéficos, aunque su presión sobre los recursos del país receptor (consumo de agua y energía, destrucción del paisaje, etc.) suelen ser, en una contabilidad estricta, muy superiores a sus beneficios, que además se resuelven en una multitud de empleos precarios y en un beneficio en muy pocas manos empresariales. Los inmigrantes, por el contrario, conforme a esa misma contabilidad honesta y estricta, dan mucho más de lo que reciben, en forma, entre los dones, de rejuvenecimiento poblacional, trabajos que otros no desean, etc., sin olvidar que el inmigrante es reclutado por medio de una selección positiva entre los más fuertes, motivados e inquietos; en tanto que, contra lo que dicen los xenófobos, utilizan menos los servicios sanitarios y educativos y en una franja pública escueta. Dan mucho más que lo que reciben, y aún así es mucho para ellos, provenientes de países devastados por los mismos países que a regañadientes les reciben. A Estados Unidos no le han hecho grande sus turistas, sino sus inmigrantes, y así en cualquier sitio.
Históricamente, el viaje siempre fue una experiencia penosa que emprendían comerciantes, diplomáticos o aventureros. Doscientos años después del Gran Tour de los vástagos de clase alta británica, el viajero occidental, digamos que el viajero voluntario, tenía dos tipos de destino posibles: los lugares en los que uno no había estado personalmente y los lugares en los que no había estado nadie. Venecia, por un lado, y las junglas primitivas, las islas desiertas, los pueblos y culturas remotas por otro. Cuando en el siglo XIX el turismo se convirtió en una industria multinacional, empezó a operar en ambos tipos de lugares, buscando nuevas fronteras y experiencias que inmediatamente destruía. Como secuela del colonialismo —Thomas Cook, el fundador del turismo moderno, fundó su imperio merced al control de Egipto, el Nilo y Suez por parte de la armada británica, como en el Mediterráneo por otra parte y gracias al hundimiento del imperio otomano—, el turismo irrumpió y puso al alcance de todos lo primitivo, edenes visitables. Cuando en el siglo XX ambos tipos de lugares se confundieron todos se convirtieron en “cualquier parte”. El empobrecimiento ha sido catastrófico y el viaje se ha convertido en un concepto obsoleto. El turismo no sólo es consecuencia sino vanguardia del colonialismo, occidentalizando ese Oriente asequible que también fue buscado y encontrado en España, pero cada vez avanzando, como una ruta de la Seda a la inversa, hacia el Extremo Oriente, Tailandia, Singapur…
El turista termina por regresar a casa porque no sólo viaja en una burbuja protectora en la que transporta sus hábitos de origen, sino siempre con billete de vuelta, pero las consecuencias desastrosas que provoca su visita se quedan indeleblemente en los lugares visitados, como una lepra que banaliza el mundo y destruye lo que supuestamente valora. Y no existen formas de turismo inocuas, como el turismo verde o ecoturismo o el más extremo y reciente del turismo antropológico. Así, se ha convertido en un hecho revolucionario, o al menos rebelde, quedarse en casa.
La tercera foto es magnífica para ilustrar no sólo la entrada, sino el absurdo de querer ir a sabrá Dios qué supuestos remotos lugares que ya ni existen. Es magnífica, y me veo obligado a descubrirme. La cuarta es también bastante buena, da una sensación de vértigo doble, por el monumento y porque, como diría mi madre, hay una "jartá" de gente.
ResponderEliminarGracias. Las fotos son muy explícitas, pero secundarias.
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