Para Miroslav, Vanbrugh y Capolanda
Incluso para los que estamos infectados por el virus de la
curiosidad, y no por el inverso del hastío, sabemos que no hay nada nuevo bajo
el sol, pero ¡cuántas cosas viejas hay que no conocemos del todo!
El verano es la estación más hortera. Más que el calor son
otros factores los que lo definen en estas latitudes, como el ruido. Cualquier palurdo
con un altavoz convierte las noches (menos mal que son cortas) en infiernos no
sólo por la temperatura que no declina lo suficiente. Los petardos, las motos
de escape libre, las borracheras en la vía pública, los horrendos por lo común
conciertos donde los vatios sustituyen a la pericia instrumental o vocal. 360 días al año este pueblo es un lugar tranquilo, pero cinco
días de agosto se convierte en un infierno. Las llamas las pone el clima, pero
las torturas las pone la gente. Dante se quedó corto.
Algunos amigos me visitan en mi refugio. Algunos sólo buscan
la compañía y el lugar, los más interesados, mi pericia culinaria, pero alguno
trae cuestiones que tratar. Emocionales. Y me doy cuenta que la más pequeña
confidencia es un atajo en el camino de la amistad.
Los placeres sencillos y lamentablemente poco compartidos
—comer cerezas, leer fresquito, pasear con tu perro, conversar con los escasos
labriegos— son el último refugio de los hombres complicados. En cambio, los
simples necesitan artilugios complejos. Así, contra los que decía Alva Edison,
el teléfono no sirve para hablar ‘con’ los muertos (lo decía, en serio, era
espiritista), sino, al menos con los móviles, para hablar ‘entre’ los muertos.
La pasada moda de los zombis erraba algo el tiro, porque una mayoría de gentes
habita ya en tumbas: las de sus casas, sin un solo libro, y las de sus mentes,
sin una sola idea propia.
Leo, leo vorazmente, refugiado en mi fresca, sólida
y aislada casa de la canícula y de los veraneantes. Wittgenstein se quejaba de las
dificultades que el lenguaje plantea a las ideas. Yo no conozco ideas puras,
aisladas del lenguaje. Es más, creo firmemente que las cosas son por lo menos
el doble de buenas y el doble de interesantes porque existen palabras para
nombrarlas. Lo compruebo cuando les cito a las vistas los nombres de bichos,
plantas y pájaros, les encantan los latinajos binomiales, los nombres
populares, y a continuación los olvidan.
La pasada crisis ha salvado muchos rincones. No digo que los
promotores inmobiliarios no puedan percibir la belleza, pero para esos
especuladores la belleza es algo que se puede comer con cuchara (o con pala
excavadora), como cualquier mujer bella es en potencia objeto (nunca mejor dicho) de
violación.
Veo en la tele esa pornografía de la pobreza que son algunos
anuncios de ONG. Me digo que la caridad y la filantropía son directamente
proporcionales al cuadrado de la distancia de las victimas respecto al filántropo.
Algunos tiene una cultura similar a la camisa vaquera que
gastan: lavada pero sin llegar al desteñido, a la moda.
Practicar placeres que no son los habituales de la mayoría
aunque en teoría estarían fácilmente a su alcance no deja de ser una forma de
elitismo ‘blando’. Sin embargo, a mí me gusta mucho el fútbol, un espectáculo
de masas, quizás el mayor (¿o son los conciertos de cámara?), pero me siento emocionalmente
muy alejado del aficionado habitual, no digamos del forofo. Ejemplo; el otro
día en el bar uno me pregunta a quien considero el mejor futbolista (pelotero,
diría un argentino) actual; cuando le digo que Messi, me replica asombrado “¿pero
tú no eres del Madrid?"
Este verano he dedicado gran parte de mis lecturas a devorar
con verdadero placer la literatura inglesa del XVIII y del XIX, la victoriana
sobre todo. Samuel Johnson, Lawrence Sterne, George Elliot, Jane Austen, las
Bronte. Especialmente me ha gustado la ‘rara’ Memorias de una enana, del hoy
olvidado Walter de la Mare (gracias, Siruela) y sobre todo la insuperable Middlemarch
de George Elliot (Marian para los amigos). Luego me he enterado que es la
favorita de Stephen Hawkins que la lee todos los veranos (esto lo llamo
prestigio por contagio). A la hija de un amigo a la que en cierta forma ‘tutorizo’
en los veranos porque por razones que ignoro tengo más ascendencia sobre ella
que sus padres, le presto la novela Emma, de Jane Austen. Me la devuelve leída
con un comentario crítico que comparto: “un poco ñoña, pero me ha gustado, hay
que ver que jodido lo teñían las tías en esa época”.
Cataluña está en todo. Propongo una purga como remedio. A
partir de ahora solo habrá noticias de Cataluña. Los partes meteorológicos
serán los de Cataluña y si usted está en Toledo pues a joderse. Si hay
incendios forestales y no se dan en Cataluña que los trasladen allí. Y así todo.
(Seguirán estos post estivales, porque tengo muchos)
Pues he pasado un verano aburrido, siendo honesto. Cierta tensión familiar y personal me han tenido algo nervioso. Fuera de eso, he fracasado ligeramente en cierto proyecto personal, pero ahora me estoy recuperando.
ResponderEliminarEspero con mucho las siguientes entradas. Habría, por cierto, que poner reglas de cómo escribir un buen prólogo, que hay cada pedante que da risa.
Espera, espera...
EliminarEl prólogo era documentado y erudito, pero hacia spoiler destripando el argumento
Gracias por la dedicatoria. Reconozco la horterez del verano pero -debo de ser un hortera- sigue siendo la estación que más me gusta. Supongo que tiene que ver con mis eternos y maravillosos veranos infantiles, que me marcaron para siempre esta estación como el tiempo de la Felicidad. Me gusta la playa, me gusta el buen tiempo -no el calor atroz, desde luego, aunque el Madrid achicharrado y desierto de Agosto tiene su encanto; no, el verdadero buen tiempo, el fresquito húmedo y a ratos soleado del verano cantábrico-, me gusta la vista de las arboledas espléndidas en la plenitud de su verdor. Y cuando digo que todos estos atributos del verano, y muchos otros, "me gustan" estoy siendo comedido y discreto, porque en realidad hacen mucho más que gustarme, emblematizan para mí lo mejor de la vida, y extienden al resto del año su luz magnífica, que me ilumina también en primavera, como promesa; en otoño, como rescoldo y hasta en invierno, como contrapunto que realza los esplendores del frío -que también los tiene-. En general, lo de que cambien las estaciones me parece una excelente cosa, no creo que soportara vivir en uno de esos climas que se proclaman como de "eterna primavera".
ResponderEliminarEl verano también era para mí de niño mi estación favorita, hasta el punto de que mis recuerdos más cálidos de la infancia son los estivales. Pero ahora cada vez me gusta menos y mi favorita ahora es sin duda el otoño, por encima d ela presuntuosa primavera.
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