¿Por qué me gusta más Bilbao que San Sebastián, Londres que
Paris, Madrid que Barcelona, mi pueblín entre dehesas que los de los Alpes? Quizás
me satisface más esa vaga cualidad que se llama personalidad a esa variante
asequible de la belleza que es lo bonito. Como me gustan las mujeres con
narices demasiado largas o muy respingonas, demasiado altas o demasiado bajas,
un poquito gordas pero nunca excesivamente delgadas, porque en la imperfección
encuentro el encanto, lo particular, lo especial. Porque no cambio por otro más
noble el suelo de cemento de mi patio y dejo que la hiedra penetre por las
ventanas, cierto desorden (no mucho) en la biblioteca, comer en la cocina, mi
perra mestiza.
Hoy he visto morir a un burro de viejo, sin maltratos pero
con una vida de trabajo a sus espaldas. Una
muerte buena, si eso existe, un morir lento y solícito como el mamar de un
lactante.
La física moderna puede demostrar pero no mostrar. No es
comprensible intuitivamente ni figurarse el universo sin auxilio matemático
avanzado, no sirve para ‘ver’, para captar la realidad con los sentidos. La concepción
de la realidad de un Aristóteles podía ser aprehendida por un pescador del
Egeo, pero la de la mecánica cuántica no. A la mayoría sólo nos queda el
consuelo, la sopa boba de las analogías y las metáforas, el gato de Schrödinger,
el astronauta que envejece menos que en la Tierra, la explosión inicial. Una
serie de fábulas nunca vistas que tratan de suplir nuestra falta de entendimiento,
como los antiguos mitos griegos; en dicho sentido, exactamente igual.
En la Guerra de Troya dos soldados hacen guardia ante la
tienda de Menelao. Uno es un viejo veterano que apenas ha entrado en combate,
pero que llegó con los primeros expedicionarios. El otro es joven y recién llegado.
Este último, entusiasmado, le dice que está ilusionado esperando a conocer al
gran Aquiles, ver al astuto Ulises, de ambos ha oído tantas hazañas
en la lejana Grecia y conoce al dedillo sus peripecias. El viejo le responde
que no sabría reconocer a Aquiles o a Ulises si se los tropezara en el campamento,
que nada sabe de sus hazañas y que las trifulcas o batallas ante los muros de Troya
son solo nubes de polvo que ha visto levantarse en la lejanía desde su puesto
en el campamento.
Los jóvenes invaden el pueblo e imponen sus diversiones,
ocupan demasiado espacio, monopolizan el tiempo. Van más allá de mero
narcisismo, lo he llamado el síndrome de Tasio, como el personaje de Mann de
Muerte en Venecia. Jóvenes que se creen merecedores de la admiración de
cualquier genio maduro que les
contemple, como si hubiera una transferencia de talento real de éste a ellos. Mi
machismo genético —ligado a mi cromosoma Y— me hace más tolerable el asunto en
las muchachas, bastante más repulsivo en los varoncitos. No tiene nada que ver,
entiéndase, con el pavoneo entrañable y patoso de ellos frente a las chicas,
siempre varios pasos (metafóricos o reales) por delante. Estos Tasios, impasibles
pedorros de pasarela estival no intentan cautivar a nadie concreto, sino a todo
en general.
Se me acerca una chica en la piscina. Es guapa y se sienta a
mi lado con naturalidad, y ya con descaro me pregunta ‘¿qué lees?’ Le muestro
la portada del libro y procuro mirarla a los ojos y desviar los míos de sus
tetas. ‘¿No te acuerdas de mí, verdad? Soy la hija de fulanita’. ‘Ah’,
respondo, ‘cómo has crecido’ (¡serás imbécil!). Qué pasará y como afrontaré el
día que llegue otra guapa moza y me diga ‘soy la nieta de…’ Si me implantaran
en una máquina del tiempo, sólo viajaría unas cuantas décadas para encontrarme
con las hijas (o las nietas) en igualdad de condiciones.
Acabo mi relectura de Middlemarch. La bondad, concluyo, es una
forma suprema de inteligencia.
Si se entiende la contracultura como opuesta a la cultura
dominante, por lógica, mis afanes de lector de literatura victoriana son un
ejercicio contracultural infinitamente más subversivo que el de los hippies del
San Francisco de los años sesenta. En cualquier caso, valorar lo nuevo porque
es nuevo o porque se opone a la tradición es una guía bastante más errada que la
de valorar lo que ha sobrevivido de lo antiguo. En ese sentido soy estrictamente
un conservador.
La oreja adobada, las criadillas, la morcilla calabacera,
los tomates recién cogidos del huerto y los higos directamente tomados de las ramas, la
sandía enfriada en la acequia (la vigilan, sobrevolándola, las libélulas) y
abierta con mi navaja corsa, el pesto de los espaguetis con la albahaca de mi
patio. Creo que ahora a todo esto lo llaman cocina de proximidad y de estación.
Y tanto… nada viene de un radio mayor de tres kilómetros de donde me lo estoy
comiendo.
Hemos recogido 160 kilos de garnacha del emparrado del patio.
Ahora mi vecino Sinfo, hortelano y antiguo albañil jubilado, hará con ellas el
vino de pitarra, sin sulfitos, sin ‘química’, totalmente natural, o sea, imbebible,
o solo consumible inmediatamente, como poco más que un zumo, porque no sabe envejecer. Sinfo sí.
El problema de la mecánica cuántica es que ni siquiera los especialistas se ponen de acuerdo; no en los detalles más avanzados de la teoría, que cae dentro de lo normal que haya disensión, sino tampoco en lo más simple. Aquí hay un artículo en que se habla un poco del asunto y de las nuevas reconstrucciones que se intentan desde la probabilidad bayesiana, de momento bastante exitosas:
ResponderEliminarhttps://www.quantamagazine.org/quantum-theory-rebuilt-from-simple-physical-principles-20170830/?utm_content=buffer8d980&utm_medium=social&utm_source=twitter.com&utm_campaign=buffer
Desde luego, recuerdo bien de mis años de químico que la cuántica no era imposible, pero sí tremendamente singular. Decía el catedrático Francisco González Vílchez, que fue uno de mis profesores de Inorgánica, que la cuántica consiste en una serie de artificios matemáticos que funcionan con operadores.
A mí me preocupa que se haya extendido entre la juventud esa idea de que ser cínico es ser inteligente. No es que crea necesario ser bondadoso para ser inteligente, aunque como dices suele haber una relación, pero mal nos irá si un porcentaje importante de la población cree que son ellos más listos que nadie y que pueden salirse con la suya siempre haciendo cualquier guarrada.
Sobre lo subversivo, precisamente estoy leyendo Los chicos salvajes de Burroughs y mentiría si dijera que me parece sólo una paja mental, pero sí creo que el discurso revolucionario de la contraportada es muy discutible, pues sólo se ntoa más cerca del final. Se podría defender también que es una novela muy tierna, a pesar de (o quizás a causa de) su descarada efebofilia. Y sobre todo, creo que Burroughs ha acabado siendo un tipo de fetiche literario para cierta gente con un poco de tontería, cosa de la que hablaba yo en una entrada reciente.
http://barriodealienados.blogspot.com/2017/09/admiracion-contra-devocion.html
La generación beat de los Keouak, Gimberg y compañía me parece netamente inferior, artísticamente, a la anyerior, la 'perdida, de los Steinbeck, Faulkner y Hemonway.
EliminarLa antintuitiva cuántica tiene una superioridad indudable frente a otras teorías explicativas: su infalible predictividad
Lo que hace todavía más paradójico que algunos pedantes crean que la cuántica justifique poco menos que la magia, desde los tragicómicos homeópatas pasando por otras tantas supercherías. ¡En fin...!
EliminarTus "reflexiones" me han parecido preciosos poemas en prosa; me han gustado mucho.
ResponderEliminarPS: Aunque lo de que te guste más Bilbao que Donosti ...
Gracias, los elogios siempre vienen bien. Esa intención de poemas en prosa es la que he tenido, al menos en las piezas más cortas.
EliminarEl 'feo' y proletario Bilbo me llega más al corazón que la bonita y aristocrática Donosti, qué le voy a hacer, me gustan más los andares del primero.