viernes, 22 de septiembre de 2017

Reflexiones postestivales, 2




¿Por qué me gusta más Bilbao que San Sebastián, Londres que Paris, Madrid que Barcelona, mi pueblín entre dehesas que los de los Alpes? Quizás me satisface más esa vaga cualidad que se llama personalidad a esa variante asequible de la belleza que es lo bonito. Como me gustan las mujeres con narices demasiado largas o muy respingonas, demasiado altas o demasiado bajas, un poquito gordas pero nunca excesivamente delgadas, porque en la imperfección encuentro el encanto, lo particular, lo especial. Porque no cambio por otro más noble el suelo de cemento de mi patio y dejo que la hiedra penetre por las ventanas, cierto desorden (no mucho) en la biblioteca, comer en la cocina, mi perra mestiza.



Hoy he visto morir a un burro de viejo, sin maltratos pero con una vida de trabajo a sus espaldas.  Una muerte buena, si eso existe, un morir lento y solícito como el mamar de un lactante.



La física moderna puede demostrar pero no mostrar. No es comprensible intuitivamente ni figurarse el universo sin auxilio matemático avanzado, no sirve para ‘ver’, para captar la realidad con los sentidos. La concepción de la realidad de un Aristóteles podía ser aprehendida por un pescador del Egeo, pero la de la mecánica cuántica no. A la mayoría sólo nos queda el consuelo, la sopa boba de las analogías y las metáforas, el gato de Schrödinger, el astronauta que envejece menos que en la Tierra, la explosión inicial. Una serie de fábulas nunca vistas que tratan de suplir nuestra falta de entendimiento, como los antiguos mitos griegos; en dicho sentido, exactamente igual.



En la Guerra de Troya dos soldados hacen guardia ante la tienda de Menelao. Uno es un viejo veterano que apenas ha entrado en combate, pero que llegó con los primeros expedicionarios. El otro es joven y recién llegado. Este último, entusiasmado, le dice que está ilusionado esperando a conocer al gran Aquiles, ver al astuto Ulises, de ambos ha oído tantas hazañas en la lejana Grecia y conoce al dedillo sus peripecias. El viejo le responde que no sabría reconocer a Aquiles o a Ulises si se los tropezara en el campamento, que nada sabe de sus hazañas y que las trifulcas o batallas ante los muros de Troya son solo nubes de polvo que ha visto levantarse en la lejanía desde su puesto en el campamento.



Los jóvenes invaden el pueblo e imponen sus diversiones, ocupan demasiado espacio, monopolizan el tiempo. Van más allá de mero narcisismo, lo he llamado el síndrome de Tasio, como el personaje de Mann de Muerte en Venecia. Jóvenes que se creen merecedores de la admiración de cualquier  genio maduro que les contemple, como si hubiera una transferencia de talento real de éste a ellos. Mi machismo genético —ligado a mi cromosoma Y— me hace más tolerable el asunto en las muchachas, bastante más repulsivo en los varoncitos. No tiene nada que ver, entiéndase, con el pavoneo entrañable y patoso de ellos frente a las chicas, siempre varios pasos (metafóricos o reales) por delante. Estos Tasios, impasibles pedorros de pasarela estival no intentan cautivar a nadie concreto, sino a todo en general.



Se me acerca una chica en la piscina. Es guapa y se sienta a mi lado con naturalidad, y ya con descaro me pregunta ‘¿qué lees?’ Le muestro la portada del libro y procuro mirarla a los ojos y desviar los míos de sus tetas. ‘¿No te acuerdas de mí, verdad? Soy la hija de fulanita’. ‘Ah’, respondo, ‘cómo has crecido’ (¡serás imbécil!). Qué pasará y como afrontaré el día que llegue otra guapa moza y me diga ‘soy la nieta de…’ Si me implantaran en una máquina del tiempo, sólo viajaría unas cuantas décadas para encontrarme con las hijas (o las nietas) en igualdad de condiciones.



Acabo mi relectura de Middlemarch. La bondad, concluyo, es una forma suprema de inteligencia.



Si se entiende la contracultura como opuesta a la cultura dominante, por lógica, mis afanes de lector de literatura victoriana son un ejercicio contracultural infinitamente más subversivo que el de los hippies del San Francisco de los años sesenta. En cualquier caso, valorar lo nuevo porque es nuevo o porque se opone a la tradición es una guía bastante más errada que la de valorar lo que ha sobrevivido de lo antiguo. En ese sentido soy estrictamente un conservador.



La oreja adobada, las criadillas, la morcilla calabacera, los tomates recién cogidos del huerto y los higos directamente tomados de las ramas, la sandía enfriada en la acequia (la vigilan, sobrevolándola, las libélulas) y abierta con mi navaja corsa, el pesto de los espaguetis con la albahaca de mi patio. Creo que ahora a todo esto lo llaman cocina de proximidad y de estación. Y tanto… nada viene de un radio mayor de tres kilómetros de donde me lo estoy comiendo.



Hemos recogido 160 kilos de garnacha del emparrado del patio. Ahora mi vecino Sinfo, hortelano y antiguo albañil jubilado, hará con ellas el vino de pitarra, sin sulfitos, sin ‘química’, totalmente natural, o sea, imbebible, o solo consumible inmediatamente, como poco más que un zumo, porque no sabe envejecer. Sinfo sí.

5 comentarios:

  1. El problema de la mecánica cuántica es que ni siquiera los especialistas se ponen de acuerdo; no en los detalles más avanzados de la teoría, que cae dentro de lo normal que haya disensión, sino tampoco en lo más simple. Aquí hay un artículo en que se habla un poco del asunto y de las nuevas reconstrucciones que se intentan desde la probabilidad bayesiana, de momento bastante exitosas:
    https://www.quantamagazine.org/quantum-theory-rebuilt-from-simple-physical-principles-20170830/?utm_content=buffer8d980&utm_medium=social&utm_source=twitter.com&utm_campaign=buffer

    Desde luego, recuerdo bien de mis años de químico que la cuántica no era imposible, pero sí tremendamente singular. Decía el catedrático Francisco González Vílchez, que fue uno de mis profesores de Inorgánica, que la cuántica consiste en una serie de artificios matemáticos que funcionan con operadores.

    A mí me preocupa que se haya extendido entre la juventud esa idea de que ser cínico es ser inteligente. No es que crea necesario ser bondadoso para ser inteligente, aunque como dices suele haber una relación, pero mal nos irá si un porcentaje importante de la población cree que son ellos más listos que nadie y que pueden salirse con la suya siempre haciendo cualquier guarrada.

    Sobre lo subversivo, precisamente estoy leyendo Los chicos salvajes de Burroughs y mentiría si dijera que me parece sólo una paja mental, pero sí creo que el discurso revolucionario de la contraportada es muy discutible, pues sólo se ntoa más cerca del final. Se podría defender también que es una novela muy tierna, a pesar de (o quizás a causa de) su descarada efebofilia. Y sobre todo, creo que Burroughs ha acabado siendo un tipo de fetiche literario para cierta gente con un poco de tontería, cosa de la que hablaba yo en una entrada reciente.
    http://barriodealienados.blogspot.com/2017/09/admiracion-contra-devocion.html

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    1. La generación beat de los Keouak, Gimberg y compañía me parece netamente inferior, artísticamente, a la anyerior, la 'perdida, de los Steinbeck, Faulkner y Hemonway.

      La antintuitiva cuántica tiene una superioridad indudable frente a otras teorías explicativas: su infalible predictividad

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    2. Lo que hace todavía más paradójico que algunos pedantes crean que la cuántica justifique poco menos que la magia, desde los tragicómicos homeópatas pasando por otras tantas supercherías. ¡En fin...!

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  2. Tus "reflexiones" me han parecido preciosos poemas en prosa; me han gustado mucho.

    PS: Aunque lo de que te guste más Bilbao que Donosti ...

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    1. Gracias, los elogios siempre vienen bien. Esa intención de poemas en prosa es la que he tenido, al menos en las piezas más cortas.

      El 'feo' y proletario Bilbo me llega más al corazón que la bonita y aristocrática Donosti, qué le voy a hacer, me gustan más los andares del primero.

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Ansío los comentarios.Muchas cabezas pueden pensar mejor que una, aunque esa una sea la mía