“Siempre he pensado que el Cielo había inventado los problemas y el Infierno las soluciones” Amin Maalouf. El primer siglo después de Beatrice
Siempre hemos vivido en realidades virtuales, desde hace
siglos. Si Newton hubiera sido un político medio en lugar de un pensador sobresaliente,
en lugar de reflexionar sobre ese caer de la famosa manzana habría intentado
convencernos de que se quedaba suspendida en el aire. Por supuesto, en lugar de
las observaciones y reflexiones de Darwin a bordo del Beagle, que terminaron sugiriéndole
el mecanismo de la Selección Natural, el mismísimo dios creador le habría
susurrado al oído el horario detallado de los míticos seis días del Génesis. Es
sencillo, contra lo que afirmaba Platón, si los sabios fueran políticos… en su
inmensa mayoría dejarían de ser sabios.
En esta época de celérica difusión de bulos se habla del
valor de los hechos. Sin embargo, los hechos no siempre se perciben fácilmente.
Con suficiente insistencia goebbelsiana en los medios y redes se puede terminar viendo
flotar a las manzanas y a los fósiles de eras del pasado como caprichos
minerales. Y además la percepción de una cosa y la cosa misma no son lo mismo,
y ahí radica una de las esencias evanescentes de lo que se llama realidad que
no es la misma para un físico cuántico que para un labrador. O dicho con un
ejemplo: una cosa es el peligro y otra el miedo, es decir, la percepción de ese
peligro. El peligro no se puede manipular, existe o no y en tal o cual grado,
pero el miedo sí. Por eso no es tan paradójico como podría parecer —aunque
pocos reparen en ello— que a menudo los hechos tengan menos importancia que las
actitudes que engendran, las acusaciones, reproches, miedos, recriminaciones y
odios. Piénsese en los inmigrantes. Los hechos serían cuántos son, que recursos
consumen, que aportan a cambio, qué problemas generan, que problemas resuelven.
Pero lo que cuenta para los políticos y los ciudadanos son las actitudes que
generan, de odio, rechazo o sus contrarios. Los populismos, especialmente los
de derechas, saben sacar partido a esas actitudes en tanto que desprecian los
hechos, porque saben, contra lo que se suele afirmar, que en política siempre
cuenta más lo emocional que lo racional. El buenismo de izquierdas se sitúa en
el Cielo que inventa (detecta) los problemas, en tanto que los populistas se
sitúan en el Infierno de las soluciones que buscan siempre entre las más
fáciles y “populares”. No es extraño que les encanten los remedios que son
peores que la enfermedad, pero que les benefician a ellos o al menos les
facilitan de momento su tarea. Desgraciadamente, ante los problemas complejos siempre se proponen soluciones senncillas, que son falsas o ineficaces.
Desde mi buenismo de izquierdas a mí me parece que la
inmigración es más un remedio que una enfermedad, aunque por supuesto ese
remedio haya que saber administrarlo adecuadamente y en las dósis y con las prescripciones y cautelas necesarias, de la misma forma que las aspirinas o la
penicilina. Es más una solución que un problema para esta avejentada,
amurallada y lamentable península de Asia que algunos llaman Continente Europeo, al que por cierto llegamos hace unas decenas de miles de años como inmigrantes desde África.
Llamando a las cosas por su nombre, en España
(me niego a usar ‘Estado Español’, una ambigua expresión acuñada por los
vencedores golpistas del 36 para eludir nombrar con sus letras la forma del
Estado: ni monarquía ni república, simplemente dictadura), receptora tanto de
inmigrantes como de turistas, sería muy interesante un análisis comparativo
coste/beneficio de unos y otros. Sospecho que tal análisis daría un balance
netamente favorable a los inmigrantes frente a los turistas, al menos para la
sociedad en su conjunto. El turismo masivo tiene unos cuantiosos beneficios,
pero la parte del león de los mismos la acaparan las grandes empresas
multinacionales y los capitalistas locales (dueños de hoteles, etcétera), en
tanto que sus costos se externalizan entre todos los ciudadanos de a pie que
pagamos nuestros impuestos en el país receptor de la avalancha. Por el
contrario, la inmigración, bien regulada, proporciona más beneficios que
costes, incluida la sostenibilidad demográfica de nuestro avejentado país. Sin embargo,
el turismo con sus ínfimos empleos de servidumbre moderna, los costes en
consumo de recursos, empezando por el más escaso, el territorio, y el hecho de
que finalmente signifique convertir el paraíso de unos pocos en el infierno de
muchos, se ve como una bendición. Mientras que la inmigración, que no llega
masivamente en pateras, sino por carretera y avión, se percibe como un
problema.
He tenido la fortuna de viajar a países del antes llamado
Tercer Mundo o Sur o Subdesarrollado en África y América. No como turista,
porque no he ‘ido’ a verlos (en realidad, hoy por hoy, a hacerse selfies), sino
a ‘estar’ en esos sitios, con gentes de esos lugares. Y he comprobado que el
continuo espacio-tiempo se ve alterado sin necesidad de la relatividad de
bordear la velocidad de la luz. Nuestras opulentas sociedades del Norte, las
desarrolladas son dueñas del espacio —con muros, con propiedades privadas, con
fronteras, con accesos restringidos y reservas del derecho de admisión— y a
cambio se hacen esclavas del tiempo que no se puede perder, es oro, etcétera. En
África o en América del Sur, a ese respecto, uno se siente menos dueño y menos
esclavo.
Me gusta mucho la cita de Maalouf. Pero me cuesta entenderla en el contexto de la política. La política es el ámbito de las -propuestas- soluciones. Me cuesta entender ese infierno o esa derecha creyéndose sus solucionarios.
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