martes, 17 de septiembre de 2019

Inventar la realidad




“Siempre he pensado que el Cielo había inventado los problemas y el Infierno las soluciones” Amin Maalouf. El primer siglo después de Beatrice



Siempre hemos vivido en realidades virtuales, desde hace siglos. Si Newton hubiera sido un político medio en lugar de un pensador sobresaliente, en lugar de reflexionar sobre ese caer de la famosa manzana habría intentado convencernos de que se quedaba suspendida en el aire. Por supuesto, en lugar de las observaciones y reflexiones de Darwin a bordo del Beagle, que terminaron sugiriéndole el mecanismo de la Selección Natural, el mismísimo dios creador le habría susurrado al oído el horario detallado de los míticos seis días del Génesis. Es sencillo, contra lo que afirmaba Platón, si los sabios fueran políticos… en su inmensa mayoría dejarían de ser sabios.


En esta época de celérica difusión de bulos se habla del valor de los hechos. Sin embargo, los hechos no siempre se perciben fácilmente. Con suficiente insistencia goebbelsiana en los medios y redes se puede terminar viendo flotar a las manzanas y a los fósiles de eras del pasado como caprichos minerales. Y además la percepción de una cosa y la cosa misma no son lo mismo, y ahí radica una de las esencias evanescentes de lo que se llama realidad que no es la misma para un físico cuántico que para un labrador. O dicho con un ejemplo: una cosa es el peligro y otra el miedo, es decir, la percepción de ese peligro. El peligro no se puede manipular, existe o no y en tal o cual grado, pero el miedo sí. Por eso no es tan paradójico como podría parecer —aunque pocos reparen en ello— que a menudo los hechos tengan menos importancia que las actitudes que engendran, las acusaciones, reproches, miedos, recriminaciones y odios. Piénsese en los inmigrantes. Los hechos serían cuántos son, que recursos consumen, que aportan a cambio, qué problemas generan, que problemas resuelven. Pero lo que cuenta para los políticos y los ciudadanos son las actitudes que generan, de odio, rechazo o sus contrarios. Los populismos, especialmente los de derechas, saben sacar partido a esas actitudes en tanto que desprecian los hechos, porque saben, contra lo que se suele afirmar, que en política siempre cuenta más lo emocional que lo racional. El buenismo de izquierdas se sitúa en el Cielo que inventa (detecta) los problemas, en tanto que los populistas se sitúan en el Infierno de las soluciones que buscan siempre entre las más fáciles y “populares”. No es extraño que les encanten los remedios que son peores que la enfermedad, pero que les benefician a ellos o al menos les facilitan de momento su tarea. Desgraciadamente, ante los problemas complejos siempre se proponen soluciones senncillas, que son falsas o ineficaces.


Desde mi buenismo de izquierdas a mí me parece que la inmigración es más un remedio que una enfermedad, aunque por supuesto ese remedio haya que saber administrarlo adecuadamente y en las dósis y con las prescripciones y cautelas necesarias, de la misma forma que las aspirinas o la penicilina. Es más una solución que un problema para esta avejentada, amurallada y lamentable península de Asia que algunos llaman Continente Europeo, al que por cierto llegamos hace unas decenas de miles de años como inmigrantes desde África.


Llamando a las cosas por su nombre, en España (me niego a usar ‘Estado Español’, una ambigua expresión acuñada por los vencedores golpistas del 36 para eludir nombrar con sus letras la forma del Estado: ni monarquía ni república, simplemente dictadura), receptora tanto de inmigrantes como de turistas, sería muy interesante un análisis comparativo coste/beneficio de unos y otros. Sospecho que tal análisis daría un balance netamente favorable a los inmigrantes frente a los turistas, al menos para la sociedad en su conjunto. El turismo masivo tiene unos cuantiosos beneficios, pero la parte del león de los mismos la acaparan las grandes empresas multinacionales y los capitalistas locales (dueños de hoteles, etcétera), en tanto que sus costos se externalizan entre todos los ciudadanos de a pie que pagamos nuestros impuestos en el país receptor de la avalancha. Por el contrario, la inmigración, bien regulada, proporciona más beneficios que costes, incluida la sostenibilidad demográfica de nuestro avejentado país. Sin embargo, el turismo con sus ínfimos empleos de servidumbre moderna, los costes en consumo de recursos, empezando por el más escaso, el territorio, y el hecho de que finalmente signifique convertir el paraíso de unos pocos en el infierno de muchos, se ve como una bendición. Mientras que la inmigración, que no llega masivamente en pateras, sino por carretera y avión, se percibe como un problema.


He tenido la fortuna de viajar a países del antes llamado Tercer Mundo o Sur o Subdesarrollado en África y América. No como turista, porque no he ‘ido’ a verlos (en realidad, hoy por hoy, a hacerse selfies), sino a ‘estar’ en esos sitios, con gentes de esos lugares. Y he comprobado que el continuo espacio-tiempo se ve alterado sin necesidad de la relatividad de bordear la velocidad de la luz. Nuestras opulentas sociedades del Norte, las desarrolladas son dueñas del espacio —con muros, con propiedades privadas, con fronteras, con accesos restringidos y reservas del derecho de admisión— y a cambio se hacen esclavas del tiempo que no se puede perder, es oro, etcétera. En África o en América del Sur, a ese respecto, uno se siente menos dueño y menos esclavo.

1 comentario:

  1. Me gusta mucho la cita de Maalouf. Pero me cuesta entenderla en el contexto de la política. La política es el ámbito de las -propuestas- soluciones. Me cuesta entender ese infierno o esa derecha creyéndose sus solucionarios.

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Ansío los comentarios.Muchas cabezas pueden pensar mejor que una, aunque esa una sea la mía