miércoles, 4 de marzo de 2020

capitalismo o fin del mundo



Intuyo que a la mayoría de la gente le parece más fácil imaginar el fin del mundo que el de un capitalismo que nos parece tan inexorablemente inevitable como la gravedad, y aunque ambos están íntimamente relacionados. El padre intelectual del capitalismo y en cierto modo de la economía y no solo del liberalismo económico fue Adam Smith, sin embargo, reclamaba procedimientos políticos para contrarrestar sus abusos que veía como inherentes; sus seguidores se han olvidado de esa parte. 

Por otra parte, la economía al uso, esa nueva forma de brujería que tiene abducida a la política, reclama su condición de conocimiento científico, ergo inapelable. Pero eso no es así, primero porque las ciencias sociales, por mucha matemática que incluyan, no tienen el rango ineluctable de las ciencias físicas o ‘duras’; segundo porque no sólo está contaminada por ideología, sino que a  menudo es justificación apriorítica de esas mismas ideologías. El capitalismo está contaminando la política, que debería ser su correctora, incluso ‘privatizándola’. 

Además, las crisis periódicas, tan inherentes al capitalismo como la gripe invernal, no son nunca solo económicas, sino sociales y políticas, afectando al propio sentido de democracia precisamente al privatizar esa misma política y hasta al propio estado y el sistema represivo en manos de ese estado capaz de reprimir las protestas sociales.


El estado del bienestar se encuentra amenazado, por tanto, por unas políticas que se consideran respuestas a las crisis económicas, al modo que los fármacos lo son a las enfermendades; purgas supuestamente sanadoras como las políticas de austeridad, los ‘austericidios’, que dejan de ser temporales, para corregir los déficits de crecimiento, para convertirse en definitivos. La misma idea de progreso continuado que aseguraba que pasase lo que pasase los hijos vivirían mejor que sus padres se ha visto quebrada de facto. La evolución de la humanidad vista como un ascenso continuo y sin interrupciones, social y económico y político, gemelo de la idea, hoy desechada, del Homo sapiens como culmen de la evolución biológica, no se ve hoy realizado. Condorcet escribió en 1795 que la capacidad de perfeccionamiento de los seres humanos era indefinida y que sus progresos serían en el futuro más o menos rápidos pero nunca retrocederían. Tras los inicios turbulentos del pasado siglo, a partir del fin de la Segunda Guerra Mundial en 1945, esta idea del progreso indefinido se vio avalada por la progresiva consolidación del estado del bienestar.


Sin embargo, el dictamen de Keynes seguía vigente: “las clases trabajadoras aceptaban, por impotencia o por ignorancia, una situación que no podían llamar suya, a acceder más que a una pequeña parte del pastel que ellos la naturaleza, y los capitalistas contribuían a producir. Y, en cambio, les era permitido a las clases capitalistas llevarse la mayor parte de ese pastel.”


A pesar de su amor por la estadística, la mayoría de los economistas no parecen aceptar que este episodio de crecimiento continuado de los últimos 250 años puede no ser más que una excepción, puesto que parece un episodio único en la historia humana mientras que el resto del tiempo experimentó un crecimiento mínimo, si es que lo hubo. Pero esos 250 años  han bastado para arraigar la idea de su inevitabilidad gravitatoria, de su forma de destino inevitable a lo que contribuyó la derrota en la Guerra Fría del bloque soviético. 


El capitalismo realmente existente tiene dos efectos claramente demostrables: el deterioro del planeta como entorno global de sustento de nuestra especie y del resto de la biosfera y la generación de desigualdades crecientes entre los humanos, entre unas regiones y otras y dentro de ellas. Además el capitalismo convencional de bienes y servicios se ha visto superado por el financiero especulativo, en principio diseñado para servir a aquel. Así, en las mencionadas crisis recientes, el capitalismo convencional, como el nivel de vida de la mayoría, se ha visto perjudicado mientras que los sectores especulativos se han enriquecido. La idea de que con el fin de preservar al sistema de revoluciones como la soviética de 1917 había que atender las reclamaciones de las clases trabajadoras se ha abandonado, el pacto social, que llevó a una edad de oro del capitalismo entre 1948 y 1973, se ha roto. A partir de los años setenta, tras las crisis del petróleo, ese consenso se quebró, la producción industrial disminuyó en un 10 por ciento y millones de trabajadores perdieron sus trabajos. Los sindicatos se movilizaron y los neoliberales de Gran Bretaña y Estados Unidos se enfrentaron a ellos, y ganaron. Lo veo como la primera batalla de los ricos contra los pobres de una guerra que van ganando los primeros. Eso implicó el desguace de las conquistas sociales del estado del bienestar y la severa disminución del control de los gobiernos sobre la economía.


La ‘gran divergencia’ que señaló Paul Krugman es el proceso por el cual los ricos se hicieron más ricos mientras se empobrecían todos los demás. Joseph Stieglitz dijo en una entrevista que “un trabajador a tiempo completo está peor hoy en los Estados Unidos que hace 44 años”. Unas pocas personas se benefician escandalosamente en la cima y la mayoría de los ciudadanos no mejora o retrocede. Stieglitz vio eso como una evidencia de que el capitalismo no funcionaba, pero funciona de maravilla puesto que los fines del capitalismo no se encaminan a conseguir el bienestar general sino el beneficio privado; Adam Smith simplemente señaló que de éste se derivaría aquel, pero eso ya no es cierto. Mientras los salarios y los derechos de los trabajadores disminuían y el control de la contaminación y el deterioro del planeta se obviaba, los políticos se encargaban de rebajar sistemáticamente los impuestos a los más ricos y toleraban argucias legales para incluso no pagarlos. Quizás no haga falta recordar que los bancos fueron recapitalizados con el dinero público de los impuestos de esa mayoría empobrecida mientras que esa misma mayoría sufría sin ayuda las consecuencias de esa crisis, la pérdida de sus hogares y un angustioso etcétera. El pretexto infundado de que rebajar los impuestos a los ricos y las grandes empresas favorecía y reactivaba la economía se convirtió en otro mantra falso.


Por lo tanto, la codicia sin fondo de los grandes empresarios y especuladores no es la única razón de este panorama. También la ignorancia de los políticos que asumieron los errores de la austeridad mientras los depredadores especulativos adquirían a bajo precio los despojos empresariales. Por su parte, los votantes, con una racionalidad mermada por la emotividad del miedo y las esperanzas irracionales, conducía a agravar esas políticas dando su aval a esos incompetentes gobiernos.


Los votantes no son científicos sociales que deciden su voto conscientemente –creencia típica de las izquierdas—, sino que se alimentan de noticias (incluyendo las falsas) y análisis que recibe de los medios de comunicación elegidos además apriorísticamente según sus tendencias, buscando los afines, y evalúan esos hechos supuestamente inapelables emocionalmente. Y operando sus mentes hacia atrás buscando y seleccionando, rellenando los hechos que están de acuerdo con esos trasfondo emocional apriorístico. Eso explica que muchos trabajadores voten a las derechas, rechacen a sus iguales, los inmigrantes y apoyen populismos y nacionalismos contrarios a su ADN internacionalista.


La historia nos enseña que ningún avance social se consigue sin lucha y confrontación, y que ningún logro es inevitable ni mantenible si no hay una conciencia social que se rebele contra la injusticia. Comprender la realidad social en que se vive, tan condicionada por la información que se recibe a través de los medios de comunicación de masas que la derecha utiliza para repetir incansable tópicos simplistas y metáforas engañosas que se inculcan como verdades inapelables, como esa economía que vende ideología disfrazada de ciencia. De ahí los ataques a una enseñanza libre y democrática que no se limitaría a ser una formación profesional prontamente obsoleta, sino generadora de espíritu crítico y capacidad de análisis propio. El objetivo del capitalismo no es el de la sociedad orwelliana de nazis y estalinistas que creían en su ataque a la libertad del individuo, crear una sociedad más igualitaria en su conjunto. No, el objetivo depredador del capitalismo es el enriquecimiento indefinido de unos pocos a costa de unos recursos limitados (este planeta es obviamente finito) y de los derechos y libertades de la mayoría. Por eso creemos más fácilmente en el fin del mundo que en el del capitalismo que precisamente esta abocándonos a aquel.


Se atribuye a Maquiavelo la afirmación de que es más peligroso un tonto que un malvado, porque el malvado ejerce ocasionalmente su maldad cuando conviene en tanto que el tonto ejerce contínuamente su bobería. Aunque eso era de aplicación a los gobernantes se puede extender a los sistemas. En este sentido me parece que el capitalismo no es tonto, incluso se demuestra como el más eficaz sistema económico en multiples aspectos, pero el capitalismo depredador y especulador es malvado. Por eso se trataría de corregir desde la política esos excesos malvados.

Hay que inventar un mundo nuevo que remplace al actual.

2 comentarios:

  1. Lo peor que le ha pasado a la política es haberse transformado en un espectáculo digno de un circo de criterios mediocres. Sólo así se explica ese amor por la imagen, en vez de por los resultados.

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    1. Comprendo tu hastío, pero no estoy totalmente de acuerdo. Los líderes políticos siempre han buscado la popularidad entre las masas, desde Pericles o Julio César hasta los caciques de las bandas paleolíticas. Otra cosa es que esa popularidad fuera meritocrática, basada en logros, pero eso no siempre es así, como demuestran los cultos 'cargo' de tribus de Nueva Guinea

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Ansío los comentarios.Muchas cabezas pueden pensar mejor que una, aunque esa una sea la mía