viernes, 4 de junio de 2021

Democracia española: monaguillos contra herejes

 

Supongo que siempre hay que elegir entre ser monaguillo o hereje, como decía Roa Bastos. El monaguillo simula ser piadoso pero suele ser un chiquillo pícaro que se bebe el vino de misa a escondidas, mientras que el hereje tiene el coraje de enfrentarse al dogma habitual, pero eso le suele teñir de un fanatismo aún más extremo que el que enfrenta. Con la democracia pasa lo mismo. En este país —hablo de España— hay muchos beatos de la democracia, santos fervientes de la constitución, monaguillos piadosos, a menudo conversos recientes, pero que son Robín Hood a la inversa, robando a los pobres para repartir con los pocos ricos de sus aliados; se beben el vino de la eucaristía que pagamos entre todos, pero no se olvidan de hacer la genuflexión ante el altar democrático, sobre todo si saben que los miran. Por su parte, los herejes dicen que esa constitución, que esas leyes que nos obligan a todos, no les afecta a ellos. En su lugar, tienen otra. Tampoco son sinceros creyentes, pero procuran construir su iglesia democrática aparte para ser ellos los que recojan los óbolos. Y luego están los verdaderos creyentes; estos no lo proclaman, no se envuelven en ninguna bandera, común o alternativa: son más prácticos, incluso rozan cierto agnosticismo: piensan que la democracia lo es si sirve para que los más vivan mejor, así de simple. Por eso más que hablar de democracia o constitución hablan, hablamos, de educación o de sanidad. Qué cosas.

Pienso que las democracias mueren, o al menos de deterioran, con el exceso de rezos y las comuniones públicas. Los que no ven la democracia como un estado sino como una aspiración siempre mejorable y siempre devaluable. Una meta como el horizonte o una escalera mecánica de bajada que hay que subir forzando la zancada hacia arriba, si te paras bajas. Al revés que en las entreguerras del siglo pasado ahora todos los países son democracias porque así se autodenominan. Aún así, hay autores que consideran que el periodo comprendido entre 1990 y 2015 fue el cuarto de siglo más democrático de la historia mundial. Y entonces llegó Trump, entre otros que ya estaban ahí o llegaron a su rebufo. El gobierno estadounidense menos democrático desde Nixon. Cualquier autócrata en ciernes o en ejercicio pudo sentir como se avalaban métodos como impugnar elecciones, amagar golpes de estado, perseguir a la prensa y acusar a adversarios políticos. A eso que sucedió hace tan poco podríamos añadir el auge de China, el euroescepticismo (lo hay razonable) y el matonismo de la Rusia de Putin, sin olvidarnos de Hungría o Polonia y hasta Dinamarca que ha resucitado leyes contra los inmigrantes calcadas de las políticas de inmigración de la administración Trump. Sin embargo, Estados Unidos se ha recuperado milagrosamente bien y rápido para un país tan fracturado; es decir, sus instituciones, empezando por la propia Casa Blanca han resistido la prueba de fuerza. Buen material por más que le pese a algún exquisito. De hecho, yo percibo incluso mejoras con relación a la etapa de Obama; para que te fíes de abueletes sin carisma.

Estados Unidos ha resistido, no sin costes, porque se ha apoyado en dos normas que nunca hay que dar por supuestas: la tolerancia mutua y la contención y la fuerza institucional.

¿Y España? Para empezar, deberíamos dejar de pensar que este es un país excepcional, por bueno o por malo; somos como tantos otros. Si hay un asunto que me aburre es el de la cuestión española, al que le duela España que vaya al médico o se vaya a un país que no le duela. Nuestra constitución, esa que invocan tanto la tropa de numerosos monaguillos y que denostan esos pocos herejes, no garantiza en ningún sitio que haya que tratar a los rivales como contrincantes legítimos, ese fair play, juego limpio, ni hacer un uso moderado de las prerrogativas institucionales. Y sin embargo, sin esas normas no escritas el sistema constitucional de controles y equilibrios no funcionará satisfactoriamente. Por cierto, a esos que actúan sin esos miramientos se les llama ahora populistas (es una descalificación que viene a sustituir a la de fascista y en ambos casos se abusa y extiende tanto que pierde su valor). En realidad, todos los políticos, en mayor menor grado, son populistas; no pueden no serlo, aunque los grados importen, desde los maximalistas que afirman que en España no hay una democracia o que utilizan la gestión de una autonomía como un reino de taifas para enfrentarse al gobierno de la nación (cosa que pasa, miren qué divertido, en Cataluña tanto como en Madrid) hasta los que son más modosos. En este país hay que mejorar muchas cosas, pero para mí la principal es mejorar la penosa calidad de la ciudadanía, ya que somos los que votamos. La de los políticos, jueces y prensa está más sujeta a corrección por esa primera que todos halagan y no se atreven a criticar.

3 comentarios:

  1. Lo dicho, ni un puto comentario. (Aparte del mío.)

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    1. Un nuevo aforismo: fiel como un trol. Es curiosa tu forma vicaria de estar en el mundo, a través de los éxitos o los fracasos de los demás. Verde que te quiero verde, se llama envidia

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  2. Hombre, tanto como envidia...

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Ansío los comentarios.Muchas cabezas pueden pensar mejor que una, aunque esa una sea la mía