sábado, 22 de octubre de 2022

Otoño en todos los sentidos

 

Creo que las dos mejores novelas españolas con diferencia de la segunda mitad del siglo pasado son Si te dicen que caí, de Juan Marsé, y Tiempo de Silencio, de Martín Santos. No son novelas ideológicas, aunque sí realistas, pero son moralistas, como toda buena novela. Los celebrados Benet, Marías y demás se perdieron por el camino del estilo y hasta de la estructura y siguiendo los dictados de la literatura la traicionaron y no supieron contar y explicar la vida. El caso extremo, en mi opinión, claro, es el de la metaliteratura de Bolaños o Vila-Matas que se alimenta de otra literatura (todas lo hacen, pero espero que se sepa lo que quiero decir) y no de la vida. Para mí las buenas novelas son otra forma de conocimiento, a menudo más fiables que la prensa escrita, no digamos la audiovisual.

Pero es por fin otoño, mi estación favorita, primero porque que me parece más sutil y bella que la excesiva primavera. El ojo humano tiene una disposición celular que le permite distinguir sobre todo las longitudes de onda de la gama de los verdes, pero a mí me sobresaltan más los ocres, amarillos y rojizos de las longitudes más largas. Además, el otoño anticipa el invierno, que siempre es un alivio en este planeta recalentado. Buen tiempo para leer, para dormir y para pasear y escuchar música, también para buscar y degustar setas, de momento muy escasas.

Yo creo que mi defecto principal es la pereza, la falta de ambición y de un proyecto definido de vida. Eso, entre otras cosas, me evitó subirme al carro socialdemócrata en la Transición, aparte de mis reticencias a sus pragmatismos. Tengo disculpas claro, como cierta enfermedad crónica desde mi adolescencia que afecta a mis sobresaltados estados de ánimo.  Mis discretos talentos quizás hubieran bastado, pero no mi voluntad y me equilibrio emocional.

Pasó el COVID y las previsiones de que ese doloroso tránsito nos hiciera mejores a nivel individual y colectivo no se han cumplido ni de lejos. Los grandes retos siguen ahí, sin llevar camino de resolverse, como el calentamiento global o la brecha de desigualdad entre ricos y pobres. En realidad, el dilema ahí: destruir el capitalismo o que el capitalismo nos destruya, y es más fácil, incluso de imaginar, acompañar al capitalismo en su inevitable caída. El modo de fastidiar y hasta masacrar a los más por los menos adopta diversas formas: la económica, la ecológica, la pandémica y la bélica, todas interrelacionadas, en el fondo una.

Algunos ven en este gigantesco obstáculo tan casi imposible de saltar vallitas simples que sortearemos aupados en la santa tecnología. Pero el COVID no fue más que el anticipo de futuras pandemias, la desigualdad no es un efecto indeseado sino una condición del sistema y la crisis climática lo mismo. El capitalismo ha entrado en una fase en la que está destruyendo a la humanidad y al planeta como soporte de esa humanidad. La humanidad, por tanto, como supuesto objeto unitario, tendrá que elegir entre perseverar dentro del capitalismo y hundirse con él o destruirlo. Por otra parte, los capitalistas jamás reconocerán esa responsabilidad homicida (Todavía recuerdo, a comienzos de los setenta, en mi etapa más combativa, como se me acusaba de pretender retrotraernos a las cavernas), por tanto, no renunciarán voluntariamente al juego que les enriquece a costa de todos y hasta de su propio futuro, que es el de todos también. Pero lo más triste es que, como señala Frédéric London, no hay la vista ninguna fórmula de derrocamiento. Ni siquiera de simple moderación, como se evidencia, sin ir más lejos, en la falta de acuerdos sensatos en cada cumbre del clima. El capitalismo además se oculta tras la etiqueta de democracia y ya está. Y las revoluciones, tan parcas en resultados y tan espantosas en victimas colaterales, ya no se llevan. Sólo nos quedan los valerosos lloricas tipo Greta Thunberg.

Luego está el problema de qué hacer después, aunque sea esto anticiparse demasiado: salir del capitalismo, pero ¿para entrar dónde?

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Ansío los comentarios.Muchas cabezas pueden pensar mejor que una, aunque esa una sea la mía