Para mi amigo Eduardo
La vejez no es gradual o progresiva. Gran error; es repentina, como una metamorfosis, solo que de mariposa a gusano. Uno envejece como creció de niño: a estirones bruscos. El caso es que de forma relativamente abrupta uno, que había nacido para niño precoz e impaciente, para joven vigoroso y lleno de planes o maduro adulto con tiempo por delante, de pronto, insisto, de pronto es un anciano. El lenguaje delata la incapacidad para enfrentarse a determinados tabúes, como el de la vejez. Véase si no la cantidad de eufemismos que se utilizan para denominarla, desde ‘mayores’ hasta esa tonta ‘tercera edad’.
Durante una gran parte de mi vida era el más joven en
cualquier grupo, en mi clase en el colegio, en la carrera en la universidad, en
el plantel de investigadores doctorandos y de pronto, siempre de pronto, he
empezado a ser el más viejo entre los que me rodean, entre los de mi trabajo o
algunas de mis aficiones. Y entonces he reconocido el consuelo, como en la adolescencia,
de compartir esa situación y esas repentinas, insisto, experiencias, con los de
tu edad, la amistad, los colegas son tan importantes al comienzo como al final.
¿Es la vejez un final? ¿Ser ya un anciano es lo que me define?
La vejez es definida por una serie de fenómenos: la decrepitud, la obvia
limitación del futuro, la experiencia, la intransigencia (como en la juventud),
la placidez, la comprensión, la valoración de lo importante en la vida. Que me
duela la cadera izquierda cuando cambia el tiempo, que no necesite hacer el
amor cada día (y sobre todo al comienzo de cada tarde, mi hora favorita para ello), que ya no
pueda caminar decenas de kilómetros ni nadar como un delfín ni bajar escaleras
saltando de tres en tres, que me guste más madrugar que trasnochar, desayunar
que cenar, que no me acostumbre a perder amigos, que el tema de conversación habitual sea la salud propia
y ajena, como el tiempo ola gracia de los nietos, que contemple las chorradas de los
poderosos como una cinta continua y repetitiva a través de los siglos, que
prefiera leer a Tucídides, Jenofonte y Tácito en lugar de la falsa
autobiografía de un presidente actual, que me guste tanto como me asuste y necesite
la soledad.
“Que la vida iba en serio
uno lo empieza a comprender más tarde
-como todos los jóvenes, yo vine
a llevarme la vida por delante.
Dejar huella quería
y marcharme entre aplausos
-envejecer, morir, era tan sólo
las dimensiones del teatro.
Pero ha pasado el tiempo
y la verdad desagradable asoma:
envejecer, morir,
es el único argumento de la obra.”
uno lo empieza a comprender más tarde
-como todos los jóvenes, yo vine
a llevarme la vida por delante.
Dejar huella quería
y marcharme entre aplausos
-envejecer, morir, era tan sólo
las dimensiones del teatro.
Pero ha pasado el tiempo
y la verdad desagradable asoma:
envejecer, morir,
es el único argumento de la obra.”
Lo que dice el poeta no necesita adiciones. Sin embargo,
tengo varios queridos amigos muertos, y por mucho que se diga que no están
muertos mientras algunos como yo les recuerden, están muertos. Y un amigo mío,
al que quiero, al que admiro, del que deseo su discreta y estimulante compañía,
que me rebata y se adhiera aunque disienta, tendrá que vivir con diálisis el
resto de su vida que espero sea larga o aguardar un trasplante.
La vida es como la escalera de un gallinero, corta y llena de
mierda, pero también como una escalera mecánica, de bajada pero por la que uno
intenta subir, para al final, pese a todos los esfuerzos, encontrarse abajo del
todo. Puede que no te quiten lo ‘bailao’, pero tampoco te van a quitar las
agujetas.
Ninguno estamos preparados para la impotencia. Y no hablo, o no
sólo, de la sexual. La impotencia en general, la del anciano rey Lear
(Shakespeare, qué bien me lo muestras) para seguir gobernando, para detectar la
impostura de Regan y Goneril y el verdadero amor de Cordelia. La impotencia nos
alcanza a medida que envejecemos, se muestra cuando olvidamos el nombre de las
cosas, se muestra como una sacudida de lo más devastadora, se pierde poder y
con suerte se pierde interés por el poder. De modo, que la decadencia física y
la muerte cada vez más inminente no son lo más relevante.
Y sin embargo, rechazo la imagen de la vejez como algo anodino y lastimoso, como una imagen sentimental y vagamente protectora. La vejez es un espejo moral de toda la vida, ya no hay tiempo para rectificar y pienso, aunque como soy viejo no recuerdo quien lo dijo, que vivimos toda la vida simplemente para sus últimos cinco minutos, y entonces da un poco igual que para esos minutos falten muchos años o pocos. Mi última paradoja; estoy descubriendo que ser viejo me gusta, que el joven airado (angry) ha descubierto la belleza del sosiego y la placidez, y de todas formas el otoño, y no la primavera, ha sido siempre mi estación favorita. Aunque se acerque el invierno.
Las generalizaciones son las que hacen avanzar y hacer útiles tanto a la ciencia como a la filosofía, pero cuidado, no todas valen. No vale decir que los judíos son avaros o los alemanes eficaces. El libro más tonto -no lo acabé- sobre la vejez con el que me he tropezado es de Simone de Beauvoir, La vejez, repleto de esas generalizaciones que concluyen en recomendaciones de vida a que tan aficionados son los franceses. Por el contrario, el libro más perspicaz es de los dialogos de Ciceron con su amigo Catón Del envejecimiento, donde se huye de toda generalización y se acude a lo específico, porque cada viejo, como cada joven es único y demuestra que el destino, al revés de lo que cree la francesa, no está escrito (tampoco en los genes), que nuestro ejercicio, nuestra dieta, nuestras lecturas, nuestras experiencias, nuestras conversaciones, nuestra amistad modifican ese destino. Ni siquiera nuestro cuerpo desgastado y envejecido es una realidad predestinada. Catón recibe amables burlas de su amigo por algunas de sus obsesiones, como los efectos saludables de la práctica de la jardinería. Yo, por mi parte, debería haberle pedido el teléfono a aquella bella muchacha.
Hace unos pocos años me jubilé lo que implicó abandonar un trabajo en el que me sentía no ya poco valorado, sino como un anacrónico incordio. Unos años antes se me declaró una enfermedad crónica con la que viviré obligadamente el resto de mis días si la terapia génica no lo remedia, probable herencia, nunca mejor dicho, del padre biológico que no conocí, y hace unos meses, la aparición de un tumor como segura secuela de tantas décadas de gran fumador. En todos los casos, y en el de la bella muchacha, soy consciente de lo dicho por Borges: una cosa es lo que la vida nos hace y otra distinta lo que cada uno hacemos con lo que la vida nos hace. Para mí, como para Milo Manara, un culo glorioso será un culo glorioso a mis dieciocho o a mis ciento sesenta años, telomeros(*) al margen.
(*) Buscar en Google
Y sin embargo, rechazo la imagen de la vejez como algo anodino y lastimoso, como una imagen sentimental y vagamente protectora. La vejez es un espejo moral de toda la vida, ya no hay tiempo para rectificar y pienso, aunque como soy viejo no recuerdo quien lo dijo, que vivimos toda la vida simplemente para sus últimos cinco minutos, y entonces da un poco igual que para esos minutos falten muchos años o pocos. Mi última paradoja; estoy descubriendo que ser viejo me gusta, que el joven airado (angry) ha descubierto la belleza del sosiego y la placidez, y de todas formas el otoño, y no la primavera, ha sido siempre mi estación favorita. Aunque se acerque el invierno.
Las generalizaciones son las que hacen avanzar y hacer útiles tanto a la ciencia como a la filosofía, pero cuidado, no todas valen. No vale decir que los judíos son avaros o los alemanes eficaces. El libro más tonto -no lo acabé- sobre la vejez con el que me he tropezado es de Simone de Beauvoir, La vejez, repleto de esas generalizaciones que concluyen en recomendaciones de vida a que tan aficionados son los franceses. Por el contrario, el libro más perspicaz es de los dialogos de Ciceron con su amigo Catón Del envejecimiento, donde se huye de toda generalización y se acude a lo específico, porque cada viejo, como cada joven es único y demuestra que el destino, al revés de lo que cree la francesa, no está escrito (tampoco en los genes), que nuestro ejercicio, nuestra dieta, nuestras lecturas, nuestras experiencias, nuestras conversaciones, nuestra amistad modifican ese destino. Ni siquiera nuestro cuerpo desgastado y envejecido es una realidad predestinada. Catón recibe amables burlas de su amigo por algunas de sus obsesiones, como los efectos saludables de la práctica de la jardinería. Yo, por mi parte, debería haberle pedido el teléfono a aquella bella muchacha.
Hace unos pocos años me jubilé lo que implicó abandonar un trabajo en el que me sentía no ya poco valorado, sino como un anacrónico incordio. Unos años antes se me declaró una enfermedad crónica con la que viviré obligadamente el resto de mis días si la terapia génica no lo remedia, probable herencia, nunca mejor dicho, del padre biológico que no conocí, y hace unos meses, la aparición de un tumor como segura secuela de tantas décadas de gran fumador. En todos los casos, y en el de la bella muchacha, soy consciente de lo dicho por Borges: una cosa es lo que la vida nos hace y otra distinta lo que cada uno hacemos con lo que la vida nos hace. Para mí, como para Milo Manara, un culo glorioso será un culo glorioso a mis dieciocho o a mis ciento sesenta años, telomeros(*) al margen.
(*) Buscar en Google
Me alegran las reflexiones de los viejos (renuncio a desterrar esta palabra. Yo tenía un tío, hermano de mi padre, que era "tío Carmelo", y luego había un tío, hermano de mi abuela, que era "tío Carmelo el Viejo", como los pimtores padres de pintores...). Desde hace algún tiempo, a mi también me ceden, o intentan cederme, el asiento en el metro. No me ofende, pues soy setentón y se me debe notar, sino que honra a quienes me lo ceden o pretenden cedérmelo. Y sobre el momento en que uno es viejo, dependende: la primera vez que a mi me llamaron viejo fue cuando, todavía trabajando, alguien de dijo que yo no entendía eso de la "nueva economía" (hecho que implicaba que ya no habría crisis, entte otras lindezas) porque era viejo. En aquella ocasión me sentí joven...
ResponderEliminarValeriano
Hay jóvenes que son desde siempre viejos; como frutas malogradas no maduran sino que se pudren. Y hay viejos que son jóvenes y no precisamente los que fingen serlo y se mimetizan de eso.
EliminarMe alegro por ti. Desde luego, siempre mejor llevar con satisfacción la edad propia que tener que fingir otra por vanidad o complejo.
ResponderEliminarGracias, no me queda otra en cuaquier caso
EliminarUn post muy valiente. Y generoso. Gracias. Supongo que conoces el "Big Sur and the oranges of hieronymus bosch". Hace años que me lo puse al lado de la cama, porque así, cuando a la gente intelectual le da por preguntar eso de "cual es tu libro de cabecera", tengo una respuesta. Hasta entonces estaba con las revistas, en el baño ;-)
ResponderEliminarBig Sur and the oranges of hieronymus bosch...Como no, el gran Henry Miller, viejo follador glorioso y uno de mis héroes juveniles. Eres una cachonda SPB
EliminarMe ha gustado mucho
ResponderEliminarP.L
A mí también
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