jueves, 10 de mayo de 2018

A vueltas con Dios (¡Otra vez...!)




Ni siquiera soy ya agnóstico, aunque lo fui. No sólo no creo en ningún dios sino que no necesito creer en él. Soy ateo sin dudas ni supongo que demasiados matices, y leve pero decidido anticlerical con muchas excepciones. La untuosidad meliflua del la parla habitual de los curas, los vestidos talares, las sotanas de mal agüero… todo eso me revienta casi desde niño, pero también he conocido curas excelentes personas en situaciones bien duras en un gremio en el que proporcionalmente abundan los pedófilos y los educadores matones. 

Hay un tipo de ateo al que no le interesa lo más mínimo la idea de Dios, lo supongo, porque no es mi caso; no le interesa ni siquiera para detectar sus incoherencias lógicas o las emocionales para averiguar la empecinada necesidad en tantos humanos de que exista (que exista 'algo', pues claro que existe algo, hombre, pero no está pendiente de ti, sea ese algo la entropía o el espacio-tiempo), o hasta para dar la vuelta al inimaginable para mí Dios creando al hombre a su imagen y semejanza (curiosa redundancia), cuando es más verosímil y creo que en muchos casos demostrable lo contrario, la de los hombres creando a Dios o a los dioses a su imagen y semejanza. Igualmente supongo, porque tampoco es mi caso, que hay un tipo de, digamos, anticlerical, o mejor sería decir antieclesiástico, antiglesias organizadas, anticultos religiosos que no sean estrictamente privados, que no le interesa nada la historia de la Iglesia Católica. A mí me fascina, entre otras cosas porque si el primer desinterés implica que también se extiende a problemas filosóficos, ontológicos y metafísicos de primer orden, el segundo supone no querer entender el contexto cultural propio, el de los milenios transcurridos en el Occidente cristiano. 

La “papolatría” me es aún más ajena, vamos, me estomaga, sobre todo después de soportar en mi ciudad la última visita de un papa y contemplar las hordas repulsivamente sonrientes de jovencitos adoradores. Pero la larga, persistente historia de los papas, que es la de la larga historia de su Iglesia, me fascina. No he leído una encíclica en mi vida ni probablemente lo haga, de momento no pienso hacerlo, pero una historia de los papas en tapa dura que no se limita a la tópica época de los golferas -Medici y Borgia- del Renacimiento, ni a los evanescentes orígenes del papado que no sean meras hagiografías, eso me interesa mucho. Si además está escrita por un anglicano agnóstico y cultísimo que tiene el don (o la 'gracia') de la exquisitez literaria, pues no puedo pedir más. Simplemente dejaré pasar algún tiempo, después de esta primera lectura, para releerle. 

Para mí no hay dudas: los rudos Jimi Hendrix, Janis Joplin y Jin Morrison fueron más importantes que los tan babosos como geniales Beatles. Las tres jotas, como ese buen jamón excesivamente caro, Jimi, Jim y Janis; Hendrix, Morrison y Joplin, valían tanto juntos como por separado, estrellas valiosas por sí mismas. Los Beatles eran una sinergia de talentos que por separado no valían lo mismo. Ahora mi metáfora. En política, hoy por hoy no hay ningún Morrison, ningún Hendrix, ninguna Joplin, así que si los Beatles se separan, desaparecen, mientras que bastaban los aullidos de la Joplin, los riffs de Hendrix, las desmesuras de Morrison. Con el papado lo que importa es la institución que ha soportado sin vacilar durante siglos personajes de todo pelaje. Ha habido papas rijosos, asesinos, incluso en cierto modo genocidas como Urbano II o Pio II, los de las cruzadas. Eran otros tiempos, se me dirá, pero lo esencial del material humano metido en la faena de ejercer el poder no cambia. Ha habido papas nazis, como Pio XII, tan poco piadoso; papas estrellas de masas como Juan Pablo II, más conocido como Wojtyla, y papas buenos como Juan XXIII o Pablo VI, y hasta papas ‘podemitas’, lacanianos y de impostada progresía, como el de ahora. Todos contribuyen a lo largo de tiempos tan distintos a que papa y camaleón conjuguen juntos, pero es la institución del papado, más antigua que el capitalismo, la esclavitud y las monarquías y casi tan vetusta como la invención de la alfarería o la agricultura, la que ha marcado con su increíble persistencia todo el destino de más de la mitad del mundo. Si ahora esa prodigiosa institución tiene menos influencia, cosa de la que no estoy seguro, salvo comparativamente,  lo interpreto como un signo de modernidad y progreso. Pero qué se puede esperar de un ateo anticlerical y sin embargo curioso de ese longevo tinglado como yo.




5 comentarios:

  1. De hecho, cuando leo libros de culturas no europeas, compruebo cómo ciertas figuras son similares. El bodhisattva se parece mucho al santo, porque ambos tienen en común ser píos y ayudar a la gente. Los inmortales taoístas son una especie de ángeles, aunque en teoría empezaran siendo humanos y llegaran a la inmortalidad a través de extraños rituales, algunos de ellos sexuales... Pero se parecen más que se distinguen, incluyendo la estrambótica actitud hacia la sexualidad. De hecho, diría que la figura del Dalai Lama tiene más fama en eso que llaman Occidente por similitud con el Papa, porque en lugares como Sri Lanka, practicantes de lo que consideran el verdadero budismo, lo mirarán con el mismo poco cariño que a un chamán.

    Hay algo en la mente humana que favorece esas creencias. De hecho, algunos ateos han hecho lo mismo, pero en lugar del Papa tienen a un Generalísimo. Fascinante, sin duda.

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    1. Sí, agunos evolucionistas y neurocientificos sostienen que la persistente necesidad de las religiones no sólo se explica por el vértigo del más allá y la necesidad de certezas en lo que es intrínsecamente incierto, sino porque prestan un servicio de socialización entre los creyentes. A costa eso sí de rechazar, como todo grupo, a los grupos vecinos

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  2. También a mí me estomaga, además de resultarme incomprensible -desde todos los puntos de vista: ¿Cómo han llegado a hablar así? Y ¿para qué creen que resulta útil, o conveniente, que hablen así?- la untuosidad afectada de algunos, de muchos curas. Y tampoco aguanto las sotanas, ni los alzacuellos, pero eso me afecta menos porque en realidad debe de hacer más de cuarenta años que no trato con ningún cura que vista ninguna de estas prendas incomprensibles. Todos mis curas, y no son pocos, han vestido siempre de indistinguible paisano. Con todo, mi leve y poco virulento anticlericalismo no se debe a estas lacras apreciables a simple vista, u oído, sino a rasgos menos llamativos pero que estimo más graves y frecuentes: una generalizada, e imagino que muy difícil de evitar, soberbia; un convencimiento arraigado e inconsciente de tener siempre razón, una molestísima "presunción de bondad propia" a la que pocos curas escapan. Y una torpeza bastante marcada para el manejo natural de los afectos humanos, y no hablo ya del sexo, sino de la simple amistad y aún de la mera convivencia social. Conozco curas que son excelentes y valiosas personas, y hasta tengo algún amigo entre ellos. Pero es un gremio que no me gusta, en general. No pasa nada, me ocurre también con otras profesiones, los jueces, por ejemplo, y eso no me impide reconocer su utilidad social.

    Y la papolatría, tan extendida entre los católicos, me revienta en la adecuada proporción jerárquica respecto a lo que me revientan los curas. No tengo nada contra los papas, en general, aunque alguno de los últimos me haya caído bastante gordo, ni siquiera tengo serias objeciones que oponer al papado como institución. Lo que no puedo soportar es la actitud del católico medio hacia el Papa, ese entusiasmo pueril que despierta entre la feligresía cualquier cosa que haga o diga el Papa de turno, así sea estornudar. Este de ahora ha conseguido extender esa papanatería hasta por amplios sectores de no creyentes, encantados de poder por fin compartir el embeleso papil sin abjurar de su agnosticismo, y como siga así me va a acabar cayendo tan gordo como su pre-predecesor -sí, era Wojtyla al que no podía yo aguantar, el pobre Ratzinger, por comparación, me gustaba bastante más-. El empeño por caer bien casi siempre me cae mal, lo que sin duda es un defecto mío. Defecto, pero mío.

    Por lo demás, como sabes, soy creyente, católico convencido y fiel hijo de la Iglesia. No considero que mi anticlericalismo venial y mi antipapez preventiva sean inconvenientes para serlo bien, al revés. Me parecen requistos, sino imprescindibles, si bastante necesarios para ser decentemente católico.

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  3. Welcome to the machine! Siguiendo con el Latín, se te ha dado por los Papas.

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Ansío los comentarios.Muchas cabezas pueden pensar mejor que una, aunque esa una sea la mía