Si un alienígena estuviera observando la Tierra se quedaría asombrado con las diferencias que muestran las sociedades de los hombres y lo que estos proclaman como deseable y realizable (le recomiendo que eche un vistazo a Cataluña si quiere asombrarse aún más). Comenzando por esto último, la visión concreta supuestamente más deseable del mundo en la escena política sería la de sociedades organizadas como Estados modernos que defienden una cierta forma de liberalismo, la democracia parlamentaria como forma de gobierno y los derechos humanos como aspiración y defensa. Pero si nos paramos a pensarlo, nada de esto es tan obvio y evidente.
El Estado, entre otras cosas, es una forma de coerción tan
inevitable como escasamente voluntaria para los individuos con cierto poder. No
puede haber una cohabitación total con el liberalismo bajo esa premisa; el
comunismo autoritario que afortunadamente terminó fracasando en Rusia y
satélites, lo tuvo mucho más claro. De todas formas, pocas palabras tan
hermosas y polisémicas como la de ‘libertad’, no nos la carguemos tan pronto aún.
Digámoslo clarito:, el liberalismo es un enemigo jurado de la
democracia. Toda forma sería de democracia se conjuga con el ‘nosotros’, frente
al individualismo liberal que responde “vosotros tal vez, pero no yo”. El liberalismo,
no digamos el neoliberalismo o el neoconservadurismo, que es el que domina hoy nuestras
sociedades en Occidente, depende del Estado para cumplir sus fines, entre los
que se cuenta el de que admitamos o toleremos “voluntariamente” sus coerciones,
pero a la vez necesita limitar el poder estatal; ahí reside un combate que
llena todas las páginas de actualidad una y otra vez. Parece como si la pobre
socialdemocracia a veces no se enterase, cuando precisamente está en el centro
de ese combate. Ni siquiera la tolerancia y la voluntariedad son tan
evidentes y universales; en el contexto marxista, los pobres y oprimidos no
tienen por qué ser tolerantes.
Por otra parte, los que tenemos la suerte de vivir en
sociedades ricas o si se prefiere, ‘acomodadas’ (a costa en parte de ‘otros’,
no lo duden) con instituciones más o menos robustas (policía, haciendas,
ayuntamientos, jueces…) podemos dedicar nuestro tiempo (y haremos bien) en
discutir de políticas locales (que incluyen las regionales y nacionales), pero
ese marco es como el de Alicia en el País de las Maravillas para gran parte del
resto del mundo y no hay razones para pensar, aunque nos guste hacerlo, que
vaya a ser universal en un futuro no ya inmediato sino previsible.
En los dos campos temáticos a mi juicio más exitosos, la
condición de la mujer, que al fin y al cabo suponen la mayoría de la humanidad
(algo más del 50 por ciento), y nuestra relación con el entorno, eso que
lamentable y redundantemente se llama medio ambiente en castellano, esa
inviabilidad es clara. En el primer caso porque los indudables logros de las
revoluciones femeninas se ves empañados por su insuficiente universalidad geográfica.
Y el caso del medio ambiente es aún más peliagudo, porque en la propia matriz
del capitalismo se encuentra el expolio de la naturaleza sin considerar sus
consecuencias, bajo el principio de socializar inconvenientes (contaminación,
agotamiento de los recursos, etc.) y privatizar beneficios, pero el verdadero
reto es conseguir una solidaridad intergeneracional (temporal: dejarles a
nuestros hijos un mundo al menos no peor) que cuadre con una solidaridad
espacial o interterritorial entre el mundo pobre y expoliado y el mundo rico y
expoliador. Así se combina lo verde y lo rojo, de forma que no es que los
verdes sean como sandías, verdes por fuera y rojos por dentro, como advertía
alarmado un político conservador alemán, sino que debemos ser como los tomates,
verdes primero, pero rojos al madurar y comprender las causas del expolio,
porque es el mismo agente causal el destructor del entorno y el apropiador del
trabajo y de las vidas de las gentes. En una agradable cena de colegas, un entrañable amigo, gran
polemista, en un momento de una apasionada conversación dijo, “a los de las
pateras tendríamos que facilitarles que llegasen a Rusia o a Estados Unidos,
porque sirios o subsaharianos, ahí les aguardan los causantes de sus problemas”
Cuando termino de reflexionar sobre estas cosas, y escribir
es una de las mejores formas que tengo para hacerlo, me doy cuenta, antes de
poner punto final a mis parrafadas, que
tengo más preguntas al final que al principio y, desde luego, tengo más
preguntas que respuestas. Pero por algún sitio hay que empezar y hay demasiada
gente que no se pregunta nada.
Diría que el liberalismo se conjuga como enemigo de la democracia cuando se entiende la libertad como una manera de egoísmo, que es como les gusta a algunos sin disimularlo, alegando supuestos méritos que se suelen explicar con haber nacido en un buen ambiente. Fuera de eso, quedaría el individualismo como un recordatorio obvio de que hay diferencias entre los individuos. El mejor ejemplo está en que se suele recordar que no es lo mismo igualdad que equidad: en el primer caso, todos reciben exactamente lo mismo, en el segundo, todos reciben según les sea necesario.
ResponderEliminarEl siguiente punto me parece una obvia consecuencia del primero: la "libertad" de ganar yo a costa del daño ajeno.
El liberalismo, desde Adam Smith, considera el egoísmo una virtud, de modo que la suma de egoísmos individuales conforma el avance social
EliminarMarciano, ¡te vas a enterar cuando acabe de montar mi transportadora galáctica!
ResponderEliminarUn abrazo,
Javier
Glup...!
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