lunes, 2 de abril de 2018

Pecios sin precio (o breverías...y tal): jardines y humanos con huella


Bien, titularé por esta vez y quizás las próximas estos fragmentos como pecios (restos de naufragios, el título que dio Sánchez Ferlosio a sus magníficos textos breves, no soy modesto). Pecios sin valor ni precio, no que no tengan precio porque sean inapreciables (y ahora soy suficientemente modesto ya que nadie mira). O bien breverías, poco más que naderías. Solucionado o aplazado, asunto terminado.

***



El espacio tiempo, más que una sola dimensión un solo espacio o un solo tiempo. Ambos se matizan mutuamente y casi no hace falta saber nada de la relatividad de Einstein para incluirlo en la vida propia con considerables ventajas. A la hora que una mayoría, al parecer, la que bosteza a primera hora en los transportes públicos, está viendo la tele por la noche yo estoy en la cama leyendo. A la hora que por fin están durmiendo, yo también. A la hora que se despiertan y se levantan yo también me despierto, me levanto brevemente, me hago un café y vuelvo a la cama a leer. Los fines de semana a la hora que holgazanean en la cama yo madrugo y salgo a la calle, y así todo. Así es como evito multitudes, utilizando de forma privilegiada, lo sé, el tiempo, generando espacios propios no hacinados y tiempo, porque dispongo de tiempo, el lujo mayor para despilfarrarlo: perder el tiempo, o sea, ganarlo. En Madrid, mi ciudad, yo lo llamo madrigar.

***



Qué expresión más cruel y a menudo injusta, porque confunde la fama con algo sin nombre pero más esencial: morir sin dejar huella. Pero bueno, admitiéndola, que ya me cuesta, lo más parecido a morir un hombre sin dejar huella es que un jardín desaparezca. Se podría hacer una guía de jardines desaparecidos, que existieron y ya no están. Por supuesto podríamos abrir un poco la mano e incluir el del Edén y seguir luego sobre seguro (¿sobre seguro?) con los jardines colgantes de Babilonia y con los numerosos que le han seguido. Pero lo que me interesa resaltar aquí es el parecido entre los jardines que desaparecen sin dejar huella y los hombres que mueren así mismo sin dejar huella, porque ambos, hombres y jardines, son una mezcla de naturaleza y cultura sin que prevalezca una sobre otra, pero sin que pueda hablarse de la naturaleza en un jardín o en un hombre sin hablar igualmente y a la par de su cultura. Yo podría hablar de mí mismo, aunque es un poco prematuro, para elegir un hombre que no dejará huella, pero dicen que nadie muere verdaderamente hasta que la última persona que le recuerda lo hace a su vez y con ese recuerdo desvanecido uno se convierte por fin en algo menos, incluso, que un fantasma, ya que al menos éstos se aparecen, según dicen, de vez en cuando. En cuanto al jardín, elijo el jardín perdido de Jorn de Précy. Jorn fue un islandés nacido en 1835 en Reikiavik y muerto en Chipping Norton en 1916 después de haber vivido en plena Inglaterra victoriana, haber influido profundamente en los maravillosos jardines ingleses del siglo XX, haber estado ligado a movimientos artísticos e intelectuales como el Art and Craft y personajes como William Morris y haber frecuentado los círculos radicales del socialismo utópico en plena Inglaterra victoriana. Jardinero y filósofo inglés, aunque nacido en la lejana y fría isla volcánica, ahí es nada, a eso lo llamo yo tener pedigrí. Su jardín se llamaba y estaba en un lugar llamado Greystone, porque sólo he encontrado un Greystones, en plural y en Irlanda que obviamente no es. Greystone, casi como el nombre que figura en el pasaporte (inglés) de Tarzan; piedra gris, y al decir de sus contemporáneos que lo conocieron era inquietante y maravilloso, tenía duendes y tenía duende. Claude Monet, que lo visitó en 1906 y que sabía mucho de jardines propios y ajenos y de cómo pintarlos y captar su luz sin aparatos de física avanzada, escribió: “el jardín del señor De Précy ofrece cuadros de un encanto intenso e indefinible que llega directo al corazón. Lo salvaje se mezcla constantemente con lo artificial, el sueño con la realidad”. Ahora os propongo un ejercicio en forma de pregunta: sustituir esa descripción del impresionista de un jardín por una persona, hombre o mujer… de encanto intenso e indefinible, etcétera, ¿no os habríais enamorado inmediatamente de él o ella? Pues lo mismo me pasa a mí con algunos jardines y con algunas personas. De Précy escribió un breve ensayo, un opúsculo de apenas 80 páginas, sobre su jardín y premonitoriamente lo tituló The Lost Garden, el jardín perdido, y no aclara si fue porque con razón temía por el incierto futuro de su más preciada creación cuando él faltase o porque el mundo moderno que ya se asomaba margina los jardines, los excluye de la vida de las personas atareadas y los destina sólo a niños y viejos, los que podemos “perder” el tiempo. El folletito lo encontré en un cajón afuera de una librería de viejo cerca de Charing Cross. Me costó, dos libras. Menos del precio de media pinta de pal ale.


***


Se me puede rebatir fácilmente, no pretendo convencer de esto a nadie, pero yo siento que hay más formas de intolerancia que de su simétrica antagonista la tolerancia. Es, para mí intolerante, ese conductor que azuza con su motor impaciente a la viejecilla a mitad del paso de peatones en cuanto cambia la luz y le da paso a él. No la atropella, claro, supongo que teme las consecuencias, pero no se priva de asomar el brazo por su ventanilla y hacer un gesto exasperado. ¿A dónde irá con tanta prisa? ¿Será un cirujano cardiaco que va a salvar una vida? Lo dudo mucho, no hay más que echar un vistazo a su cara. La tolerancia, o al menos la buena educación, ese lubricante para la vida con los otros, se demuestra andando, o en este caso, esperando.


***


Un chico relativamente joven pero ya mendigo, sin hogar, vagabundo o cómo mejor se le defina, rebusca en una jardinera y consigue un vaso de tubo (los odio) de verdadero cristal. Lo limpia un poco y se lo guarda. Hoy es lunes, enfrente hay un bar y a alguno no le mereció la pena andar los escasos metros para dejar en su lugar el recipiente. Pero lo verdaderamente interesante es la escena siguiente, la secuencia diríamos en plan cinematográfico mientras yo, mirón inveterado, no pierdo detalle. En la esquina un negro (¿no se dice negro, no se dice pobre o vagabundo?, renuncio al lenguaje políticamente correcto siempre que sea correcto como lenguaje sin más) agita la revista La Farola protegida en su impermeable de plástico ante la nariz del vagabundo y éste le hace un gesto tan expresivo como indefinible, amable pero tajante que dice “¡pero es que no te das cuenta, tío!”

***



En los Estados Unidos con relativa frecuencia las diversas policías tirotean a negros desarmados y los matan. Siguiendo el razonamiento, por llamarlo algo, del presidente Trump, esos negros deberían haber ido armados para repeler el ataque al igual que recomienda hacerlo así a los maestros ante los tiroteos en las escuelas e institutos de antiguos alumnos. Por otra parte, el pasado Viernes de Dolores en Gaza una manifestación de palestinos fue reprimida por francotiradores israelís, bien atrincherados desde su lado de la exigua frontera, que mataron como conejos a diecisiete individuos desarmados e hirieron a varios cientos más. Algo está fallando en la tesis de Max Weber del Monopolio legítimo de la fuerza. O quizás la fuerza no es legítima casi nunca, al menos cuando la utilizan los poderosos.

***



Los temores de Jorn de Précy fueron fundados y tras su muerte y la muerte de Samuel, su único heredero (qué tajante, qué terminante: único heredero) y también jardinero, el jardín fue abandonado, o en el jardín cundió el abandono, avanzó una naturaleza sin la cultura antagónica que la controlaba, la humana, y pronto sucedió eso que los ecólogos más optimistas llaman la Sucesión Ecológica y se trasformó en una alborotada selva donde, al parecer, de vez en cuando, asomaba alguna peana o algún jarrón de mayólica. Y el jardín murió sin dejar, apenas, rastro. No opino lo mismo de Jorn de Précy y en el fondo tampoco de nadie ni de ningún jardín desaparecido con tal de que nos haya llegado su nombre y el lugar aproximado dónde se encontraba. Con las personas lo mismo. Pasado el tiempo suficiente nadie seremos recordados pero todos habremos sido, y el que lo dude, si no lo ha hecho imperdonablemente todavía, que lea el Pedro Páramo de Juan Rulfo lleno de voces de muertos que ahí siguen, en silencio y entre nosotros.

***



Ilustraría muchos de estos pecios, estos pequeños sucedidos, que no sucesos, con las fotos que hago con el móvil que al revés que la cámara siempre llevo mientras paseo porque tiene podómetro y me encanta saber las distancias que recorro, a ver si me bato a mí mismo... sin ir más lejos. Por ejemplo, tengo una buena foto del vagabundo del vaso de tubo y el negro de la revista retractilada, pero no he aprendido a pasar las imágenes al ordenador para luego colgarlas en este blog. Le preguntó a un amigo experto y me dice que es muy fácil, solo tengo que conectar tal cable patatín  de un ingenio a otro y luego unos sencillos pasos y bla bla bla, pero en el primer bla, e incluso antes, ya me he perdido. En próximas entregas os hablaré de Colón y Hernán Cortes en mi ciudad y de la manteca cuando era justamente apreciada. Y seguiré contando de Jorn de Précy al que  el buscador de Google lo cita mal (Pércy), y no aparece en la Wikipedia en español, pero sí en la inglesa.



6 comentarios:

  1. Hacía tiempo que no leía una brevería y ha resultado bastante agradable. Sobre las fotos, tu amigo tiene razón, es un cable que se conectaba a un puerto USB del ordenador. Ahora, si el móvil es muy antiguo, puede tener necesitar un conector muy especialito.

    Otra alternativa es usar datos o cualquier manera de que pase datos a otro dispositivo.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Ya. Gracias.Sabes qué es un analfabeto digital? Exacto, yo que no me sé contar los dedos

      Eliminar
  2. Como sabes, me crié en Madrid y, después de la carrera, volví allí durante mis primeros años postuniversitarios. Luego me instalé en Tenerife, donde llevo ya algo más de treinta años. Naturalmente, por razones familiares entre otras, viajo con frecuencia a Madrid y cada vez me he ido convenciendo de que sería incapaz de vivir allí si tuviera que estar inserto en una agobiadora rutina laboral, siguiendo el adocenado ritmo de sus multitudes. Sin embargo, también pienso que en tus actuales circunstancias es una ciudad maravillosa y no descarto en absoluto hacerme, si no residente fijo, si semiresidente dentro de unos años, cuando me toque la jubilación.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. En efecto, así es. Cuando te jubiles intercambiaremos nuestros rincones secretos favoritos. En cambio, si trabajas Madrid es un infierno

      Eliminar
  3. Aunque vivo en Madrid trabajo fuera. Todos los días conduzco cosa de cuarenta y cinco kilómetros de ida al trabajo, a las seis y media de la mañana y en sentido contrario al traslado masivo -que, de todos modos, se produce una media hora después que el mío- y vuelvo a eso de las tres y pico, también a contrapelo de los grandes atascos. No es una situación que haya elegido -si pudiera elegir lo referente al trabajo, empezaría por elegir no trabajar- sino debida, como toda mi variopinta "carrera profesional", más al puro azar que a ninguna otra cosa, pero ha resultado estar muy bien. Me gusta que sea así. El tiempo que paso en Madrid es de ocio, sin prisas y sin coche, y debo decir que lo disfruto mucho. Madrid me parece una ciudad maravillosa. No querría vivir en otra, y menos aún en otro sitio que no fuera una gran ciudad, a pesar de ocasionales ensueños acerca de afincarme en San Sebastián, Lisboa o Asturias que, de momento, no pasan de ser breves infidelidades puramente mentales y sin consecuencias. He dedicado la última semana, de vacaciones, a pasear por Madrid enseñándosela a una encantadora familia americana, y viéndola a través de sus entusiastas ojos, le he redescubierto todavía más virtudes y encantos; y eso que el Retiro estaba cerrado, y la Gran Vía abarrotada de guiris, los míos entre ellos. Qué le voy a hacer, debo de ser un claro caso de alienación irreversible. Soy urbanita y madrileño sin remedio.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Pues nada, te condeno a vivir en Madrid, pero a trabajar fuera, y a aguantar mis pecios/breverías madrileñas

      Eliminar

Ansío los comentarios.Muchas cabezas pueden pensar mejor que una, aunque esa una sea la mía