Bien, titularé por esta vez y quizás las próximas estos fragmentos
como pecios (restos de naufragios, el título que dio Sánchez Ferlosio a sus magníficos
textos breves, no soy modesto). Pecios sin valor ni precio, no que no tengan
precio porque sean inapreciables (y ahora soy suficientemente modesto ya que
nadie mira). O bien breverías, poco más que naderías. Solucionado o aplazado,
asunto terminado.
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El espacio tiempo, más que una sola dimensión un solo espacio
o un solo tiempo. Ambos se matizan mutuamente y casi no hace falta saber nada
de la relatividad de Einstein para incluirlo en la vida propia con
considerables ventajas. A la hora que una mayoría, al parecer, la que bosteza a
primera hora en los transportes públicos, está viendo la tele por la noche yo
estoy en la cama leyendo. A la hora que por fin están durmiendo, yo también. A
la hora que se despiertan y se levantan yo también me despierto, me levanto
brevemente, me hago un café y vuelvo a la cama a leer. Los fines de semana a la
hora que holgazanean en la cama yo madrugo y salgo a la calle, y así todo. Así es
como evito multitudes, utilizando de forma privilegiada, lo sé, el tiempo, generando
espacios propios no hacinados y tiempo, porque dispongo de tiempo, el lujo
mayor para despilfarrarlo: perder el tiempo, o sea, ganarlo. En Madrid, mi
ciudad, yo lo llamo madrigar.
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Qué expresión más cruel y a menudo injusta, porque confunde
la fama con algo sin nombre pero más esencial: morir sin dejar huella. Pero bueno,
admitiéndola, que ya me cuesta, lo más parecido a morir un hombre sin dejar
huella es que un jardín desaparezca. Se podría hacer una guía de jardines
desaparecidos, que existieron y ya no están. Por supuesto podríamos abrir un
poco la mano e incluir el del Edén y seguir luego sobre seguro (¿sobre seguro?)
con los jardines colgantes de Babilonia y con los numerosos que le han seguido.
Pero lo que me interesa resaltar aquí es el parecido entre los jardines que
desaparecen sin dejar huella y los hombres que mueren así mismo sin dejar
huella, porque ambos, hombres y jardines, son una mezcla de naturaleza y
cultura sin que prevalezca una sobre otra, pero sin que pueda hablarse de la
naturaleza en un jardín o en un hombre sin hablar igualmente y a la par de su cultura. Yo podría
hablar de mí mismo, aunque es un poco prematuro, para elegir un hombre que no
dejará huella, pero dicen que nadie muere verdaderamente hasta que la última
persona que le recuerda lo hace a su vez y con ese recuerdo desvanecido uno se
convierte por fin en algo menos, incluso, que un fantasma, ya que al menos éstos se aparecen, según dicen, de vez en cuando. En cuanto al jardín,
elijo el jardín perdido de Jorn de Précy. Jorn fue un islandés nacido en 1835
en Reikiavik y muerto en Chipping Norton en 1916 después de haber vivido en
plena Inglaterra victoriana, haber influido profundamente en los maravillosos
jardines ingleses del siglo XX, haber estado ligado a movimientos artísticos e intelectuales
como el Art and Craft y personajes como William Morris y haber frecuentado los
círculos radicales del socialismo utópico en plena Inglaterra victoriana.
Jardinero y filósofo inglés, aunque nacido en la lejana y fría isla volcánica,
ahí es nada, a eso lo llamo yo tener pedigrí. Su jardín se llamaba y estaba en un lugar llamado Greystone, porque sólo he encontrado un Greystones, en plural y en Irlanda que obviamente no es. Greystone, casi como el nombre que figura en el pasaporte (inglés) de Tarzan;
piedra gris, y al decir de sus contemporáneos que lo conocieron era inquietante
y maravilloso, tenía duendes y tenía duende. Claude Monet, que lo visitó en
1906 y que sabía mucho de jardines propios y ajenos y de cómo pintarlos y
captar su luz sin aparatos de física avanzada, escribió: “el jardín del señor
De Précy ofrece cuadros de un encanto intenso e indefinible que llega directo
al corazón. Lo salvaje se mezcla constantemente con lo artificial, el sueño con
la realidad”. Ahora os propongo un ejercicio en forma de pregunta: sustituir
esa descripción del impresionista de un jardín por una persona, hombre o mujer…
de encanto intenso e indefinible, etcétera, ¿no os habríais enamorado inmediatamente
de él o ella? Pues lo mismo me pasa a mí con algunos jardines y con algunas personas.
De Précy escribió un breve ensayo, un opúsculo de apenas 80 páginas, sobre su
jardín y premonitoriamente lo tituló The Lost
Garden, el jardín perdido, y no aclara si fue porque con razón temía por el
incierto futuro de su más preciada creación cuando él faltase o porque el mundo
moderno que ya se asomaba margina los jardines, los excluye de la vida de las
personas atareadas y los destina sólo a niños y viejos, los que podemos “perder”
el tiempo. El folletito lo encontré en un cajón afuera de una librería de viejo cerca de Charing Cross. Me costó, dos libras. Menos del precio de media pinta de pal ale.
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Se me puede rebatir fácilmente, no pretendo convencer de esto
a nadie, pero yo siento que hay más formas de intolerancia que de su simétrica antagonista
la tolerancia. Es, para mí intolerante, ese conductor que azuza con su motor
impaciente a la viejecilla a mitad del paso de peatones en cuanto cambia la luz
y le da paso a él. No la atropella, claro, supongo que teme las consecuencias,
pero no se priva de asomar el brazo por su ventanilla y hacer un gesto
exasperado. ¿A dónde irá con tanta prisa? ¿Será un cirujano cardiaco que va a
salvar una vida? Lo dudo mucho, no hay más que echar un vistazo a su cara. La tolerancia,
o al menos la buena educación, ese lubricante para la vida con los otros, se
demuestra andando, o en este caso, esperando.
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Un chico relativamente joven pero ya mendigo, sin hogar,
vagabundo o cómo mejor se le defina, rebusca en una jardinera y consigue un
vaso de tubo (los odio) de verdadero cristal. Lo limpia un poco y se lo guarda.
Hoy es lunes, enfrente hay un bar y a alguno no le mereció la pena andar los
escasos metros para dejar en su lugar el recipiente. Pero lo verdaderamente
interesante es la escena siguiente, la secuencia diríamos en plan
cinematográfico mientras yo, mirón inveterado, no pierdo detalle. En la esquina
un negro (¿no se dice negro, no se dice pobre o vagabundo?, renuncio al lenguaje
políticamente correcto siempre que sea correcto como lenguaje sin más) agita la
revista La Farola protegida en su impermeable de plástico ante la nariz del
vagabundo y éste le hace un gesto tan expresivo como indefinible, amable pero
tajante que dice “¡pero es que no te das cuenta, tío!”
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En los Estados Unidos con relativa frecuencia las diversas policías
tirotean a negros desarmados y los matan. Siguiendo el razonamiento, por llamarlo
algo, del presidente Trump, esos negros deberían haber ido armados para repeler
el ataque al igual que recomienda hacerlo así a los maestros ante los tiroteos en
las escuelas e institutos de antiguos alumnos. Por otra parte, el pasado
Viernes de Dolores en Gaza una manifestación de palestinos fue reprimida por francotiradores
israelís, bien atrincherados desde su lado de la exigua frontera, que mataron
como conejos a diecisiete individuos desarmados e hirieron a varios cientos más. Algo
está fallando en la tesis de Max Weber del Monopolio legítimo de la fuerza. O
quizás la fuerza no es legítima casi nunca, al menos cuando la utilizan los
poderosos.
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Los temores de Jorn de Précy fueron fundados y tras su muerte
y la muerte de Samuel, su único heredero (qué tajante, qué terminante: único
heredero) y también jardinero, el jardín fue abandonado, o en el jardín cundió
el abandono, avanzó una naturaleza sin la cultura antagónica que la controlaba,
la humana, y pronto sucedió eso que los ecólogos más optimistas llaman la
Sucesión Ecológica y se trasformó en una alborotada selva donde, al parecer, de
vez en cuando, asomaba alguna peana o algún jarrón de mayólica. Y el jardín
murió sin dejar, apenas, rastro. No opino lo mismo de Jorn de Précy y en el
fondo tampoco de nadie ni de ningún jardín desaparecido con tal de que nos haya
llegado su nombre y el lugar aproximado dónde se encontraba. Con las personas
lo mismo. Pasado el tiempo suficiente nadie seremos recordados pero todos
habremos sido, y el que lo dude, si no lo ha hecho imperdonablemente todavía,
que lea el Pedro Páramo de Juan Rulfo lleno de voces de muertos que ahí siguen, en silencio y entre nosotros.
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Ilustraría muchos de estos pecios, estos pequeños sucedidos, que no sucesos, con las fotos que hago con el móvil
que al revés que la cámara siempre llevo mientras paseo porque tiene podómetro y me encanta saber las distancias que recorro, a ver si me bato a mí mismo... sin ir más lejos. Por ejemplo, tengo una buena foto del vagabundo del vaso de tubo y el negro de la revista retractilada, pero no
he aprendido a pasar las imágenes al ordenador para luego colgarlas en este
blog. Le preguntó a un amigo experto y me dice que es muy fácil, solo tengo que
conectar tal cable patatín de un ingenio
a otro y luego unos sencillos pasos y bla bla bla, pero en el primer bla, e
incluso antes, ya me he perdido. En próximas entregas os hablaré de Colón y
Hernán Cortes en mi ciudad y de la manteca cuando era justamente apreciada. Y seguiré contando de Jorn de Précy al que el buscador de Google lo cita mal (Pércy), y no aparece en la Wikipedia en español, pero sí en la inglesa.
Hacía tiempo que no leía una brevería y ha resultado bastante agradable. Sobre las fotos, tu amigo tiene razón, es un cable que se conectaba a un puerto USB del ordenador. Ahora, si el móvil es muy antiguo, puede tener necesitar un conector muy especialito.
ResponderEliminarOtra alternativa es usar datos o cualquier manera de que pase datos a otro dispositivo.
Ya. Gracias.Sabes qué es un analfabeto digital? Exacto, yo que no me sé contar los dedos
EliminarComo sabes, me crié en Madrid y, después de la carrera, volví allí durante mis primeros años postuniversitarios. Luego me instalé en Tenerife, donde llevo ya algo más de treinta años. Naturalmente, por razones familiares entre otras, viajo con frecuencia a Madrid y cada vez me he ido convenciendo de que sería incapaz de vivir allí si tuviera que estar inserto en una agobiadora rutina laboral, siguiendo el adocenado ritmo de sus multitudes. Sin embargo, también pienso que en tus actuales circunstancias es una ciudad maravillosa y no descarto en absoluto hacerme, si no residente fijo, si semiresidente dentro de unos años, cuando me toque la jubilación.
ResponderEliminarEn efecto, así es. Cuando te jubiles intercambiaremos nuestros rincones secretos favoritos. En cambio, si trabajas Madrid es un infierno
EliminarAunque vivo en Madrid trabajo fuera. Todos los días conduzco cosa de cuarenta y cinco kilómetros de ida al trabajo, a las seis y media de la mañana y en sentido contrario al traslado masivo -que, de todos modos, se produce una media hora después que el mío- y vuelvo a eso de las tres y pico, también a contrapelo de los grandes atascos. No es una situación que haya elegido -si pudiera elegir lo referente al trabajo, empezaría por elegir no trabajar- sino debida, como toda mi variopinta "carrera profesional", más al puro azar que a ninguna otra cosa, pero ha resultado estar muy bien. Me gusta que sea así. El tiempo que paso en Madrid es de ocio, sin prisas y sin coche, y debo decir que lo disfruto mucho. Madrid me parece una ciudad maravillosa. No querría vivir en otra, y menos aún en otro sitio que no fuera una gran ciudad, a pesar de ocasionales ensueños acerca de afincarme en San Sebastián, Lisboa o Asturias que, de momento, no pasan de ser breves infidelidades puramente mentales y sin consecuencias. He dedicado la última semana, de vacaciones, a pasear por Madrid enseñándosela a una encantadora familia americana, y viéndola a través de sus entusiastas ojos, le he redescubierto todavía más virtudes y encantos; y eso que el Retiro estaba cerrado, y la Gran Vía abarrotada de guiris, los míos entre ellos. Qué le voy a hacer, debo de ser un claro caso de alienación irreversible. Soy urbanita y madrileño sin remedio.
ResponderEliminarPues nada, te condeno a vivir en Madrid, pero a trabajar fuera, y a aguantar mis pecios/breverías madrileñas
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